sábado, 28 de abril de 2012

Al llegar la noche









Sentada frente a la ventana, contemplaba divertida a los chiquillos que jugaban haciendo bailar sus peonzas. Ya no recordaba aquel pasatiempo. Había sido retirado hacía mucho tiempo, al igual que otros juguetes rudimentarios al alcance de los bolsillos más discretos.
De pronto recordó otro juego que solía entretener a los niños de su infancia, allá en el pueblo; aquél en el que un trozo de piedra del tamaño de la palma de una mano adulta salía disparada a ras del suelo de tierra. «Palmo y medio», medían después los chiquillos con sus infantiles manos estiradas y abriendo los dedos al máximo.

Eran otros tiempos... Ahora observaba la diferencia entre el choque del clavo de la peonza sobre el asfalto y el que ejercía en su niñez, cuando el suelo de tierra ofrecía un montón de desniveles. A veces una piedra traicionera la hacía rebotar y la mandaba contra la rodilla de uno de los chicos. ¡Y aquellos colores con los que las pintaban! Aquello sí que era arte... trazar los círculos sobre la madera sin torcerse y acertar con la combinación de los azulones, rojos carmesí, verdes y blancos. Luego, las pupilas de los más pequeños se dilataban extasiadas cuando majestuosamente, la peonza danzaba como loca sobre las palmas de aquellas manos –a menudo sucias de tierra‒ haciendo alarde de un equilibrio sobrenatural. Todo en aquel juego le parecía entonces a ella un difícil arte, incluida la forma de enrollar el cordón rojo abrazando la madera hasta su clavo.

Parecía algo extraordinario observar ahora a unos niños lanzando una peonza. Tanto, que la mujer no pudo evitar una leve carcajada al ver acercarse hasta los chiquillos a unos adultos vecinos de la calle. Fueron aproximándose poco a poco, como quien no quiere la cosa, disimuladamente y comentando entre ellos el partido de la noche anterior, pero con el interés centrado en aquellos artilugios que giraban en el suelo.

Finalmente y sin que los chavales tuvieran tiempo de replicar, los hombres se situaron junto a ellos dándoles consejos sobre cómo conseguir recoger la peonza mientras continuaba bailando. En un momento uno de ellos se esmeraba tan concienzudamente en enrollar el cordón, que no se percató de que le asomaba un trocito de lengua por un lado de su boca, ni de que estaba mordisqueándola bajo la divertida mirada de los chiquillos que se reían de él. Otro se quedaba con la mirada perdida en el vacío, cavilando y luchando por recordar cómo se daba la primera vuelta al cordón para que no se soltara en la segunda. «En mis tiempos lo hacía de una manera especial ‒decía a los chavales‒, y salía disparada con más fuerza», les aseguraba. El tercer hombre se empeñaba en demostrar a los chicos que si se afilaba el clavo, éste bailaba más rato; y sin previo aviso comenzó a rascar el de una de las peonzas con una navaja que sacó de su bolsillo. «Se va a cargar la hoja de la navaja», comentó un crío entre divertido y cabreado ya que era la suya la que el hombre se empeñaba en afilar.

La mujer cerró su ventana y lentamente subió hasta las habitaciones. La mañana estaba ya avanzada y aún no había hecho las camas; además, la tarde anterior su hijo había traído a dos amigos a merendar y se habían puesto unos videojuegos. «Estará la habitación desordenada ‒pensó; y eso era algo que ella no consentía en su casa‒. El orden es primordial en la vida de toda persona» decía; y cuando entró en la habitación del joven y la encontró en perfecto estado y con la cama bien hecha, se felicitó por haber sabido transmitirle el sentido del orden. Aun así retocó la colcha y cambió de sitio algunos libros, porque no podía salir de la estancia sin dejar la huella de su toque femenino.

Se acordó de los chiquillos de la calle al ver la videoconsola, la cadena musical y los compacts, las maquetas que se apoyaban sobre las repisas y que él mismo había construido bajo la atenta mirada de su madre, y aquellos otros juegos de Rol... Pero, entre todas aquellas cosas, la que más le gustaba a ella era aquel caballete de pintura. ¡Con qué orgullo se acercaba hasta la cristalería, y con qué buen gusto escogía entre las diversas molduras que le mostraban, aquella que mejor se correspondía con el trabajo realizado por su hijo!

