lunes, 11 de julio de 2016

Por la vereda del río




 


 

Otra vez frente al ordenador el «documento nuevo» de Word me insta a la tertulia de sobremesa. No sé qué contarle. A veces, con el calor me cuesta centrarme y mis dedos se paralizan ante el teclado. No obstante, y como yo soy de mucho teclear, acabo por contarle a la nueva página mi último paseo por la huerta, el de ayer tarde.

Todavía no hemos llegado al ecuador del verano, pero el calor viene siendo guerrero desde la primavera. Este año me cuesta más calzarme las zapatillas y salir a caminar por la orilla del río o la montaña. No obstante, y para no sentirme culpable ante los resultados de las próximas analíticas, me armo de valor y emprendo la marcha. Es una costumbre adquirida desde hace un par de años. Al principio lo hacía en plan quema-grasa o quema-colesterol. Después se convirtió en algo ameno que no necesita justificación para ser llevado a cabo.

Antes de salir miro que no me falte nada: las llaves de casa, una gorra, el boli, el bloc de notas, gafas de sol y el teléfono móvil. El mío no es de última generación, pero a mí me sirve para mi propósito: capturar una mínima parte de la naturaleza, de la que se ve a ras de suelo y que casi siempre pisamos sin prestarle mayor atención.

Es al dejar atrás el asfalto de la vieja carretera cuando dirijo la mirada al suelo de tierra por si encuentro algo bello mezclado con la maleza. Para hallarlo, transformo mi mirada en «mirada de niña». Esa clase de mirada que todavía no está intoxicada con escenas desaprensivas, traumáticas o, simplemente, manipuladas. Y de repente, ahí está, ajena a cuanto la rodea. Sin darse cuenta está posando para mí. Me agacho para observarla más de cerca. Intento llegar hasta sus pensamientos porque, como la miro con mirada de niña, imagino que los tiene. Es una hormiga de tamaño considerable, cabezona y negrísima, portando su gran carga hacia el hormiguero. El trayecto es muy laborioso y transcurre en paralelo al de sus compañeras que ya vuelven ligeras de peso para ir, con toda seguridad, a por nueva mercancía. Van a lo suyo, y lo suyo es trabajar sin descanso para la comunidad. Unas vienen y otras van. Pero la negra cabezona se aleja del recorrido. Tal vez mi presencia tan cercana la ha desorientado, o quién sabe…, quizá  se trata de una hormiga transgresora que desea ir por otro lado.

Todavía no he realizado mi foto. Antes de hacerlo he visto, por el rabillo del ojo, otro sitio al que apuntar. Su movimiento es muy leve, apenas perceptible, y parece que me llama para que vea lo bonita que luce. Se trata de una florecilla que ha crecido entre las piedras que forman el balate sobre la Acequia Mayor. Es muy pequeña y no conozco su nombre. A la vera del camino hay más de su clase, pero ésta está completamente sola. Tal vez está mejor así, contemplando el caudal del agua que hoy baja con fuerza desde los municipios de más al norte de la Baronía. Hoy toca turno y los labradores habrán de abrir sus pequeñas compuertas para dar paso al agua de la que se abastecen sus huertos, siempre y cuando no  les hayan robado en la noche sus tubos de goteo, que de todo se roba en estas tierras del Señor, y en épocas de penurias hasta el material con que están fabricados estos tubos son una fuente de ingresos para algunos necesitados, así como para unos cuantos malhechores.

Tomo mi cuaderno de notas y compruebo las de los últimos días. Deseo dejar constancia de este trajín de hormigas. La independiente se ha dado cuenta de lo errado de su itinerario y, tras varios recorridos, pequeños para mi visión pero posiblemente enormes para su tamaño, decide desandar sus pasos. La observo rodear un pequeño montículo de plástico y dirigirse de nuevo hacia el hormiguero. Ahora ya está en la fila, tras sus compañeras, y camina hacia la comunidad tan deprisa como ellas. Tan solo una vez se le ha caído su carga, que ha recogido con gran rapidez.

Yo también recojo mi cuaderno y lo guardo junto con el boli. Ya son muchas las notas que he ido tomando desde que comenzó el verano. Las he tomado en la montaña, en la huerta, en la terraza, en la playa… esta playa mía donde parece que ya no está de moda que las jóvenes practiquen topless. Alguien lo comentaba por la mañana en el autobús. Lo había leído en un artículo. Al parecer, solo las mujeres de más de treinta años siguen mostrando los pechos desnudos cuando están en la playa. Las jóvenes y adolescentes han decidido que eso ya no se estila. O quizá, atendiendo a los consejos de los médicos, prefieren protegerlos de los rayos solares. Mientras recuerdo la conversación me dispongo a comer mi pieza de fruta bajo una de las higueras que bordean el camino, en el lado opuesto a los naranjales. En breve me dirigiré a casa. Pero no tengo ninguna prisa. Saboreo mi manzana ajena a los ciclistas que me saludan con gesto cansado, y al acabarla hago una última fotografía del suelo de tierra y me acomodo la mochila en la espalda.

Emprendo el regreso lentamente, siempre en paralelo a la Acequia Mayor para que el susurro del agua me cante al oído con voz de agua vieja. No muy lejos se oyen ladridos y varios jinetes me adelantan. Nos conocemos de otras tardes de paseo porque somos habituales en este lado del río seco; ellos, como las hormigas, también van a lo suyo, que no es otra cosa que sentirse cada tarde parte de la naturaleza, aunque solo sea por un corto periodo de tiempo, bajo un sol abrasador, por la vereda de un río cuyas aguas perecen cauce arriba, amordazadas por la presa. A mí no me importa su aridez: es mi río, el que observa mi regocijo cada vez que me asomo hasta su vereda.

 

2 comentarios:

  1. A eso se le llama estudiar la naturaleza al mínimo detalle. Un abrazo.

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  2. Gracias, aviador.
    A veces la naturaleza nos susurra para que nos fijémonos en ella. A mí me gusta observarla y dejar que me hable.

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