miércoles, 3 de junio de 2020

ABRIL 2020





“Ese vaso, enjuágalo y a su sitio”

Es la voz de mi madre. Cada día, varías  veces, la oigo de nuevo, como si todavía estuviera aquí, en mi cocina que adivino como la suya.

Pero no estoy en su cocina. Tampoco estoy en su casa, ni en su calle. Ni siquiera estoy en nuestro municipio. Lo abandoné hace algo más de trece años y cada vez lo siento más lejano, más extraño.

Estoy viviendo el tiempo incierto del confinamiento. A veces tengo miedo. No tanto a la muerte como al dolor que produciré en aquellos que más me quieren. Es su dolor lo que me aterra. Dicen que soy individua en situación de riesgo, o algo parecido. Debe de ser por mis continuas bronquitis. La última la padecí hace apenas tres meses, justo cuando comenzó la pandemia. Me duró más que la anterior. Cada vez dura más y la recuperación es más lenta. Aún no me había recuperado del todo cuando me recluí en casa. Ahora ya estoy tan acostumbrada a no salir a la calle que es como si nunca hubiera salido. No la echo de menos en absoluto.

Es una sensación extraña. No he visto televisión en todo este tiempo. Tampoco he leído un solo libro ni he escrito poemas ni apuntes. Bueno, en realidad sí que he escrito algo, pero nada que estuviera relacionado con mi experiencia del momento. No deseaba regocijarme en mi incertidumbre, mi pena o mi rabia. Me limité a ser testigo de la incertidumbre, la pena y la rabia de los demás.

En mi casa hay mucho ruido de niños, de vajilla, de todo aquello que dota de vida a una casa. No estoy sola en mi confinamiento y no tengo momentos de silencio que permitan centrarme en algo que requiera más de cinco minutos de atención. Cuando he necesitado intimidad me he encerrado en mi habitación, más que por huir del trajín por no aislarme de mí misma. Necesito estar a solas conmigo y hablarme, escucharme, poner mi propia voz a mis miedos, a mis silencios y a mis reproches, a la indignación y a la impotencia que a veces me supera...

Esa voz, ese tono y esa forma de decir que cada vez más se confunden con esa otra voz, ese otro tono y esa otra forma de decir que oigo tras de mí cuando, al volver a la cocina y encontrarme un vaso sobre el banco de granito me ordena: “Ese vaso, enjuágalo y a su sitio”




Desescalada







Nunca pensé que se me pudiera robar la primavera. El olor de los azahares y de las madreselvas…

Me los robó la pandemia. Llegó con todas sus consecuencias: emocionales, trágicas, sociales y económicas.

Me dejó el vacío y me dejó el miedo. Y se llevó de mi lado, junto con los aromas, el verso y los poetas.

Me quedé sin poder disfrutar de los clásicos, y sin la mirada limpia de aquel a quien tanto quiero, conformándome solo con su sonrisa de ángel a través de videoconferencias.

Ahora nos está dando una tregua. Podemos salir a dar paseos, y también a ver a la familia y amigos. Y podemos, también, saborear una cerveza fresca en la terraza de un bar.

No sabemos por cuánto tiempo. Pero aquí seguimos quienes no sucumbimos al drama.

Las mascarillas son molestas. Sobre todo, si se tienen que llevar durante la jornada laboral. Y molesto es, así mismo, comprobar que el esfuerzo de muchos se ve pisoteado por la irresponsabilidad de unos pocos, los suficientes para contagiar en la medida del tres por uno.

Desde el principio me negué a sacar rédito literario —si se puede llamar así— a este tiempo extraño.

No hubo poemas, por mi parte, que mostraran mi forma de vivirlo.
No quise dibujar mis miedos, ni quise transmitirlos a quienes estaban confinados conmigo.

Apenas vi noticias y me negué rotundamente a ver las imágenes que unos y otros hacían circular acerca de los féretros y culpas varias.

No me interesaban las estadísticas de los fallecidos y contagiados, sino las de los curados y dados de alta.

Leí todo lo que pude cuando pude, y lo hice en voz alta. Y luego regalé mi voz a quienes quisieron escucharla a través del grupo de Whatsapp.

Hoy, sin embargo, cuando la tregua nos da un respiro, cuando el orden vuelve a mi hogar y vuelvo a refugiarme en los poetas, cada vez que bajo a mi garaje no puedo evitar vivir de nuevo la pesadilla.

Porque allí me refugiaba, con la excusa de ir a coger algo.

Allí había silencio y estaba oscuro.

Y en esa oscuridad y ese silencio vislumbro ahora la pesadilla. Mis propios miedos y posibles despedidas.

Nada contaba a los de arriba.

Tampoco a las primas que esperaban mis lecturas en voz alta a cada tarde.

Me comí mis temores y con ellos vestí mis risas para mis nietos.

Me disfracé de lo que el momento y el cuento exigía, si de mariquita o de pirata.

Pinté mis labios y puse máscara a mis pestañas. Y canté y conté mil cuentos con aquellos disfraces. Y capté imágenes en la terraza y en el patio.

En las demás casas había mucho silencio. En la mía gritos y golpes en las puertas que se cerraban para que los niños no estorbaran. Con los niños ya se sabe…

Hoy, con la desescalada, tan temida como ansiada, mi casa ha recobrado el silencio de otras horas.

La paz y los versos detenidos en el estante vuelven a mi sala. Lorca ocupa de nuevo mis desayunos, y la tertulia con las primas ha cambiado de hora y la llevamos a cabo durante las primeras horas de la mañana.

Con ellas converso sobre los paseos matinales, los olores del césped recién cortado, los de los azahares y los de las sales que arrastran las burbujas de las olas al llegar a nuestra querida playa.

Y juntas nos lamentamos por ese estallido de primavera robado.

Una primavera extraordinaria de la que sí han disfrutado, como hace años que no lo hacían, las aves migratorias, los insectos y animalillos de bosques y jardines… y aquellas especies tan amenazadas a diario por nosotros, quienes nos hacemos llamar racionales humanos.

Una primavera tan extraña, en la que nosotros fuimos los inquilinos de las jaulas.

Tal vez todo ha sido un aviso más de la naturaleza a la que tanto desoímos y pisoteamos a diario.

Quién sabe, quién me ha robado, en realidad, la última primavera.


Quién sabe…