domingo, 29 de marzo de 2015

Tercer aniversario blog.

 
 
 
Hoy es el tercer aniversario de De Fragua y Yunque. En su presentación os decía que:  
 
«De fragua y yunque es el título de mi primer poemario. Elegía que evoca una fragua con su yunque, inicio de una forma, sustento de unas vidas y génesis de este blog.

De fragua y yunque irá nutriéndose poco a poco con entradas correspondientes a diferentes textos, reflexiones y comentarios que sobre lo cotidiano vayan surgiendo. Todo ello amenizado con bellas imágenes de la obra de diversos artistas, muy especialmente de Blas Estal»

Durante estos tres años he ido introduciendo novedades en el contenido del blog, incluyendo las secciones de entrevistas, reseñas de mis propias lecturas en otros blogs y artículos relacionados con lugares interesantes por los que he pasado o imaginado.
 
Las visitas recibidas hasta el día de hoy han excedido a mis expectativas, y no han sido pocas las amistades que, a través de las entradas, han ido engrosando mi listado de contactos en la red.  Por todo ello, es mi deseo daros las gracias a todos vosotros, queridos lectores, por estar ahí, tanto a los que me seguís públicamente, como a los que lo hacéis en silencio pero de forma habitual.
 
Seguiré saludándoos y compartiendo con vosotros mis letras que, como sabéis, suelo acompañar con bellas imágenes. Prueba de ello es esta bella rosa, una de tantas trazadas con mimo por la destreza artística de mi querido hermano. Con ella deseo hoy expresaros mi gratitud.

De Fragua y Yunque. 

miércoles, 25 de marzo de 2015

Ahora «que hace bueno»



 
Los Pinos



Ya pasaron los rigores del invierno. La primavera, a cámara lenta, se despereza y da libertad a las flores para que abran sus pétalos y esparzan sus aromas por el aire. Apetece salir a la calle y dar largos paseos; ya sea por la arena de la playa, por el ocre de la tierra en el monte o por las aceras de la ciudad disfrutando de los escaparates que mudan sus decorados y maniquís.

A mí se me ocurre, a veces, con este tiempo tan estupendo del que disfrutamos en nuestra tierra, cubrir mi cabeza con el casco de la moto, ponerme ropa cómoda y dejarme llevar por el motorista rodando asfalto a través de la vieja carretera, vínculo de pueblos, de gentes, de amores y desamores…

El trayecto escogido en esta ocasión discurre paralelo a la autovía Múdéjar que nos acerca hasta la vecina Aragón. A pesar de la gran cilindrada circulamos despacio. Nos gusta sentir, a través del visor levantado, los aromas y colores del paisaje. Primero un pueblo, después otro. En cada uno de ellos se observa la vida en sus plazas, en sus huertas… Las mujeres nos miran pasar mientras charlan en la puerta de la panadería, y yo las observo a ellas y a sus bolsas de pan, de aquellas de tela, cosidas con mimo en el descanso de la tarde, tras la faena en la cocina. El pueblo desaparece a mi espalda, y al otro lado del arcén, un hombre trabaja en su campo, ajeno al zumbido de la moto que, como una intrusa, se entromete rompiendo el silencio y el trino de los pajarillos. El labrador va a lo suyo…, a la labor de la tierra. Su vehículo espera paciente a un lado del camino, custodiado por la sombra de una frondosa higuera.

Nosotros seguimos la ruta. A nuestro alrededor, pueblos y montañas, huertas de hortalizas, campos de almendros, olivares… Deseo comerme con la vista todo cuanto observo. Nuestro punto de destino ya no queda lejos. Poco a poco hemos dejado rezagado el término de la provincia de Valencia y ya hace rato que nos hemos adentrado en el de la de Castellón. Ahora, Segorbe nos recuerda que en otros tiempos fue grande y próspera. Todavía los vestigios de una ciudad antigua nos lo indican desde lo alto del cerro donde se asienta el municipio.

A modo de anfitriona, la localidad de Castellnovo nos abre la puerta de la sierra y nos invita a pasar. Recorremos sus calles empinadas antes de salir en busca de Almedíjar, lugar por el que nos hemos decantado hoy para realizar nuestra primera excursión tras el invierno. Seguimos circulando muy despacio y levanto por completo mi visor para regodearme mejor con el paisaje y el olor de la montaña. El pico Espadán, que da nombre a la sierra, se muestra altanero a lo lejos, con tonalidades azules por el efecto óptico que esa lejanía produce.

Ya en el municipio de topónimo árabe nos desprendemos del casco y de las chaquetas mientras una señora nos contempla curiosa desde su balcón, muy cerquita de donde estamos estacionando la moto. Somos extraños en un lugar en el que tan solo conviven unos trescientos vecinos. La señora nos estudiará hasta que desaparezcamos calle abajo, hacia el centro del pueblo. Allí sus calles me seducen. A nuestro paso se abren bellos rincones cuyas flores y fuentes comparten espacio.

