domingo, 28 de octubre de 2018

Con ojos de otoño


Tramacastilla



Tenía que llegar hasta aquí para llenarme los ojos de otoño. Asomarme desde la baranda de madera y divisar la sierra como único horizonte. Los chopos amarillean, otoñean esparciendo su lluvia de hojas doradas por veredas y caminos, por los senderos que circundan las huertas.

Si pudiera dibujar tanto tejado a mis pies… El pueblo se me antoja ciudad antigua que se duele en su agonía. Los pueblos de Teruel se quedan huérfanos de gentes y a mí me seducen desde su silencio.

Hoy vuelvo otra vez, como cada otoño, a impregnarme de sus colores, de sus piedras y de esas voces que me hablan desde las fosas.  Mi mar me hace mil reproches. Yo lo ignoro como una hija indómita que no atiende a disciplinas. Corro en busca de los paisajes agrestes. Él, paciente, esperará mi regreso.

Apoyada en la baranda me siento observada desde las montañas. Adivino a los hombres. Los intuyo ocultos entre las oquedades de las rocas. Tiritan de frío y apenas tienen comida. Solo unos pocos vecinos conocen de su existencia… No dirán nada, no habrá delaciones a pesar de las represalias. Ni siquiera el cura del pueblo se lo contará a su dios de paja.

Si, alcanzo a verlos desde la balconada. Siento sus presencias más allá de la otoñada que todo lo envuelve.

Es extraño, en este momento de tecnologías avanzadas y de una vida en colores, contemplarlos con pretérita mirada. Huelo su miedo cuando los pienso bajando a oscuras por la sierra. La noche es su aliada, la mala fortuna su mortaja.

Es otoño y hace frío. Dicen que mañana nevará, que los copos se introducirán en el paisaje salpicando de motitas blancas las hojas caducas ocres y moradas. Dicen que será una bella fotografía.

Yo me detengo en la tarde. Antes de que llegue la noche quiero capturar esta triste, a la vez que bella, imagen: A mis pies una comunidad silenciosa, calles formadas sin orden ni concierto, pavimentadas de cemento; las casas de gruesas fachadas de piedra se alternan con otras pulcramente encaladas o de tonalidades suaves. Casas tímidas bajo los aleros de los soberbios tejados marrones. Hasta la fuente de la plaza se me muestra tímida y callada. 

De vez en cuando un coche atraviesa una de las calles y rompe la magia del espectáculo. Se introduce como un intruso en este remanso de paz, pero no dejo que me importune y continúo mirando con ojos de otoño. Aún quedan unas horas antes de que llegue la nieve y los primeros fríos. Entonces, llegado el momento, me despediré de las presencias que se ocultan en el interior de la sierra. Esos hombres que dieron sus vidas para que sus vecinos fueran libres.

Diré también adiós a las cruces que, desde el fondo de la ciudad callada, en lo alto del cerro, me contemplan desde mi llegada. Yo también las contemplo desde la baranda de madera: Cruces encerradas en un recinto de piedra custodiado por dos ejemplares de hoja perenne que no mudarán sus ramas.

Tal vez les extrañe mi presencia en esta tierra que duerme bajo el abandono de las administraciones. Quizá se pregunten el porqué de esta alma y sus raíces tan lejos del Campo Santo a la orilla de mi mar.


Fotografía: Desde La Posada de Santa Ana (Lestal)


miércoles, 10 de octubre de 2018

El tanatorio





Hoy vuelvo a pensar en la muerte. Acaso sea por lo vivido durante el sueño en la pasada noche: Mi vieja casa, la de mi madre unos metros más abajo, un camino de tierra con surcos en el centro, preparados para la plantación de algunos vegetales o plantas de pequeño tamaño, mi padre mostrándome y guiándome por ese camino, mi madre esperando mi llegada.

Mientras desayuno abro los enlaces en la red y me detengo en los homenajes. Ahora es el turno de una gran poeta fallecida hace unos meses. Una mujer cuya obra me impresiona.

