Son las dos y media de la tarde y hace ya un calor
espantoso. Espero mi bus en la parada que hay junto a la rotonda, en la
carretera vieja.
Una mujer también espera. El banco de piedra nos soporta a
las dos. Ella lee en su libro electrónico.
Yo también leo. Mi libro es de papel, de los que ocupan
espacio en los estantes de casa. Leo a Manuel Lacarta. ¿Prosa poética? ¿Poemas
en prosa? ¿Poesía prosaica?
Y pienso…
¿Qué se hace con los cientos de poemas escritos y guardados
en un cajón durante muchos años? ¿A quién importan?
El bus no tardará en llegar y guardo el libro en mi bolso de
tela, el de los veranos. La mujer sigue leyendo en su libro electrónico.
Cuando me acomodo sobre la tela gastada en mi asiento de
autobús destartalado fijo mi atención en el escaso pasaje.
Otra vez pienso…
¿Qué será de mis libros cuando ya no esté? De los libros
míos, de los de mis autores favoritos sobre la repisa de los consagrados, de los
de mis amigos autores. ¿Qué será de mi propio vacío?
La mujer ha dejado de leer su libro electrónico. Ahora come
un sándwich y bebe agua. es fina en su manera de comer. Toda ella es fina. En el
comer, en el beber y en su postura al leer.
El bus circula paralelo al mar de verano. La mujer lo mira y
vuelve a leer en su libro electrónico. La lectura le debe de parecer interesante.
Ya dejo de observar. Me olvido de ella y del mar. Vuelvo
a mi lectura también.
Me introduzco en las escenas de la poesía descriptiva de
Manuel Lacarta, en mi libro de papel.
Fotografía: Desde el bus, autovía junto al mar.
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