Diecisiete de mayo. Dicen que es san Pascual quienes todavía
celebran la onomástica. y nosotros, que ya no la celebramos, salimos de viaje a
las ocho de la mañana. ¿A dónde? Aún no lo sé. Es un viaje sorpresa. No me ha
querido decir a dónde vamos. «Ya lo verás cuando lleguemos», me dice.
Yo intuyo que es a la comunidad vecina, Teruel. Allí hay un
lugar que no hemos visitado y que desde hace algún tiempo venimos mirando.
Lugar con encanto, con río, valles y montañas. Aunque por un lado prefiero no
saberlo casi estoy convencida: «Es ahí. Estoy segura», pienso, sin decirle nada
para no romper la sorpresa que lleva preparando desde hace un par de semanas.
Sí,
mejor cerrar los ojos y no abrirlos hasta llegar al destino. Pero, ¿cómo cerrar
los ojos cuando vamos circulando por la autovía Mudéjar, y cuando ya hemos
pasado de largo la ciudad de Teruel, y lo que yo supongo es el desvío que
debemos coger para ir hacia ese lugar que, según mi intuición, nos está
esperando para recorrerlo con botas de montaña y cámara en mano?
Paramos a almorzar en Calamocha, pero solo tomamos un café
porque no tenemos hambre. «Deberíamos comer algo porque llegaremos tarde y a
donde vamos no nos sirven la comida, solo la cena, y allí no hay ningún sitio
al que poder ir a comprar». Yo abro mucho los ojos y, por más que lo intento,
no consigo hacerme una idea de hacia dónde vamos. Sigo sin preguntar y él me
mira y sonríe.
Está pendiente del GPS del coche y chasquea la lengua. Algo
falla y necesita mi móvil para buscar el trayecto en el Google Maps. No podré hacer fotos a través de la ventanilla y me
fastidia. Entonces sonríe y me dice mirándome de soslayo: SELVA DE IRATI. ALLÍ
VAMOS.
Casi doy un brinco en mi asiento de copiloto. «¡No! —le
respondo incrédula— ¡No me lo puedo creer!»
Ya íbamos por el puerto Paniza y empecé a hacerme a la idea.
«La Selva de Irati» todavía resonaba como un eco en mis oídos. La conocía por
los muchos documentales que he visto sobre el lugar, y él sabía de mi deseo por
conocerla, pero no entraba en mis planes hacerlo así, de esta manera tan
sorpresiva.
Así, sorprendida y muy, pero que muy contenta, saludé desde lejos a
las cúpulas del Pilar cuando bordeamos Zaragoza para ir en busca de aquellas
carreteras por las que íbamos a transitar. Nada de autopistas. No teníamos
prisa. Carreteras nacionales, atravesando pueblos, con las amapolas abriéndonos
paso desde los arcenes; rebaños de ovejas interrumpiendo nuestra marcha; nidos
de cigüeñas firmemente custodiados por sus madres sobre las torres de tensión de
la luz, ajenas al disparo de la cámara de fotos de mi iPad; parques fotovoltaicos y enormes molinos eólicos girando sus
aspas sobre los montículos cercanos a las carreteras, pero lo suficientemente
alejados de los pueblos que los albergaban… Y ya, casi al final del trayecto,
los municipios navarros con nombres casi impronunciables para mí, con sus
casitas blancas de tejados marrones y ventanas abuhardilladas de madera, y con
sus carreteras lleeeenas de curvas.
Como imaginaba, llegamos a un lugar lleno de magia. A las
puertas mismas de la entrada al bosque, «la fábrica de armas», con más de
doscientos años de historia entre sus ruinas, y en la actualidad declarada Bien
de Interés Cultural, fue el primer lugar que visitamos nada más instalarnos en
el hostal Mendilatz, —hostal que recomendamos por su buen servicio y ubicación
y al que nos gustaría volver en la próxima otoñada—.
Fotos del lugar, de sus ruinas, de las florecillas que se
asoman desde el interior de las grietas de las piedras viejas, y de aquellas
otras a ras del suelo, diminutas, perfectas en su simetría; del ganado pastando
en las colinas enfrente de donde nos encontrábamos… Rebaños de ovejas, vacas y
caballos en su hábitat natural, tranquilos, ajenos a las condiciones de las
macrogranjas, al aire libre, hasta que la escasa luz dificultara el regreso a
la cabaña, a la granja o al redil. Por más que busqué con la mirada no vi
pastor ni perro alguno junto a los animales. Tampoco cableado eléctrico sobre
aquellas praderas verdes en que descansaban.
