En el aire se nota la ausencia del
olor de los jazmines y de los galanes de noche. Los azahares tardarán bastante
en vestir de nuevo los campos, pero las naranjas ya pintan en la huerta. Comienza
la muda de colores en el paisaje, y el aroma de la tierra, esa tierra nuestra, la
de siempre, la que sustenta la vida, parece que nos habla con voz de ayeres.
Ya es otoño y yo cierro los ojos y me
pregunto «Qué estaba haciendo justamente en este día de este mes en aquel año…»
La mayoría de las veces no obtengo respuesta porque la fecha no es relevante,
ni en mi presente ni en mi pasado lejano o reciente. Habré de esperar unas
semanas para recordar un acontecimiento ocurrido en esta nueva muda.
Octubre, noviembre o diciembre qué más
da. Mi cuerpo se prepara para esperar los atardeceres precipitados y los
primeros fríos. Las ventanas permanecen cerradas y las cortinas echadas. Las
voces de los niños en la plaza son solo un murmullo apagado y mi camiseta
deportiva una intrusa que desde una esquina del ropero reclama la atención
perdida.
El rincón de la lectura se ha
despejado. Las tardes invitan al paseo por las páginas y, de vez en cuando, si
llueve, les dedico un tiempo extra. Algo me dice que es tiempo de flores aunque no florezcan los jardines. Intento resistirme
porque es otoño y no tocan flores, sino libros escolares, caminatas bajo el sol
aletargado de la tarde y prisas a la hora de bajar al contenedor del reciclaje
para que las últimas luces del día no me echen de menos cuando se despidan tras
la última montaña.
Pero… ¿quién se resiste a unas flores?
Me arreglo y miro mi reloj por si todavía estoy a tiempo de coger el autobús.
«Si no me entretengo con la brochita ante el espejo, me da tiempo» pienso en
voz alta. Y salgo ligera, cargada con mi bolso grande repleto de cosas
necesarias como los bolis, la agenda, la libreta pequeñita de notas, el móvil,
el monedero, los poemas de mi nuevo contacto de facebook, las llaves…
Ya en la floristería, compraría todas
las flores de la tienda, y todas las copas de cristal tallado, y los centros de
mesa… ¡Está todo tan bonito y expuesto con tan buen gusto! Pero me reprimo
porque no están las cosas para abusos y, además, luego todo son trastos por todas
partes. Compro lo esencial para formar mi ramo y me empleo con ganas en su
confección: A un lado las azucenas, los dos gladiolos sobresaliendo unos
centímetros por encima de los claveles moteados; la rosa roja en el centro,
altanera, que para eso lleva el nombre de las mujeres que tanto me quisieron y
quiero; y la paniculata salpicando todo el conjunto reposado sobre el lecho
verde de hojas de esparraguera.
Ahora, coloco mi ramo en el búcaro,
junto a la cruz. Deposito un beso en mi mano y poso ésta suavemente sobre las
dos fotografías ovaladas de color sepia que presiden la losa, algo por encima
de los nombres y fechas talladas en el granito. Ya no hay cipreses, eso es algo
que pertenece a otros otoños, cuando el nombre del recinto se apellidaba Santo.
No, no hay cipreses y, a veces, por el
aire se extiende un olor, como de ceniza.
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