Y al final… nuestro descanso, en Los Pinos a pie de monte, donde el camino invita a seguir una de las rutas de senderismo que parten desde el municipio. Ahí nos refrescamos con el agua que mana de la fuente. Es hora de caminar y de disfrutar de esta naturaleza que tan generosa se muestra en la primavera recién estrenada. Las copas de los árboles se visten de verde y yo camino despacio por el suelo de tierra. Deseo perderme en la espesura y fundirme en la natura, sin prestar atención a los ecos del último invierno que, desde lejos, me cantan su despedida. No obstante, desisto y dejo mi deseo para más adelante, cuando organicemos una de esas rutas, con la ropa y el calzado adecuado. Ahora me conformo con cruzar el camino al otro lado, paralelo al río, y llegar a conocer La Chopera, «un lugar ideal —según nos comenta muy amablemente un vecino del pueblo— al que acudir con los niños cuando “hace bueno”»


 Fotografía: Los Pinos (Almedíjar)

martes, 10 de marzo de 2015

La caja de costura



 


 

Ahora que el paseo a pie de monte resulta tan placentero, no queda más remedio que espolsarse el olor a invierno y sonreír a esta primavera que, un año más, llama a la puerta con el pulso tímido y la intención firme. En la calle el aire huele diferente; arrastra tras él aromas que ya se me antojan viejos. Llega la luz y con ella el optimismo.

Yo, tras un catarro mal curado, atenúo sus consecuencias tomando baños de sol en la terraza, y espero con paciencia a que las fuerzas me permitan nuevamente disfrutar de una breve excursión por los alrededores. Los almendros están en flor, los naranjos ya visten sus aderezos blancos y la huerta se me insinúa desde sus tonalidades verdes.

Mientras tanto, por alguna extraña razón, o quizá por el esfuerzo que supone centrar mi atención en la lectura o el estudio, mi inactividad me ha llevado inconscientemente a rescatar del armario de antigüedades la vieja caja de costura; la que era de mi madre y que heredé de forma involuntaria.

Por un momento, al abrirla, he perdido la noción del tiempo. Su contenido ha cobrado voz y me ha saludado al estilo de dos viejos amigos que se reencuentran tras años de ausencia. Ahí estaba la cinta métrica, amarilla y pulcramente enrollada sobre sí misma; la cajita con agujas de varios tamaños; el acerico relleno de serrín, cuya tela de vivos colores me ha recordado inmediatamente a la antigua prenda que cubrió mi cuerpo adolescente, cuando todavía no conocía la indignación que producen las injusticias. Había también unos metros de cinta elástica, blanca y negra; y en una pequeña cajita rectangular con varios compartimentos, una buena cantidad de botones de todos los tamaños, algunos con formas caprichosas y otros de una elaborada fantasía. Curiosamente, mi vista se ha deleitado con aquellos nacarados que suelen sujetar las ropitas infantiles. Estaba la tijera, bobinas de hilo de diversos colores, dos dedales, uno de ellos del tamaño de una falange infantil…

En la antigua caja de se amontonaban irrecuperables y ricas vivencias, y olvidándome de las tareas pendientes, he colocado el sillón de la terraza junto a la mesa, al lado del limonero y del romero; me he acomodado y expuesto mi cuerpo a la caricia de un sol que se despide ya del gris invierno, a la vez que, con los párpados entornados, observaba en mi regazo el viejo costurero. Mientras  reparaba en el pulido huevo de madera que servía para zurcir las patatas de los calcetines, he recordado que tenía algunas ropas en desuso desde hacía mucho tiempo; bien porque se les habían caído algunos botones para los que no tenía repuesto, o porque el elástico de la cintura se había soltado y nunca tenía tiempo de arreglarlo; o, lo más probable: por la desidia.

De pronto me he encontrado reflexionando sobre esa especie de orgullo femenino que a algunas mujeres nos impide realizar las viejas tareas femeninas de cosido y bordado por no estar acordes con los roles de la mujer actual.

Hoy no hay lugar para costuras y remiendos en nuestras vidas, independientemente de ser hombre o mujer. Si se nos rompe la cremallera del pantalón, se tira este y compramos otro. Ya no recurrimos a remiendos para nuestros quebrantos, ni siquiera para el amor. Si se queda raído por el uso excesivo, no buscamos el apaño, sino que nos despojamos de él y adquirimos otro nuevo cuando la ocasión lo merece. Y si esa ocasión no llega, pues «adiós muy buenas».

Perdida en mis pensamientos no me he percatado de la retirada de un sol que, quizá aburrido por mi soliloquio, se ha ido alejando disimuladamente hasta desaparecer tras la súbita alianza de unas nubes que hasta hace poco eran solamente manchas dispersas en el cielo azul.

Ahora guardo mi caja de costura y sonrío satisfecha al comprobar que he recuperado para mi ropero un viejo pijama. Del interior del costurero han desaparecido varios botones y unos centímetros de cinta elástica. En la terraza, las gotas de lluvia salpican sobre las hojas del limonero y el romero emana su aroma hacia el interior de la casa. Quizá mañana, si no llueve, me atreva de nuevo a recuperar algún retazo de viejas costumbres; un pequeño lápiz plano, rojo, con el grafito gastado, y medio escondido en los pliegues de mi memoria, me reta a que me asome hasta el banco de trabajo, junto a la fragua y el yunque, en el viejo taller con olor a hierro y el suelo de tierra.


Imagen: tutartaideal.

 

 

martes, 3 de marzo de 2015

El regreso de Álvarez



 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Lo intuyo
en el fondo del viejo baúl:
Agazapado,
esperando el momento de liberar su sonrisa giocondina,
esa que, a no mucho tardar,
mostrará satisfecho en su regreso a las aulas.

 
¡Qué pesar tan grande me produce su restitución
sabiendo que, pronto, el misal y los rosarios,
de blanco nácar el uno,
de negras cuentas el otro,
habrán de presidir junto a su cara de burlonas redondeces
las horas y los pupitres!

 
No, señor Álvarez, no…
No me gusta lo que intuyo tras esa,
su risa burlona

                    y wertera.