martes, 27 de noviembre de 2012

El abuelo


 
 
Sueña el abuelo que juega con las manos de sus nietos y las siente delicadas como plumas en el viento.
Mira al pequeño a los ojos y en ellos vislumbra al hijo que agoniza de dolor.
Siente que el tiempo se acaba y que no verá crecer esas manos delicadas que en sueños acariciaba.
Sus ojos miran muy lejos intentando no ver nada. Sabe que ha de partir hacia su última morada y piensa en aquellas manos pequeñas y delicadas.
Manos que no besará porque hay una gran distancia. Distancia que se agrandó cuando se elevó su alma.
 
Hoy, sin embargo, el abuelo, desde una estrella muy alta, sonríe al ver a sus nietos cuando miran hacia el cielo.
Las manos se han hecho grandes, y en el pecho de aquel hijo que sufría agonizante  late un nuevo corazón que se enfrentó con la muerte para poder ver crecer a aquellos niños distantes.


Unas letras viejas.
Ilustración: Marina R. Soler
 
 
 
 

jueves, 15 de noviembre de 2012

Las Hilanderas


 

 
 


La tarde era lluviosa y yo observaba con mi pequeña y chatuza nariz pegada al cristal de la ventana de la cocina, cómo las gotas de lluvia se estrellaban violentamente contra los pequeños charcos que se habían producido en los desniveles del suelo de cemento del pequeño patio, incrementando su deterioro

Desde detrás me llegaba el suave calorcito desprendido por la cocina de carbón, ante la que mi madre permanecía agachada mientras abría la pequeña puerta del horno y procedía a sacar unos suculentos boniatos.

No estábamos solas en la cocina; nos acompañaban dos de las vecinas a las que el roce y la familiaridad de aquellos días habían ascendido a la categoría de «tías».

El silencio era absoluto entre aquellas paredes pintadas de humedad, en cuya parte superior aún mostraban los colores de la última mano de pintura aplicada en la primavera anterior.

Cansada de contemplar los borbotones de la lluvia decidí dirigir mi aburrimiento hacia la lámpara del techo. Mi padre había cambiado la bombilla esa misma mañana y, para mi deleite, cambió también el papel de celofán que la cubría a modo de pantalla; ahora era de un rosa fuerte que se extendía como largos dedos por la superficie blancuzca sobre nuestras cabezas.

Mi madre y mis dos «tías» seguían en su mutismo pero sus manos no paraban quietas. Alrededor de la mesa donde unas horas antes habíamos dado buena cuenta de unas lentejas viudas, mi madre se esmeraba en deshacer un viejo jersey cuya lana ovillaba abrazando los cuatro dedos de su mano izquierda, y que ya había alcanzado el tamaño de una pequeña pelota. Yo sabía que, en breve, cortaría la lana con sus propios dientes dando por finalizada esta bola y comenzando una nueva; esta, tal vez, con las mangas de la vieja prenda de color azul marino que hasta hacía unos meses había resguardado del frío a mi hermano mayor.

Una de las tías se entregaba a la misma tarea pero, a diferencia del jersey que deshacía mi madre, el de ella era rojo apagado, quizá descolorido. La otra tía-vecina no ovillaba la materia deshecha, sino que descosía un tercer jersey, este de color blanco, cuyas mangas habían sido ya desprendidas del cuerpo del mismo.

Desde mi rincón yo observaba su quehacer silencioso cuando un estremecimiento recorrió mi pequeño cuerpo al ver a las tres mujeres echar mano de sus pañuelos mientras entraban en un colectivo llanto.

Pude escuchar entonces la voz sobrehumana que vomitaba la radio de madera apoyada en una balda adosada a la pared: Ama Rosa se despedía hasta la tarde siguiente. Por suerte para mí, el Negrito del África Tropical vino en mi auxilio y me hizo ser consciente de que no ocurría nada grave.

Mi madre y mis tías se sonaron sus respectivas narices, se repartieron los boniatos y, guardando cada una sus deshechos y pelotas en un pequeño canastillo de mimbre, se despidieron hasta el día siguiente.

Yo me dirigí de nuevo hacia la ventana, pegué mi pequeña nariz al cristal y comprobé decepcionada que había dejado de llover, mientras, inconscientemente, estiraba las mangas de mi jersey de rayitas blancas y azules intentando cubrir mis manos hasta las puntas de los dedeos.
 
 
 
De: Episodios cotidianos y unos versos espontáneos - «Cuentos de otoño»
Ilustración: Blas Estal

 

domingo, 11 de noviembre de 2012

La primera caja de pinturas




 
Con la calidez de un sol de noviembre y la suavidad fonética de Enya difuminándose por el salón… Así, en completa comunión con una paz olvidada, observo por mi ventana a los niños en la plaza.

Son muy pequeños, tanto que tienen que ser ayudados por sus padres —o abuelos— para poder deslizarse en el tobogán recién instalado por el Consistorio.

¿Recuerdas cuando, de niño, pintabas tu propia plaza? Yo te observaba en silencio. Contemplaba los colores en el interior de aquellos diminutos tarros de cristal. Me fascinaba la imagen de aquellas pinturas acomodadas en la que entonces me parecía la más hermosa de las cajas de madera pulida que jamás hubiera visto.

Aquel día también tenía paz, y de igual forma, la música se difuminaba por toda la casa, pero no era Enya, ¡qué va…! Era la voz de nuestra madre que limpiaba el suelo arrodillada mientras cantaba Torre de Arena de Marifé de Triana, y que en mi imaginación me transportaba a un castillo diferente al de mis cuentos de príncipes azules y princesas perfectas.

A veces, lo que más llamaba la atención de mi curiosa mirada no eran los colores de tus dibujos, sino todo lo contrario: su ausencia de colorido. Sucedía cuando con un carboncillo entre tus dedos de menuda complexión, dabas forma creando de la nada en el grueso y blanco mate de aquella rectangular página, a unos fornidos personajes que los maestros italianos legaron a nuestra Historia para ser reproducidos por la avidez de los genios venideros. Otras veces, te olvidabas de aquellos grandes de la Historia y te recreabas en los elementos más contemporáneos, regalándome el deleite de contemplar a tu héroe: «El Capitán Trueno».

¡Qué no daría yo hoy por acariciar entre mis manos uno de aquellos cuadernos de dibujo de tu infancia! Por suerte, tengo la satisfacción de ver que todavía alguien conserva varios de aquellos dibujos enmarcados en una habitación, no muy lejos de mi casa. Alguien que compartía mi curiosidad y que, unos años mayor que nosotros, supo valorar ya entonces aquella destreza tuya para el arte.
 
 
De: Al pie de La Calderona
Fotografía: Ismael Murria