Desde su rincón, tras los
cristales, observaba la fina lluvia que bañaba los rosales del jardín. Las
notas de una antigua melodía acudieron a acariciar sus oídos. Eran las únicas
caricias que recibía en los últimos años y las acogía en su interior sintiendo
cómo su alma sonreía. Entonces no necesitaba los antidepresivos ni sus dosis
sintéticas. Aquella música era lo único que mantenía sus días, sus horas, sus
minutos...
Con los
ojos cerrados, mentalmente comenzó a pasar las hojas de su calendario. Sus
pupilas dilatadas se centraron en una fecha de un verano ya lejano: «El día de
La Virgen», decían las ancianas. Hacía mucho calor y contemplaba curiosa a su
abuelo que se entretenía frente a su mesa de trabajo elaborando una de aquellas
cajas con palillos y maderas rectangulares.
—Es una
caja para ir a pescar ‒le explicaba‒, mira: ahí se coloca el sedal, ahí los
anzuelos...
—Huele
mucho a pegamento abuelo. Luego te dolerá la cabeza.
—¡Ay si
sólo fuera la cabeza! No chiquilla, no. Duele todo el cuerpo, pero no por la
cola, sino por las horas vacías. Este trabajo que ves no sirve para nada. Se
quedará por algún armario para guardar trastos, y yo me quedaré con mi jaqueca
por el tiempo que me ha llevado hacerla, pero ese dolor es el menos intenso.
-Sí,
pero duele mucho...
Los
ojos del abuelo se perdieron en algún punto lejano e inconcreto mientras
continuaba hablando a la niña.
—¿Tú
sabes que el alma también duele?
—A mí
no. Yo no la tengo porque no me bautizaron.
—¡No
digas tonterías niña! Si hay un alma, cada cual tiene la suya, ya sea cristiano
o ateo, y tarde o temprano le dolerá. A ti también no creas..., y cuando llegue
ese momento te acordarás de este día y de mí. Hasta es posible que tu dolor se
intensifique con mi recuerdo.
—¡No...
a mí no me causará dolor porque no la tengo!
—Anda
ven aquí. Sécate los ojos. Te voy a decir lo que debes hacer cuando llore tu alma;
porque... también llora.
—¿Es
que tiene ojos?
—No; pero
tiene sentimientos. Mira, cuando te duela, lo reconocerás enseguida porque será
diferente a cuando te hace mal la tripa, o la frente, o una mano. No sentirás
dolor en ninguna parte de tu cuerpo, pero desearás que tus tripas se retuerzan
como cuando comes muchas chucherías... ¿Qué pasa, no me crees? Tienes los ojos
tan abiertos que te van a saltar los párpados.
—¿Y no
se pueden tomar aspirinas o jarabes para ese dolor tan raro?
—No;
pero hay otra cosa que podrás hacer y que te ayudará mucho: Bastará con que
respires hondo y dejes que tu alma se inunde. Respirar la vida... Escuchar la
música a lo lejos y danzar hasta que sientas que tu corazón se llena. Bastará
con que observes tras los cristales; que sientas que formas parte de la gente,
del mundo, de las estrellas... Abrirás de par en par tus ventanas dejando que
el aroma de las flores busque su sitio en algún lugar dentro de ti. Sentirás
que llega la aurora y que se forman alas de seda en tus esencias. Deberás
aspirar hondo y sentir que nace la vida... Verás que aparece la lluvia y
salpica en tu rostro; que tu alma está serena y tus ojos observan con dulzura.
»Entonces,
niña, te darás cuenta de que ya no hay dolor. Sentirás que tu alma baila y tus
órganos aplauden; que tus neuronas sonríen... Pensarás en tus rincones más
internos y los hallarás iluminados por una paz blanca y hermosa. Deberás
enseñar a caminar a tus sentimientos, guiarlos con mano suave. Vivirás, y
vivirás con esa paz emanada de ti misma. Deberás conversar con tu corazón,
enseñarle a escuchar; dialogar con tu mente, enseñarle a amar...
