Otra vez frente al ordenador el «documento
nuevo» de Word me insta a la tertulia de sobremesa. No sé qué contarle. A
veces, con el calor me cuesta centrarme y mis dedos se paralizan ante el
teclado. No obstante, y como yo soy de mucho teclear, acabo por contarle a la
nueva página mi último paseo por la huerta, el de ayer tarde.
Todavía no hemos llegado al ecuador
del verano, pero el calor viene siendo guerrero desde la primavera. Este año me
cuesta más calzarme las zapatillas y salir a caminar por la orilla del río o la
montaña. No obstante, y para no sentirme culpable ante los resultados de las
próximas analíticas, me armo de valor y emprendo la marcha. Es una costumbre
adquirida desde hace un par de años. Al principio lo hacía en plan quema-grasa
o quema-colesterol. Después se convirtió en algo ameno que no necesita justificación
para ser llevado a cabo.
Antes de salir miro que no me falte
nada: las llaves de casa, una gorra, el boli, el bloc de notas, gafas de sol y
el teléfono móvil. El mío no es de última generación, pero a mí me sirve para
mi propósito: capturar una mínima parte de la naturaleza, de la que se ve a ras
de suelo y que casi siempre pisamos sin prestarle mayor atención.
Es al dejar atrás el asfalto de la
vieja carretera cuando dirijo la mirada al suelo de tierra por si encuentro
algo bello mezclado con la maleza. Para hallarlo, transformo mi mirada en «mirada
de niña». Esa clase de mirada que todavía no está intoxicada con escenas
desaprensivas, traumáticas o, simplemente, manipuladas. Y de repente, ahí está,
ajena a cuanto la rodea. Sin darse cuenta está posando para mí. Me agacho para
observarla más de cerca. Intento llegar hasta sus pensamientos porque, como la
miro con mirada de niña, imagino que los tiene. Es una hormiga de tamaño
considerable, cabezona y negrísima, portando su gran carga hacia el hormiguero.
El trayecto es muy laborioso y transcurre en paralelo al de sus compañeras que
ya vuelven ligeras de peso para ir, con toda seguridad, a por nueva mercancía.
Van a lo suyo, y lo suyo es trabajar sin descanso para la comunidad. Unas
vienen y otras van. Pero la negra cabezona se aleja del recorrido. Tal vez mi
presencia tan cercana la ha desorientado, o quién sabe…, quizá se trata de una hormiga transgresora que
desea ir por otro lado.
Todavía no he realizado mi foto. Antes
de hacerlo he visto, por el rabillo del ojo, otro sitio al que apuntar. Su
movimiento es muy leve, apenas perceptible, y parece que me llama para que vea
lo bonita que luce. Se trata de una florecilla que ha crecido entre las piedras
que forman el balate sobre la Acequia Mayor. Es muy pequeña y no conozco su
nombre. A la vera del camino hay más de su clase, pero ésta está completamente
sola. Tal vez está mejor así, contemplando el caudal del agua que hoy baja con
fuerza desde los municipios de más al norte de la Baronía. Hoy toca turno y los labradores habrán de abrir
sus pequeñas compuertas para dar paso al agua de la que se abastecen sus huertos,
siempre y cuando no les hayan robado en
la noche sus tubos de goteo, que de todo se roba en estas tierras del Señor, y
en épocas de penurias hasta el material con que están fabricados estos tubos
son una fuente de ingresos para algunos necesitados, así como para unos cuantos
malhechores.
Tomo mi cuaderno de notas y compruebo
las de los últimos días. Deseo dejar constancia de este trajín de hormigas. La independiente
se ha dado cuenta de lo errado de su itinerario y, tras varios recorridos,
pequeños para mi visión pero posiblemente enormes para su tamaño, decide
desandar sus pasos. La observo rodear un pequeño montículo de plástico y
dirigirse de nuevo hacia el hormiguero. Ahora ya está en la fila, tras sus
compañeras, y camina hacia la comunidad tan deprisa como ellas. Tan solo una
vez se le ha caído su carga, que ha recogido con gran rapidez.
Yo también recojo mi cuaderno y lo
guardo junto con el boli. Ya son muchas las notas que he ido tomando desde que
comenzó el verano. Las he tomado en la montaña, en la huerta, en la terraza, en
la playa… esta playa mía donde parece que ya no está de moda que las jóvenes
practiquen topless. Alguien lo
comentaba por la mañana en el autobús. Lo había leído en un artículo. Al
parecer, solo las mujeres de más de treinta años siguen mostrando los pechos
desnudos cuando están en la playa. Las jóvenes y adolescentes han decidido que
eso ya no se estila. O quizá, atendiendo a los consejos de los médicos,
prefieren protegerlos de los rayos solares. Mientras recuerdo la conversación
me dispongo a comer mi pieza de fruta bajo una de las higueras que bordean el
camino, en el lado opuesto a los naranjales. En breve me dirigiré a casa. Pero
no tengo ninguna prisa. Saboreo mi manzana ajena a los ciclistas que me saludan
con gesto cansado, y al acabarla hago una última fotografía del suelo de tierra
y me acomodo la mochila en la espalda.
Emprendo el regreso lentamente,
siempre en paralelo a la Acequia Mayor para que el susurro del agua me cante al
oído con voz de agua vieja. No muy lejos se oyen ladridos y varios jinetes me
adelantan. Nos conocemos de otras tardes de paseo porque somos habituales en
este lado del río seco; ellos, como las hormigas, también van a lo suyo, que no
es otra cosa que sentirse cada tarde parte de la naturaleza, aunque solo sea
por un corto periodo de tiempo, bajo un sol abrasador, por la vereda de un río
cuyas aguas perecen cauce arriba, amordazadas por la presa. A mí no me importa
su aridez: es mi río, el que observa mi regocijo cada vez que me asomo hasta su
vereda.
A eso se le llama estudiar la naturaleza al mínimo detalle. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias, aviador.
ResponderEliminarA veces la naturaleza nos susurra para que nos fijémonos en ella. A mí me gusta observarla y dejar que me hable.