Nosotros también íbamos necesitando ya un descanso. El
trayecto desde casa y, en mi caso, también la excitación por el no saber
primero adónde iba y por saberlo después, lo merecían. Cena sosegada en el
comedor del hostal y copa en la terraza y a dormir, que a la mañana siguiente
nos esperaba nuestra ruta por el interior de la selva.
Tendría que describir detallada y minuciosamente cada
sensación: Expectación, asombro, maravilla y, a ratos, temor por la estrechez
de la carretera, sus curvas y los precipicios a un lado o al otro.
Dejamos atrás un aparcamiento, y otro más, hasta llegar a un
tercero donde nos detuvimos. Ahí estaba la Selva de Irati dándonos la
bienvenida. Uno de mis deseos desde hacía mucho tiempo ahora hecho realidad.
Nunca se encontraba el momento, y el momento había llegado.
El suelo me atraía, lo caminaba despacio, placenteramente,
mirando en todas direcciones, hacia atrás, hacia delante, hacia abajo buscando
las aguas del Irati a través de la espesa vegetación; hacia el cielo, de un
azul y una luminosidad distintos a los de mi tierra junto al Mediterráneo; un
cielo distinto, pero igualmente bello.
Todo lo quería acaparar con la vista; todo quería escucharlo
en aquel trinar del pajarillo que se elevaba con un eco envolviendo todo el
entorno, y al que se sumaba la voz del río que escapaba mansamente de la presa
que lo amordazaba privándolo de libertad.
Él me precede en el camino, como siempre. Es un camino
cómodo, limpio. Vamos por una ruta circular que me seduce. El suelo, los
colores, las voces de la naturaleza, sus aromas a ramas y flores cuyos nombres
desconozco.
Y la magia. Esa magia que adivinaba y que ahora siento con
la misma fuerza que cuando me adentro en lo que yo llamo «mi sendero de las
hadas», en la Calderona, junto a mi casa. Ha aparecido de pronto ante nosotros.
Es un espacio amplio a un lado del sendero, escoltado por una inmensa arboleda de
troncos altos, rectos, firmes, y hasta diría que arrogantes. El suelo cubierto
de hojas desprendidas no permite ver el color de la tierra; es mullido, como el
que cubre la hojarasca del otoño.
De repente me doy cuenta de que el canto del ave ya no nos
acompaña. Tampoco se oye el sonido de las aguas del río. Ahora todo es silencio,
un silencio extraño en un lugar fantástico. Hasta la luz que se filtra por
entre las ramas de los árboles es extraña y yo me siento enormemente pequeña,
vulnerable, como observada por algo que no sé qué es y que me maravilla a la
vez que me intimida. Soy una intrusa en este espacio que no me pertenece y al
que no pertenezco. La luz, las hojitas del suelo, la soberbia arboleda que,
como un ejército en la vanguardia, parece defender su plaza, y el silencio… sobre
todo ese silencio en medio de un entorno natural tan lleno de vida de
diferentes especies. ¿Por qué aquí?
Nos empapamos de cuanto vemos y de aquello que no oímos.
Hacemos fotos y video y nos dirigimos de nuevo al sendero. Allí han aparecido,
en cuanto nos hemos alejado del círculo mágico en el corazón de la selva, el
canto del pajarillo y el sonido del agua.
Comenzamos el regreso por el lado opuesto por el que hemos
iniciado el recorrido de la ruta. Me siento ligera y feliz. Contemplo de nuevo
la presa, pero ahora no me duele, sé que más abajo nos espera el cauce del río,
sereno, suave, ofreciéndonos asiento donde comer nuestro bocadillo que
acompañaremos con un buen vino, en bota, como nos gusta tomarlo en nuestras
rutas.
El pajarillo, cuya especie e imagen ignoro, continúa
siguiéndonos sin dejarse ver. Podría decir que es el mismo desde que pusimos
los pies en el sendero al comenzar la marcha.
Así será hasta que, alrededor de las cinco de la tarde, nos despidamos
del parque y cojamos de nuevo el coche en dirección al hostal, donde echaré un
vistazo a las más de trescientas fotos y vídeos que hemos hecho, mientras dejo
volar mi imaginación e intento visualizar los trasgos y las hadas del bosque
que acabamos de dejar atrás.
Fotografía: P.Murria - En el corazón de la selva de Irati.