»Cuando
hagas todo esto, verás cómo tu alma, tu corazón y tu mente te sonríen con
ternura. Comprobarás que saben hablar, que saben escuchar. Aunque te encuentres
a solas en tu habitación, pensarás en el susurro de un río que pasa, en el
sonido de una hoja que se desliza mecida por la brisa, y sentirás que es tu
piel y que la luna te abraza. Volverás a respirar y sonreirás. Entornarás los
ojos y mirarás hacia adentro. Mirarás sin saber por qué; mirarás sin saber qué
ver; y verás cómo eres tú en lo más profundo de tu ser. Podrás contemplar a un
retoño, a una niña, a una flor... Verás que eres «tú».
»Así
querida niña no te dolerá el alma, porque te habrás asomado hasta ella, le
habrás hablado, y lo que es más importante: La habrás escuchado.
—¡Papá,
papá... el abuelo se está riendo de mí!
—Deje
usted en paz a la niña. No hace más que confundirla ‒le recriminó el hijo que
había escuchado las últimas palabras del anciano.
La niña
vio al abuelo dejar su mesa de trabajo y avanzar lentamente hacia el balcón
mientras mascullaba algo que la dejó todavía más confusa «Sí que llora el alma,
sí... y, como dijo el Poeta: Por doler, me duele hasta el aliento».
—Tiene razón mi padre. El
abuelo está un poco loco. ¿Cómo va a dolerle el aliento?
Y sin embargo dolía. Como
dolía y lloraba el alma. Como dolían las ideas y los recuerdos, y las horas
vacías. Sin saber definir esa clase de dolor, poco a poco, empezó a
familiarizarse con él, y no tuvo la menor duda de lo que le ocurría cuando
comenzó a sufrirlo. «Es el alma que me duele», y ese dolor se intensificó
cuando recordó las palabras de su abuelo.
La
lluvia arreciaba y en la carretera de acceso a la puerta principal, los
automóviles aparcaban en el arcén a la espera de que el aguacero perdiera su
fuerza, y que el alcantarillado absorbiera la gran cantidad de agua que
amenazaba con convertirse en una improvisada laguna sobre el asfalto.
A
través de los cristales no podía ver ya el jardín oculto por la densa cortina
que formaba la lluvia. De todas formas no intentaría asomarse a observarlo. Se
sentía relajada, ligera y ocupada en el pasar de las hojas del calendario de su
vida.
Se
detuvo ante una noche de otro mes caluroso. Observó sus dieciséis años que
yacían en las húmedas arenas de la playa. Las olas perezosas acariciaban sus
pies, y la luna con toda su corte de estrellas se posaba sobre las aguas y,
curiosa, contemplaba aquellos dos cuerpos medio desnudos que danzaban
lentamente al compás de una música muda.
—¿Y si
me quedo embarazada?
—No
pasará nada; tranquila. La primera vez no hay peligro.
—No
seas idiota... ¿Es que no lees ni preguntas a tus padres?
—No me
hace falta. Tengo amigos que lo han hecho muchas veces y me lo han explicado.
Relájate y no pienses en nada ni en nadie... Me quitaré a tiempo, te lo
prometo.
Era el
amor de su vida. Ese primer amor que traumatiza, o que por el contrario, te
acompaña durante toda la vida como algo que se recuerda con cariño. Y así lo
recordaba ella: Con cariño. Recordaba cada palabra cantada al oído, cada
caricia realizada por aquellas manos adolescentes e inexpertas recorriendo su
cuerpo, así mismo adolescente e inexperto. Ante sus ojos, aparecía de nuevo
aquel lecho construido con ternura sobre la tibia arena y arropado por la brisa
mediterránea. A su mente acudía el extraño y efímero instante de dolor, tan
extraño como el del alma, pues se sucedía de forma contraria. ¿Cómo era posible
‒se preguntaba entonces tendida sobre la arena‒, que una punzada de dolor
cambiara su vida, y cómo podía hacer caso omiso de él, cuando en realidad
estaba ahí, produciéndole una molestia? Se convenció de que era debido al sentimiento
que experimentaba al ofrecerse al chico que ocupaba todas las horas de sus días
en sus pensamientos. Llegó a la conclusión de que se trataba de un «dolor
indoloro», porque cuando se ofrecía algo por amor no representaba sacrificio
alguno. Aquello no se lo había explicado el abuelo, y quizás de haberlo hecho,
sus padres le hubiesen propinado una buena reprimenda.
