sábado, 23 de octubre de 2021

Poemas y unos apuntes

 





Como muchos de vosotros sabéis, durante los dos o tres últimos años he venido compartiendo mis Notas de Uba. Hoy ese libro ya está  finalizado y pasado por registro.

Las notas de Uba se compone de tres cuadernillos de poemas: Apuntes y unos poemas, Mujeres y Las notas de Uba, que da título al libro.

De momento, y al igual que hice con la última novela CASETAS, este libro no va a pasar por editorial y lo voy a compartir directamente en pdf para que quien lo desee pueda descargarlo y leerlo.

Sé que a muchos de vosotros y vosotras os cuesta leer en digital, o quizá no es de vuestro agrado, pero de esta forma puedo llegar a otros lugares de nuestro país y también un poquito más allá.

Hoy, y coincidiendo con el Día de las escritoras, os comparto el primero de esos cuadernillos que forman LAS NOTAS DE UBA- Apuntes y unos poemas. En un par de semanas, el resto.

Ya sabéis que en la cabecera del blog tenéis a vuestro alcance los enlaces a otros libros, y que Episodios Cotidianos lo podéis pedir directamente a Ondina ediciones, así como La libreta amarilla a la editorial Ole Libros. En ambas editoriales os los harán llegar sin ningún problema. En cuanto a los gatos de Santa Felicitas, contactad conmigo a través este blog o de la pág. Facebook del libro.

Un saludo y un abrazo grandote.

Arriba en la cabecera, el enlace Las notas de Uba-Apuntes y unos poemas














martes, 12 de octubre de 2021

CANFRANC 2021

 




 […] Con las últimas horas del estío, el peregrino, rezagado en su caminar sereno, se detiene en El Ayerbe y adivina a Dios en el paisaje. Pero el tiempo apremia. La hojarasca comienza a tapizar el suelo con un manto dorado y el caminante debe seguir su ruta por la vía antes de que las primeras nieves cubran las señales del camino. Contempla por última vez a la dama ferroviaria, preciosa arquitectura erigida en los primeros años del último siglo, amplia, majestuosa… y humillada; con historias de vida y muerte tras sus deterioradas paredes. El andén próximo al actual paseo urbano y la oscuridad del viejo túnel, le recuerdan que hubo un día, no hace mucho, en que los pasajeros continuaban viaje arriba, hacia la otra orilla. Para muchos era un viaje sin retorno. Una historia que en ocasiones se aprecia en el aire pirenaico, cuando, cerrando los ojos, aún se alcanza a contemplar las imágenes de hombres y mujeres atravesando la frontera, con sus maletas de tosca madera repletas de sueños rotos y de versos de despedida ocultos entre los pliegues de sus escasas pertenencias: son los supervivientes de una España rota que se desangra, pero esa… es otra historia.

 

La primera vez que estuve en este entorno privilegiado fue hace casi treinta años. Era agosto del año 1992 y España entera estaba volcada ese verano en la Expo de Sevilla. Nosotros no. Nosotros queríamos montaña. Montaña, ríos, cielos azules, silencio… y magia.

Unos años más tarde, con mis hijos ya adolescentes, volvimos al Alto Aragón, a sus valles, a sus tonalidades verdes y azules y, cómo no, de nuevo a la magia de la vieja estación.

El encanto nunca se rompió y después, ya solos, con los hijos fuera del nido,  en el verano del año 2010 volvimos. Esta vez una escapada de tres días, únicamente para visitar el entorno de la estación y realizar, dentro de nuestras capacidades físicas, dos rutas de senderismo.  Previamente a nuestro viaje el Paseo de los melancólicos me había cautivado desde la pantalla de mi monitor por un power point. La imagen fue tomada en otoño, embelleciendo aún más el paisaje y aumentando mis deseos de pisar aquellas pistas y senderos.

