A veces no encuentro el momento adecuado para escribir
en mi libreta y demoro plasmar en ella mis sentimientos. Espero el más
oportuno para que nada se inmiscuya en eso que siento. Por eso he dejado correr
los días desde que regresé de mi viaje con Manuel. Fuimos a una cala preciosa
en la que la luna se acomoda durante las noches de verano. Manuel me llevó
inmediatamente a la orilla de la playa. No es una playa extensa de finas arenas
como la nuestra. Se trata de una linda cala de aguas cristalinas pero de arenas
oscuras. Una playa chica, sin agobio de gente, sin exceso de turismo. Un lugar
tranquilo en el que descansar en las noches de luna llena. Esas noches en las
que su reflejo sobre las aguas serenas se hace imprescindible para la balada
previa a la primera noche. Porque… aquella fue nuestra primera noche.
Por un momento llegué a sentirme
culpable. Deseaba pensar en mi madre, en su comodidad y en la de Sari. Hubo
instantes en los que creí estar bajo la atenta mirada de un Dios en el que no
creo, ese Dios al que me enseñaron a temer si no actuaba con la castidad tantas
veces adoctrinada.
Pero Manuel fue paciente. Esperó
a que yo me desprendiera de toda preocupación. Tras un torpe rodeo por mis
pensamientos me levanté despacio de la arena, tomé mi bolsa de tela y di la
espalda a la luna y al mar. «Vamos, Manuel —le dije en voz muy bajita—. Deseo
ser feliz esta noche». Él no respondió. Me cogió de la mano, y así, como si
fuéramos una pareja que convive desde hace años, dejamos atrás la cala.
La libreta amarilla (Pág.129)
Ed.Olelibros -2017
Fotografía: J.Manuel Tarazona
La libreta amarilla (Pág.129)
Ed.Olelibros -2017
Fotografía: J.Manuel Tarazona
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