La muerte y la enfermedad permanecen en mis pensamientos a lo largo de la mañana. Contemplo un tanatorio, el tantas veces visitado. Reconozco todas sus salas, la distribución de los asientos, los caramelos de colores en las mesas. Reconozco también cada uno de los rostros anfitriones al otro lado del cristal que los separa de los vivos. A cada uno lo recuerdo en su momento. A los otros, los más míos, los adivino bajo la siniestra tapa de madera. Me abro paso a través de las coronas y ramos de flores que cubren el féretro. Y los pienso, allí dentro, cómodamente acoplados ahora que sus cuerpos ya no sienten dolor.

La muerte se me insinúa. Quizá sin prisas, pero su presencia es constante en mis pensamientos. Curiosamente no le temo. Juego con ella. Le digo que si me muriera hoy el tanatorio se llenaría de gente. Unos vendrían por amor a mi persona y a mi familia, otros por compromiso y los más por curiosidad. En mi visión contemplo el dolor en los ojos de mis hijos y de mi marido, y gestos de sorpresa en algunos de mis familiares y amigos.

Intento bromear conmigo misma: «Que las chicas de la funeraria me dejen bien guapa para emprender el camino. Y si su trabajo es tan bueno que estoy más bella muerta que viva, no me inhuméis ni incineréis. Disecadme y hacedme un sitio en la mesa cada Noche Vieja.»

La muerte se enfada y se desvanece de mis pensamientos. Con ella no se bromea. El tanatorio también desparece, cierra sus puertas y yo vuelvo a mi rutina, a mirar por la ventana cómo se disipan las nubes dejando paso al tímido sol de un nuevo otoño.

La comida ya está hecha, la casa en orden y mi cuaderno sobre la mesa de la sala retándome, esperando que tome de nuevo el bolígrafo de gel azul.

Con lentitud escribo las primeras líneas…  «Pensando en la muerte...»



Fotografía: Lestal.


domingo, 7 de octubre de 2018

La casa de El Carmen





Así que esta es la casa de mi hija... Estuve en ella hace casi dos años. Entonces la sala era grande, silenciosa y vacía. Esperaba un nombre y yo contaba las semanas que faltaban para el final de la gestación.

Hoy la misma sala parece más pequeña. El nombre que pensaba resuena por toda la casa. El silencio es tan solo un vago recuerdo. La mesa de madera noble, hecha a gusto y medida, ha sufrido algunos desperfectos tras el paso de los inquilinos que ocuparon la vivienda durante el último año y medio. El sofá también parece diferente, menos mullido y con la tela más gastada. Solo la cocina permanece igual. Algunos elementos se han sumado a los enseres. No termina de estar recogida del todo. También hay más ropa en el tendedero, la colada ahora es diaria.

A estas horas me acompaña la voz de la televisión. Es Wyoming y Sabarés. No sé de qué hablan. Apenas los oigo. La tengo a bajo el volumen mientras me pierdo por las páginas de la última lectura, la de Bolaño. A ratos cierro el libro y dirijo la vista hacia el punto opuesto de la sala. Es todo tan igual y a la vez tan diferente... Es el paso de los días que transforma las miradas.

Ya hace rato que llegó la noche, y con ella el silencio. El niño duerme, la madre lo acaricia y yo..., yo sigo en la misma mesa, acompañada todavía por un Wyoming al que ignoro. Paseo la mirada de un extremo a otro de la sala, observándola idéntica a pesar de las diferencias, y pensando de nuevo, pero solo a ratitos, en las semanas que faltan para el final de la gestación. 

Ahora me centro de nuevo en la lectura pero antes tomo mi teclado y comienzo un nuevo verso...

                      Así que esta es, de nuevo, la casa de mi hija
La de la sala grande, vacía y silenciosa   
La sala donde te pienso, sintiéndome culpable
Por la demora con que te escribo el primer verso





fotografía: -LEH-