La vida la había tratado bien, y ella sabía devolverle a la vida su buen trato disfrutando de cada momento del día. La pereza no contaba para nada en su programa. Lo primero era el trabajo, porque, el trabajo era salud. Y últimamente ella ansiaba trabajar mucho... Trabajar todo el tiempo. Después ya vendría el descanso de fin de semana, y las fiestas y comidas con las compañeras. Le gustaba divertirse y no desdeñaba ninguna ocasión. Si estaba enferma no le importaba. Cogía su enfermedad y se la llevaba también. La introducía en el bolso junto con la barra de labios y su cepillo del pelo. A veces, en medio de una fiesta, la enfermedad escapaba de su encierro y se colocaba entre ella y su marido, pero con su dulce voz le decía: «Ahora no. Luego estoy contigo». Y el color volvía a sus mejillas y el brillo a sus ojos. Su adversaria volvía dócilmente junto al maquillaje y aquel cepillo coqueto cuya función aún desconocía.

Volvió a mirar por la ventana y le decepcionó comprobar que los niños ya no estaban. En el reloj adosado a la pared del salón sonaba la campanada de la una, y los chiquillos debían ir a comer para volver a tiempo al colegio. Le apetecía recordar aquellos juegos de su infancia pero, al mismo tiempo, le preocupaba hacerlo. Aquellos eran ya parte de un pasado muy lejano que no le convenía recordar. Se había hecho el propósito de permanecer en el presente. Esa era la mejor forma de vivir la vida. El pasado atrapaba a la gente, y pensar en el futuro sólo servía para que el presente se escapara sin vivirlo. Y había que vivir cada instante saboreándolo.

Decidió que un paseo le vendría bien antes de ir a comer con su amiga. Hacía un día espléndido y aún tenía tiempo de hacer algunas compras.

Se vistió de espaldas al espejo y cambió su tocado de seda por una corta melena. Perfiló sus ojos y sus labios y dio color a sus pómulos; después se colocó los finos tacones, y tras comprobar que todo en su figura estaba en armonía, salió a dar su paseo.

Compró unas telas y un perfume; caminó hacia el parque y tomó asiento en un banco frente a la fuente, en cuyo alrededor, las palomas picoteaban aquí y allá las semillas que un rato antes les habían echado los niños de la guardería y que no habían picoteado entonces por temor a los gritos de la chiquillería. A la hora de su cita acudió hasta el bar donde su amiga ya la esperaba para comer.

«Estoy bien; no me mires con esa cara de pena» le dijo a su amiga a modo de saludo. La otra no respondió. Se limitó a darle un beso y a sonreír.

Comieron poco y bebieron menos. Decidieron caminar hasta el mar mientras conversaban sobre los rumores acerca de la movida que amenazaba con dividir a la empresa donde ambas trabajaban. Si se llevaba a cabo la disolución, varios de los empleados pasarían a otra filial y se daría al traste con veinte años de compañerismo. Comentaron también la maravillosa experiencia de la maternidad, y el porqué de su negativa a tener más hijos.

Junto al mar se despidió de su amiga y se sentó frente a las olas dejando que éstas acariciaran sus pies descalzos. Contempló las dunas y recordó su primer beso; habló con las gaviotas que danzaban sobre las aguas ajenas a su presencia, y cuando el sol comenzó su lenta escapada, se levantó y sacudió la arena de su ropa. Dijo adiós a las olas y se marchó.

Aún era temprano y su marido y su hijo tardarían en llegar, por tanto, tenía tiempo suficiente para tomar su baño. El día le había resultado muy ameno y la excursión hasta el mar había reconfortado a su espíritu. Permaneció en el baño con los ojos cerrados hasta que cubrió su cuerpo con la toalla. Tomó una rosa del pequeño jarrón que descansaba junto a la ventana y subió con paso cansado hasta la habitación, donde volvió a colocarse de espaldas al espejo. Se vistió con su mejor vestido, limpió de maquillaje su rostro, y tras aspirar el aroma de la rosa tomó su diario. Miró largo rato a su alrededor y escribió unas letras.

Con la rosa entre sus manos hinchadas se tendió en la cama y, al instante, un breve estremecimiento sacudió por un momento sus músculos. Cuando se relajó, una sonrisa se dibujó en su rostro sereno, y una lágrima resbaló por su mejilla limpia. En aquel momento se durmió.

