El aroma de esta primavera recién
estrenada se instala en cada rincón de la casa. Sigiloso se desliza escaleras
arriba hasta colarse por entre las sábanas -todavía afelpadas- y acomodarse en
el lecho ocupado por las últimas escenas ensoñadas.
Tan pronto se echan los pies al suelo
se adivinan los rayos del sol que, tímidamente, buscan su lugar en la terraza,
junto a los rosales y el galán de noche. Ahí permanecerán hasta bien entrada la
tarde, cuando, con la misma timidez, se despidan y vayan en busca de las altas
cumbres de la sierra por donde comenzar su lenta escapada.
Yo, puesta en pie, ya avanzo hacia mi
quehacer diario. Las habitaciones todavía duermen y procuro no importunarlas.
Lo haré más tarde, cuando la mesa esté puesta con los desayunos y el primer
noticiario de la mañana me salude desde la pequeña pantalla. Hoy no habrá
clase, ni mañana tampoco. Son las vacaciones de Semana Santa y los colegios
descansan por unos días. En las calles se nota. No hay prisas ni largas colas
en el turno de la panadería. En las ciudades costeras se preparan para recibir
a los turistas de interior y en las de interior para recibir a los de la costa.
Así andamos… Los que hemos nacido a pie de playa esperamos estos días de asueto
para poder disfrutar de la tranquilidad de la montaña. Para ese fin disponemos
de magníficas casas rurales en las que poder descansar a la llegada de la
tarde, cuando cansados de recorrer alguna de las rutas de senderismo nos
dejemos caer exhaustos, pero satisfechos, sobre la cama, dispuestos al momento
para ese baño relajante que nos anticipa la cena en el porche o, tal vez, si la
temperatura lo aconseja, junto al fuego de leña degustando quizá unas sabrosas
chuletas con sabor a monte.
Distinto será para quienes en busca
del mar se hayan acercado hasta la costa. Algunos, previo pago de un módico
alquiler pactado con la inmobiliaria de turno, se deleitarán avistando desde su
mirador en uno de los pisos superiores la magnificencia de un mar en calma, invadido si la casualidad lo permite por algún coqueto velero traviesamente
escabullido de su amarre en el puerto. Algunas familias, compuestas por lo
general de cuatro o cinco miembros, llegarán hasta estos apartamentos a pie de
playa con sus invitados a cuestas, contribuyendo eso sí, a sufragar una parte
del arriendo. Total… por el mismo precio donde cabe una familia igualmente
caben dos. No importa acabar durmiendo en colchonetas en el suelo o
aprovechando al máximo los poco más de cincuenta metros cuadrados del inmueble,
colocando sofás cama allí donde antes había una mesita graciosa con su mantel
de crepé y su ramillete de flores secas. Es el turismo de playa, el que
abarrota las terrazas y los mercados de fin de semana.
Yo, sin embargo, al igual que muchos de
mis vecinos, permanezco en el lugar de siempre; de nuevo escucho los ecos de
los tambores turolenses, esos que nos indican que existen pueblos que se dejan
ver una vez al año y poco más. Si el tiempo lo hace bueno, cuando llegue la
tarde, me acercaré hasta la huerta
vecina y tomaré asiento al pie de un frondoso naranjero, respiraré sus aromas y
entornaré los ojos satisfecha. Esperaré a que llegue el ocaso y volveré a casa
con paso tranquilo, deleitándome con los últimos rayos del sol y recordando
antiguas semanas de pascua, cuando, llegado el domingo de Resurrección, los
colores invadían de nuevo las calles y la música se podía escuchar otra vez a
través de las ventanas entreabiertas de las casas. Los días de duelo habían
pasado y la carne volvía, aunque tímidamente en los hogares más humildes, a
formar parte de los ingredientes del sustento habitual, dejando el bacalao y
los potajes de legumbres para otras ocasiones de ayuno religioso.
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