La muerte tiene su propio rostro. Manuel Vilas también lo
cree. Lo viene a describir en su libro ORDESA.
Yo también lo creo. Su rostro comienza a asomarse por los pies. Es donde
primero se adivina su presencia. Los dedos se vuelven extraños, como los de los
muñecos de cera. La transformación va elevándose hacia los tendones, tobillos,
pantorrillas… Y hasta parece que las rodillas sonríen.
Yo lo recuerdo. Recuerdo el rostro de la muerte desde este
momento que es instante de vida. Hay vida en el silencio del parque, a pesar
del ladrido lastimero de un perrillo que intuyo todavía cachorro recién nacido.
Llora, desconsolado. Tal vez lo han dejado encerrado en la terraza y reclama la
compañía de su dueño.
Vida y muerte… tan similares, tan distintas. Tan en silencio
la una, tan bulliciosa la otra. Tan ansiada y acompañada la primera, tan temida
y solitaria la segunda. Tan propias e indisolubles ambas.
El cachorro no calla y yo sigo recordando el rostro de mi
última muerte. Esa a la que asistí durante horas. La vi muy de cerca. Apenas le
dije nada. No quería importunarla. Venía con sus mejores galas. La presa era
sabrosa: tenía piel de poeta y manos de artista. Y tenía ojos de niño sumiso.
Sí, era una buena presa para una muerte que llegaba vestida
de domingo, y que poco a poco fue poseyendo aquel cuerpo cada vez más inerte y
más vacío. A medida que ascendía hasta completar el recorrido de aquellas
piernas, carentes ya de musculatura desde hacía semanas, se sentía más bella,
casi sensual. Ambas nos mirábamos. Me robaba algo que yo
consideraba mío, de una propiedad extraña. No obstante, yo la dejaba hacer. No
oponía resistencia. Ella me sonreía desde aquel cuerpo que ya no emitía sonido
alguno. Un cuerpo que tal vez estaba ya en paz con la vida y consigo mismo y
que se abrazaba a aquella presencia que dejaba un olor que no me era
desconocido por completo. Porque… ella, la muerte, avisa a través de su
perfume, lo expande por las paredes de la sala. Se sabe ganadora en la batalla
y se siente hermosa y arrogante.
Desde que poseyera los dedos de aquellos pies ulcerados yo
también sabía de su próxima victoria. Me sonreía desde los pómulos hundidos en
aquella cara que ya no se pertenecía a sí misma. Desde los pies se había ido
arrastrando, succionando a través de las venas, de las fibras, de la piel
misma… ya apenas quedaba un leve asomo de aquella ajetreada vida. Ya todo era aquel olor extraño en su último ascenso hasta el arco occipital y las primeras líneas de unas
sienes ya prescritas. Un olor que permaneció unos instantes suspendido en la sala.
Y la muerte, con su vestido de domingo y su rostro altanero,
se elevó y me dejó allí sola, sollozando sobre aquel cuerpo que había quedado
desposeído de alguna substancia que aún hoy no sabría definir. Ignoro qué es lo
que arrastró tras ella en aquel transitar por el cuerpo agonizante. Lo que
quiera que fuere, se lo llevó todo. Lo absorbió por completo dejando algo muy
frío en su lugar.
Comprendí que ya la muerte no me miraba, que se había ido
llevándose a su preciada presa mientras yo observaba el caparazón abandonado
que ya no pertenecía a nadie. Ni siquiera a sí mismo.
Sí, la muerte tiene rostro y también un olor propio. Avisa
cuando llega sin haber sido invitada. Tiene mucho poder la muerte. Llega y se
instala a su antojo, y toma aquello a por lo que viene. Nada la detiene.
Consigue su presa y se la lleva entre las garras. Después desaparece dejando la
sala a oscuras, la plaza inmersa en la rutina y en el silencio de la mañana, un
silencio apenas quebrantado por el ladrido lastimero de un pequeño cachorro
abandonado en la terraza.
Imagen:Máscara - Blas Estal,
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