Sobre la cómoda, en su diario, quedaron sus últimos versos: 

Y cuando llegue la noche vestida de silencios
escuchad mi voz:
Suave susurro que se mece con la brisa
que abraza vuestros sueños...


A M.ª Carmen Ors 

De: "Cuentos del Puerto"
Fotografía: Débora Tráchter

jueves, 26 de abril de 2012

TAHÍM


 

 



La guerra no termina nunca, y a sus efectos devastadores se suman los del último movimiento sísmico. No he conocido otra cosa, siempre fue así desde que nací. No recuerdo quién me puso el nombre de Tahím, ni sé tampoco su significado. Dice la Hermana Luisa que cuando era niño quedé atrapado entre los escombros de lo que un día fue una finca de apartamentos. Hubo muchos muertos y desaparecidos pero yo fui producto de una de esas circunstancias a las que ella llama «milagro». Durc, que así se llamaba mi salvador, se abrió paso entre los cascotes y consiguió llegar hasta donde mi cuerpo estaba atrapado. Ignoro las peripecias que tuvo que realizar el animal para sacarme de allí. Yo no recuerdo nada de aquello, pero mi nombre siempre ha permanecido unido al suyo

    Las Hermanas se las ingeniaron para permanecer en contacto con aquellos cooperantes, y eso que ya es difícil mantener el concepto de “permanencia” en esta forma de vida, pero ellas son muy tenaces y nunca muestran signos de abatimiento. Como decía, mantuvieron comunicación, aunque esporádica, con aquellas fuerzas de rescate, y siempre se interesaron por Durc, mi salvador.

    Una noche, mientras los refugiados nos hallábamos en el interior de La Estrella Azul, que es como se llamaba el barracón supuestamente protegido por Naciones Unidas, a alguien, en su despacho alfombrado, se le ocurrió la genial idea de que en nuestras instalaciones se ocultaban unidades terroristas, por lo que no titubeó lo más mínimo en «barrer» todo el complejo protegido. Murieron cinco de las dieciséis personas que nos encontrábamos en el interior. Una de ellas fue la Hermana Isabel.

    Pasados los primeros días, la impotencia y la indignación fueron sustituidas por el olvido entre aquellas personas que, desde sus hogares en los países occidentales, contemplaron con horror las imágenes que les mostraba la pequeña pantalla de lo que había sucedido en La Estrella. A los que sobrevivimos a la ofensiva, nos remitieron a los pocos lugares en los que se podían remediar, de alguna manera, las heridas de nuestros cuerpos; para las otras no había remedios ni fármacos, si acaso, pensar en la posibilidad de devolver el golpe, a pesar de contrariar a las Hermanas.

    Más tarde hubo una tregua y a mí me condujeron, en compañía de una de las chicas que había sido herida en el estómago y de la Hermana Luisa, hasta un avión militar que me trajo hasta aquí, donde un equipo médico intenta, por todos los medios posibles a su alcance, que recupere un poco de la movilidad que perdí en aquella noche. No son nada optimistas en cuanto a los resultados. Quizá consiga recuperar un poco el movimiento de los brazos, aunque no así el de las piernas.

    Me facilitarán una silla de ruedas y me enviarán de nuevo a mi jungla. Para entonces me habré recuperado de parte de mis heridas, pero mientras espero a que esto suceda, escucho las noticias en el televisor desde mi cama del hospital. Sólo escucho. No puedo contemplar las imágenes. Mis ojos se quedaron a oscuras cuando de niño, aquel milagro me rescató de los escombros.

    En los informativos hablan de otro bombardeo en una guerra cualquiera, y hablan también de las bajas. Entre estas bajas se cuenta una muy especial. Hablan de uno de los perros que acompañan a los artificieros. Dicen el nombre del animal, y a continuación pasan a enumerar las heroicas hazañas que ha protagonizado y por las que se le han concedido diversas condecoraciones; pero yo no las oigo. Desde hace unos minutos mis sentidos no registran sensación alguna.

    Me recojo en mí mismo. Intento visualizar mentalmente la imagen de un Durc del que sólo conocí lo que las Hermanas me contaron de él, y del que conservo una pequeña insignia, obsequio del soldado a quien le estaba asignado y que el animal solía llevar adherida al collar.