No pudimos ir en otoño, pero no perdimos la ocasión de visitar aquel paseo. No había ocres ni dorados, pero sí una maravilla de tonalidades verdes. A nuestro regreso comencé a escribir lo que más tarde sería mi cuaderno de viajes: experiencias que ya quedarían reflejadas desde unos meses más tarde en este blog. Una de las primeras entradas de ese cuaderno fue precisamente CANFRANC -La dama ferroviaria-, cuyas líneas finales transcribo al principio de estos apuntes.

Valles, lagos, cimas… y la magia de la estación y del túnel de Somport. De todo se impregnaron mis ojos. Todo se quedó ahí, dentro de mí, en algún rinconcito que no acierto a definir. Teníamos que volver. Y volvimos.

Han pasado once años, algunas ausencias y también la llegada de nuevas y escandalosas risas. Igualmente se han adquirido más canas, algunas arruguitas en el rostro y un caminar más lento y reposado, tal vez por el peso de esos once años, o quizá por el deseo de andar el camino sin prisas, fijando la mirada en cada detalle. Y mientras lo recorríamos nos sorprendió también la pandemia que paralizó todos nuestros proyectos. Un año en el que nos dio tiempo a reflexionar y también, ¿por qué no? a reinventarnos.

Sea como fuere, hemos llegado hasta aquí, con salud y con fuerzas renovadas. Y de nuevo en el coche nos asomamos hasta las primeras cumbres pirenaicas. El viaje es muy relajado, con nuestra música, la de siempre, y también con aquella otra de aparición más reciente a la que nos hemos ido acostumbrando.

Los picos más cercanos parecen sonreírnos. Los túneles... Una vieja canción, italiana, y la cámara dispuesta a captar el detalle. Comienza la magia.

Casi sin darnos cuenta llegamos a Canfranc. Pasamos de largo la silueta de la estación y vamos hasta nuestro alojamiento. Nos desembarazamos de la bolsa de viaje y nos dirigimos al Aragón y a la estación. Ardo en deseos de ponerme de nuevo frente a ella, y de quedarme muy quieta contemplándola. Una primera visión me decepciona. Las obras de rehabilitación no han concluido y me encuentro con el vallado que impide el posado perfecto. Los hombres aún están trabajando y el ruido de las obras es molesto. No importa. Dirijo el objetivo a lo largo de la fachada y me permito el saludo, primero solemne, en silencio: «Qué ganas tenía de ti», le digo en un susurro como si pudiera alcanzarla a través de las casetas de las herramientas de los operarios. Después miro satisfecha a la cámara, la uve de la victoria en alto, y me dejo fotografiar, después de muchos años, con la gran dama ferroviaria a mi espalda.

 

Madrugamos. Tenemos que ir a comprar pan y algo de fiambre para los bocadillos. Nuestra ruta será de unas seis horas. Al igual que hace once años, emprendemos la marcha a las diez de la mañana, desde el punto de partida de la ruta junto al túnel. Los primeros pasos sobre el suelo del Paseo de los melancólicos me seducen como si fuera la primera vez que lo veo. Comienza el ascenso hasta La casita blanca, antiguo vivero que permanece como lo recordaba. Y vuelta a caminar… hasta el primer mirador de San Epifanio, y luego hasta el segundo, y hasta el tercero.

Todo es silencio, todo es un conglomerado de ramas, raíces…, naturaleza en su estado más puro. El aire que entra en mis pulmones me recuerda que hace apenas un año no podía subir las escaleras de casa sin detenerme en el primer tramo y descansar. Me embarga la sensación de libertad a medida que ascendemos, y pienso, ahora ya con angustia, en los meses de confinamiento y las posteriores restricciones sociales. Vivo esos pensamientos como si obedecieran a una pesadilla. No lo fue, llevo el testimonio de esa realidad asido a mi muñeca a modo de pulsera. La mascarilla no me abandona en ningún momento, aunque ahora es innecesaria porque todo el entorno es para nosotros. No hay nadie más. No obstante, por unos instantes revivo la incertidumbre, la idea del «¿qué pasará?», y eso me hace disfrutar más, si cabe, de este momento actual.