Ahora,
recostada sobre la cama analizaba las razones de que aquel amor se
interrumpiera pasados unos pocos meses. «Éramos tan jóvenes, y había tanto que
descubrir en la vida... Una excesiva y mutua entrega llegó a asfixiarnos, y
necesitábamos sentirnos libres para poder volar y beber el agua de los
manantiales».
Y la
niña echó a volar. Y en su vuelo conoció a otras aves. Se hizo amiga de aquella
gaviota que era rechazada por las demás porque no compartía las normas de la
comunidad. Aquella cuyas inquietudes y metas estaban mucho más lejos del
acantilado; cuyo sueño no culminaba en un perfecto vuelo en picado, sino en
otros conceptos que el resto de las gaviotas no entenderían jamás. También se
encontró con las golondrinas que venían de la remota Palmira, donde, según
ellas, las pasiones y las ambiciones de los hombres habían llevado a las ruinas
a naciones poderosas, en las cuales en tiempos pasados florecían grandes
comercios, y en las que hoy, tan sólo quedaban los despojos de sus piedras
sepultados bajo el yugo del olvido. Se posó con las cigüeñas sobre altos
campanarios rodeados de verdes pinares y arroyos de aguas cristalinas. «Has de
tener mucho cuidado con los hilos que atraviesan el cielo ‒le decían‒, muchas
de nuestras familias cada día pierden alguno de sus miembros que quedan
atrapados en esos hilos que producen para los hombres la luz que no proviene
del sol ni de la luna». Y conoció a las majestuosas águilas, dueñas de las
blancas y escarpadas cumbres.
Y había
otras aves... Aquellas que siempre se cruzaban con ella y la observaban.
Aquellos buitres persuasivos e insistentes... Tardó en reconocer la constancia
y la paciencia de que estaban provistos, y cuando lo hizo, se dio cuenta al
instante de que su alma lloraba y el aliento le dolía. Fue en el momento en el
que comprendió que había empezado a depender del Pico tanto como ellos.
Al
principio podía controlarlo pero, poco a poco, se fue apoderando de su mente.
Era su pan, su agua, su sueño, su risa... Y era también su llanto. Nada había
más importante que él. Los buitres le enseñaron cómo usarlo, pero cuando
necesito que le enseñaran a desprenderse de su dependencia, habían volado en
busca de otras almas en vuelo
El
sabor salado de las lágrimas en las comisuras de sus labios la devolvió a la
realidad. La lluvia había cesado, y el sonido de la música daba paso nuevamente
al monótono pitido del monitor que llevaba conectado a su cuerpo. En sus venas
castigadas, la aguja de un gotero se encargaba de proporcionarle lo único que
podía ya pasar por ellas: Gotas de vida.
Recordaba
de nuevo al abuelo e intentaba respirar hondo. Se esforzaba por aspirar la
vida, pero sus pulmones no tenían la fuerza suficiente. El alma le dolía y,
aunque intentaba acariciarla, no podía llegar hasta ella. Por un momento creyó
escuchar el sonido del agua clara de un arroyo.
—No...
no es el agua... más bien son... Sí, así es... son las notas de un adagio que
se oye a lo lejos... pero... la música es... monótona... y, cada vez... más
ráp...i...d...a...
Avisaron
a los padres de la niña que se encontraban en una sala continua esperando
ese momento. Sabían que aquella era la única forma de que se desprendiera del Pico, y del rechazo que producía en la
gente desde que desarrollara el VIH. Mientras tanto, un alma blanca sonreía y
bailaba plácidamente al tiempo que contemplaba aquel cuerpo frágil y pálido
que, una vez desconectado de los cables que lo habían mantenido ligado a la
vida durante los últimos días, yacía risueño y sereno sobre una cama de una
U.C.I cualquiera, de un hospital de una ciudad cualquiera... de un país
cualquiera…
De: Cuentos del Puerto, 1995.
Eran los días en los que muchos jóvenes quedaron enganchados a la heroína, y pagaron con su vida.
Ilustración: Blas; Mujer desorientada, sobre fondo azul
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