    De pronto me doy cuenta de que estoy llorando;  no recuerdo cuando fue la última vez que lo hice; es como si hoy fuera la primera. También me doy cuenta de la soledad que me rodea. Las Hermanas están lejos, y las enfermeras que me dan la comida y me cambian las ropas no consiguen llegar hasta mi realidad. Siento una presencia acercarse hasta mi cama, y después siento también la suavidad de unas manos que acarician mi cabello. Una voz de mujer me pregunta con ternura mientras seca mis lágrimas con una pequeña gasa: «¿Cuántos años tienes?», y yo le respondo: «Dicen que nueve, pero creo que son muchos más».



De: Cuentos del Puerto.

Fotografía: Ismael


domingo, 22 de abril de 2012

Gran dama de mirada de ciega.


"Cuando los poderes se acomodan por encima de la Justicia...
y... prevarican... Las ratas acaban escribiendo la Historia"
Blas Estal 1980









Las cruces de los muertos
-erectas como falos adolescentes en la hora solitaria-
se alzan tras la fantasmagórica silueta de la Justicia.

Retazos de un pasado ya lejano las observa indiferente,
ajeno a su ignorada gloria, mientras,
arrogante y victoriosa,
la rata,
custodiada en la balanza por la gran Dama de Mirada Ciega,
se exhibe,
orgullosa...

A su espalda, un nombre
-cual actor contemporáneo imprimiendo sus glamorosas heces en la alfombra roja-
queda grabado para la venidera Historia,
y a sus pies
la Prevaricación perdura en el mosaico
de una fecha:
                    "MIL NOVECIENTOS OCHENTA"    


L.Estal con pintura de Blas

viernes, 13 de abril de 2012

Sentada en el espigón







El frío se despide y con una primavera recién estrenada, la calle se viste de gente. Los atuendos han cambiado sus colores y texturas. Para algunos inquilinos del parque esta es su primera primavera. Para otros, quizá la última.

    Aún no ha caído la tarde pero la plaza enmudece y mis pies se resisten a emprender el camino de regreso a casa. Se muestra propicia para el paseo y un aroma inconfundible me invita desde algo más abajo de las murallas. Es el aroma del mar que sube hasta la loma y me incita.  Mansamente me dejo seducir y me llego hasta su orilla que espera mi regreso junto al muelle, donde las rocas del espigón me brindan su asiento. Allí me acomodo, respiro hondo y dejo que mis pulmones se llenen del aire salobre con reticencias de un pasado que ya se me antoja lejano. Permanezco atenta al sonido que hacen las aguas en su golpeteo constante sobre las rocas. Es un sonido familiar que me relaja y que me transmite paz; mucha paz. También produce un efecto narcótico en mi espíritu que por momentos parece evadirse. Mientras tanto, por la bocana del puerto, una humilde embarcación se aproxima despacio, con su caminar sofisticado y un séquito de gaviotas cediéndole el paso. Desde mi lugar privilegiado en mi lecho de piedras, alcanzo a divisar al marino que dirige su nave hacia el punto de amarre. Es un hombre mayor, un veterano del mar cuyo cabello entrecano se oculta tras una gorra de lana y, aunque no hace frío, viste su cuerpo con pelliza de cuero. A pesar de la prenda de abrigo se adivina el tatuaje en su antebrazo: Un crucifijo y un nombre.

    Me saluda con la mano y sonríe. Sus ojos negros albergan la sabiduría del tiempo y hablan de otras costas, otras gentes y otros puertos; también de otros días y otras horas. Siento deseos de correr hacia él y desoyendo el susurro del agua sobre la superficie rocosa me desprendo de su encanto y me apresuro hacia el embarcadero. La maniobra de atraque ya casi está concluida, de popa, como siempre. En el costado del casco, pintado de blanco sobre el fondo azul, su nombre: La Mercedes.

   Con sus pies en tierra firme, el hombre llegado del mar se aferra a mi mano. Atrás quedó la arbolada, y un poco más allá, el trueque en la orilla opuesta. Con paso vacilante sobre un desconocido asfalto se aventura conmigo hacia el restaurante marítimo mientras su mirada inquieta se pasea sobre los mástiles ajenos, desconocidos… Le cuesta caminar con los pies secos en un puerto que no es su puerto, y busca sobre mi hombro la luz que lo ubique. «Ya llegamos, abuelo», le indico. Y pronto, muy pronto, tras sortear algunos vehículos cruzamos la vía y llegamos a la torre. Su torre. Apenas la ve. Otras torres más altas la han empequeñecido despojándola de toda su soberanía. Es El Faro que, solitario en medio de apelotonados edificios, altos unos, bajos y adosados los otros, humillado se tiende hacia el marino y llora su suerte.