No es cuestión de mirar atrás en el tiempo, tampoco en nuestro trayecto. Hace ya rato que dejamos de divisar la estación. Estamos a mucha altura y mi vista está puesta, como siempre, en la persona que me precede en el camino y que me indica dónde he de poner los pies para sentirme más segura y no resbalar. El precipicio está muy cerca, no es cuestión de despistarse. Sigo sus indicaciones… y lo sigo a él. Y acierto a verlo como la primera vez que vinimos. ¿Ha cambiado mucho? Un poco sí. ¿Le cuesta más subir que entonces? Apenas se le ve cansado. Le digo que se detenga, quiero hacerle una foto en el sendero. Se gira, me mira y ambos sonreímos.

Nos encontramos ya en La casa de la Cueva. Aquí paramos a comer. Las rocas nos sirven de apoyo. Vuelvo a tomar fotos, como hace once años, pero en esta ocasión no hay glaciar alguno en los picos de enfrente.

Curiosamente no me encuentro cansada. Quisiera subir hasta La caseta del vasco. Son apenas veinte minutos más de caminata. Sé que puedo hacerlo. No llegar hasta ella es como si me faltara algo en la ruta, como fallarme a mí misma. Pero nos detenemos aquí. El camino se hace más difícil y mi equilibrio puede jugarme una mala pasada. He hecho todo el trayecto respirando a buen ritmo, sin fatigarme, y estoy completamente segura de poder llegar arriba. Pero mejor no arriesgarme. Estoy satisfecha con la ruta y con mi capacidad pulmonar. Ahora queda desandar el recorrido. El descenso siempre me preocupa más. Mis botas se agarran bien al terreno, pero hay mucha altura y en algunos tramos poco espacio entre las paredes de la montaña y el precipicio. He de mirar muy bien dónde y cómo colocar los pies. Hay raíces a ras de tierra que tan apenas se ven.

 

Alrededor de las cuatro de la tarde llegamos de nuevo a La casita blanca. Nos tomamos un tiempo de descanso para recuperar fuerzas y disfrutar de la que posiblemente sea nuestra última visita al lugar. Más fotos, más recuerdos y más notas para redactar cuando llegue a casa.

Caminamos despacio hacia Los melancólicos. Hablamos poco, pero nos miramos mucho y sonreímos. El paseo nos atrapa, nos envuelve…, y yo me dejo llevar por la imaginación: Quiero pensarlo vestido de otoño.

 



martes, 7 de septiembre de 2021

El nuevo cuaderno

 


Dicen que el canto de las cigarras es premonitorio de un aumento del calor. Yo las oigo desde la habitación donde intento escribir algo. Su sonido es muy intenso y se mezcla con la música de Cortázar con la que amenizo hoy la escritura. Ambos, Cortázar y cigarras, me distraen. Me relajan tanto que soy incapaz de obtener un pensamiento ajeno, una escena, una imagen…

Hace muchos meses que no escribo. Sufro lo que algunos llaman «fatiga pandémica». El monitor guarda silencio, el nuevo cuaderno de notas permanece intacto, con sus hojas recicladas a la espera de que deslice por ellas la pluma. Todos los días lo acaricio y pienso en las manos que me lo regalaron, quizá con la esperanza de que volviera a mis versos. Ahora también lo estoy mirando: su tapa dura y artesanal, los elementos marinos que me hacen recordar mis orígenes.

Sí… mi piel porteña se estimula cuando visualizo desde la distancia las calles de mi infancia, la orilla de mi playa, las gentes del mercado y, sobre todo, cuando recuerdo su aroma de antaño, esa mezcla de baladres y salitre. Es un olor que impregna el recuerdo y que me aporta mucha paz.

