De nuevo en el autobús. Y qué
distinto se me antoja este trayecto de aquel otro… En este nadie habla, nadie
se conoce, nadie tose con su tos desde dentro y nadie me incita al texto. Ahora cada uno va a lo suyo. Y lo
suyo es el sueño, el teléfono móvil y, sorprendentemente, un libro.
Todas las filas de asientos están
ocupadas por un solo usuario. Ocupan ambas plazas, una para sentarse y la otra
para depositar su bolsa y chaqueta. No importa si el autobús va lleno, no
prestan atención al recién incorporado al pasaje. Tampoco se preocupan si este
último viajero tiene algún asiento libre más atrás.
Yo, como siempre, busco acomodo
en un hueco al principio de las filas. En el lado que me permite ver el mar.
¡Se ve tan bonito desde la autovía! Más tarde me reñirá por haber escogido este
lugar. «De mitad para atrás y del lado opuesto al del conductor» me aconseja
siempre él, tan veterano en esto de viajar en autobús, tan recordando muchas veces
el trágico accidente.
Ya no me fijo en los rostros de
mis compañeros de trayecto. No me pregunto cómo serán sus vidas. No me
interesa. Son personas anónimas que nada me aportan. Eso era antes, en los
otros viajes donde las caras del pasaje eran ya familiares, donde sus historias,
contadas en voz alta al conductor habitual, inspiraban mis apuntes.
Ahora es otra mi ruta y yo
también me aíslo. En el interior de mi concha prescindo de mi escritura en el
bloc de notas del móvil. Ya me dispongo a disfrutar del silencio mientras
contemplo, desde mi asiento en el lugar desaconsejado por él, el paisaje marino
que tanto echo de menos desde mi terraza rodeada de colinas y de campos
desamparados y yermos.
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