    A lo lejos, la sirena de un orgulloso mercante extiende su eco por encima de la línea costera, mientras se abre paso hacia el horizonte y la luna se asienta en las aguas en calma. El Paseo Marítimo se prepara para recibir a los primeros turistas venidos de otros puntos cercanos o  distantes, y los restaurantes y bares despliegan sus manteles impolutos sobre las mesas, expectantes ante la crisis que merma sus expectativas de negocio.

    A mí me sorprende la noche y me encuentra en la playa, en el espigón. Contemplando las dunas recuerdo un sueño y echo de menos la luz del faro, como echo de menos la vieja barca cada vez que mi vista se deleita con las embarcaciones amarradas en el nuevo puerto, más allá del delta. Enmudecidos, los cantos de sirena se alejan hacia otros mares y dan la espalda a las luces amarillentas que sobre la loma dibujan la silueta fortificada. Yo también me alejo. Sacudo la arena de mis pies descalzos y emprendo el camino hacia tierra adentro.

    El aroma de azahares y baladres sustituye a los salitres y las primeras horas de las noches de primavera me llaman desde un poco más arriba, donde me espera mi amarre en otro sueño, y en otro puerto.



L.Estal

Fotografía: Ismael Murria

jueves, 12 de abril de 2012

Las cuatro reglas, y a casa


Las cuatro reglas, y  a casa.






Bien andamos… De momento, el Sr. Rajoy ha rechazado el plan de Espe, ese plan tan -parece ser que elaborado a fuego lento- que incluye en uno de sus puntos el de “que el bachillerato deje de ser gratuito porque no es educación básica”. No se puede ser más clara señora. Ya no tiene ni vergüenza -si es que alguna vez la tuvo- de decir semejante necedad. Según su venerable opinión, con saber las cuatro reglas nuestros hijos ya saben bastante, no vaya a ser que piensen más de lo normal y empiecen a cuestionarse cosas y eso, claro, no es bueno. ¿Qué será lo próximo que nos regalará? ¿Cuánto tiempo habrá de pasar para que se descuelgue diciendo que las niñas no necesitan ir al colegio porque con bordar y cocinar ya están suficientemente formadas? ¿Nos dejará votar a las mujeres o también se está cociendo en su nostálgica olla eliminarnos de las urnas? Le gustaría tener varias esclavas a su disposición ¿verdad señora? Sí, varias esclavas de esas que son sumisas, analfabetas, temerosas de la ira del ama, da igual que sean blancas, amarillas o de colores varios. Ah, y que además tengan muchos hijos que aportar a la hacienda como mano de obra gratuita. ¡Señores, inviertan en esclavitud, que a la larga es la mejor inversión! ¡Ay pillina, pillina,  que se le ha visto el plumero!

La Educación Infantil no es enseñanza obligatoria, así que… queridos chicos y chicas que os habéis pasado cinco de vuestros más preciados años estudiando esa carrera, id acostumbrándoos a trabajar en guarderías privadas, pero eso sí, con un sueldo de auxiliar, porque como muchos y muchas de vosotras sabéis por propia experiencia, igual que lo sé yo, la mayoría de estas guarderías contratan licenciadas pero les exigen el trabajo de las auxiliares y de las señoras de limpieza, todo por supuesto, por el sueldo de 600 euros -que no siempre consiguen cobrar íntegro-. Y si no aceptáis estas condiciones pues ya sabéis lo que toca: Puerta, que hay cola esperando.

¿Y qué pasará con los profesores de bachillerato si la señora Espe se sale con la suya…?
L.Estal

jueves, 5 de abril de 2012

Marina de Blas

 





Sumisos se apartan los mástiles de tu puerto…
Llegan las aves:
Gaviotas transgresoras que surcan tus azules
en busca quizá del trazo perdido en el último otoño.
Ansiando en su desorientado vuelo hallar de nuevo tu tacto…

Ávidas de tus colores se posan cada amanecer en la baranda de tu terraza
por si decides volver en un pliegue de la mañana
o en el susurro de un verso…

 


Incluido en el poemario Espontáneos
Ilustración: Blas Estal Marina (portada del libro Los días de más allá del tiempo, de Andrés Salom.