Las cigarras enmudecen y solo el piano de Cortázar se escucha en la estancia. La luz del móvil me avisa de que tengo un mensaje nuevo. El ayuntamiento del municipio que acoge mis días y mis impuestos me avisa de que el autobús de Bankia ha llegado al parquin de la entrada del pueblo. Hace mucho tiempo que no tenemos oficina. Tampoco servicio de transporte público, ni pediatra en el consultorio médico…

Es como si la vida, poco a poco, se fuera desactivando y yo no hallara acomodo en esta etapa de aislamiento.

Tal vez, solo tal vez, es porque mi piel porteña tira de mí mientras escucho la música y veo por el rabillo del ojo, cómo el nuevo cuaderno de notas me hace un guiño desde el atril, donde los folios del nuevo libro permanecen en la carpeta a la espera de que les dé la luz primera.

jueves, 1 de julio de 2021

La cajita de ganchitos

 

 

El verano ha entrado de nuevo. Como de costumbre, me he levantado temprano. Recojo la casa: quito el mantel de la mesa, guardo lo del lavavajillas de la pasada noche, paso la mopa por el suelo…

El sol todavía no pega fuerte en las terrazas y se está fresquito. Afuera, en la calle, los operarios del Ayuntamiento recortan el seto que rodea la plaza. El olor de las florecillas blancas se mezcla con el de las que se desprenden del ramaje de los árboles, y se expande a través de las ventanas medio abiertas de la casa. Si hago caso omiso del ruido de la sierra mecánica y me centro solo en los aromas y en la escena del patio, me invade una inmensa sensación de paz.

Ella está ahí, con sus cajas de hilos y lanas de colores, sentada junto a los geranios y la verdolaga que, desde que salió el sol, comenzó a abrir sus flores de distintas tonalidades. Enfrente, al otro lado del patio, el espliego y el incienso que ha ido conservando saneando ramas, podando y formando nuevas macetas desde que lo trajera de su antigua casa, hace ya más de catorce años; y esa otra planta navideña que se empeña en cuidar, esperando a que sus hojas se vuelvan a tornar de ese color rojizo del momento de su adquisición.

Sus dedos todavía se muestran ágiles, como en sus mejores años, pero las venas azuladas, como afluentes de un río principal en el dorso de las manos, me muestran la realidad del paso del tiempo.

Teje y escucha, en lo que ella cree que es una radio, la conferencia sobre Riego que hace unos días guardé desde la página del Instituto Cervantes en la memoria del Ipad.

Por un momento levanta la mirada de la labor y dice en voz alta, como si hablara al viento: «Las Cortes de Cádiz», y vuelve a su labor que da por finalizada.

Aún no me he repuesto de la sorpresa ante su comentario cuando, satisfecha, me muestra el trabajo de ganchillo. Se trata de una cestita con forma de búho. En realidad, no me la muestra a mí porque no me sabe cerca.

«Esta es para mi hija, para que guarde en ella los ganchitos del pelo», dice a un interlocutor que no adivino.


Ajena a mi presencia no sabe que la observo y la escucho, mientras preparo la comida en la cocina. Tampoco sabe que dejé de usar ganchitos para el pelo hace ya muchos, muchos años.

 

jueves, 14 de enero de 2021

Nostalgia

 




A veces la nostalgia me da fuertes dentelladas. Yo las resisto contemplando la paz que al otro lado de la ventana me saluda cada mañana. Los árboles se me muestran desnudos y la goma espuma del suelo del parque infantil amanece con un fino lienzo de hielo desde hace varios días.

A lo lejos adivino mi Puerto, con sus largas avenidas, sus gentes y sus bulevares. Conozco los rostros de las gentes que caminan deprisa a sus quehaceres, las entradas del colegio Mediterráneo a estas horas primeras de unos días tan fríos como inciertos; los gestos de los niños y niñas tan de siempre, como si las circunstancias no les afectaran.

Es ahí, a las puertas de ese colegio, donde la dentellada penetra con más fuerza...Y descorro los visillos para contemplar de nuevo las ramas desnudas del árbol, y el suelo helado del parque, a través de la ventana.


Imagen: Plaza Picasso (Antigua plaza Victoria) - Puerto de Sagunto