Uba
ya ha cerrado las páginas de cuanto libro seleccionó cuando escuchaba caer la
lluvia sobre el asfalto. Me invita a un café mientras estira su cuerpo
desperezándose tras las horas de lectura. Yo le respondo que me apetece mucho
su compañía y ese café calentito, pero que habrá que esperar a otro momento más
oportuno.
«Anda,
por favor, serán solo unos minutos. La lluvia se aleja y ya no seré la misma cuando
el cielo vuelva a cubrirse de azules.», insiste. Yo me acerco hasta la ventana
y compruebo que, efectivamente, ya se aprecian claros en el cielo, aunque
todavía no se distinguen los azules.
«No
puedo, lo siento —le respondo—. Ya hace rato que entró la mañana y hay tareas pendientes».
Resignada, me deja sus notas y se aleja.
Ella
es lluvia que llega en la madrugada y se marcha cuando los claros se abren dando
paso a la mañana. Siempre se despide con la mirada triste de quién no sabe
cuándo o si volverá. «Quizá con una nueva borrasca. Ahora la llaman Dana», dice
ya desde la calle.
Sobre
la mesa, junto a los libros y una taza de café intacta, sus notas y un verso
suelto:
«En
esta mañana de lluvia mansa, mis notas y un verso a la deriva…
Qué
palabra es la que me habita y me seduce
Cuál
de todas mis ausencias es la que a estas horas me dirige
En
qué lugar dejé olvidado aquel dolor viejo que ya no viste mi cuerpo
Qué
nuevo verso se muestra ante mí desnudo en este camino que pasó de ser incierto
a expandirse en lo certero»
Se
ha ido aferrada a la última nube, porque ella es lluvia, y es un quizá, un
acaso y un tal vez. Yo seguiré esperándola en cada madrugada, con sus libros
sobre la mesa, con sus notas y un café.
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