jueves, 31 de octubre de 2013

busqué por todas partes


 
 
Fotografía: Ismahell


Busqué por todas partes
vacié cajones,
revolví entre el cubo de los deshechos…

Anduve y desanduve el camino que me lleva
hasta tu morada por ver si,
medio enterrada entre la tierra
y la hojarasca,
asomaba una esquina de tu serena sonrisa,
una brizna de tu aliento…

Busqué en vano un gesto tuyo
y el frío de una noche de invierno
me gritó desde la ausencia
que eras una ligera brisa
arrastrada
por una ráfaga de viento.


Del poemario: Instantáneos
Fotografía: Ismael Murria.

jueves, 17 de octubre de 2013

MIGUEL Cap. final






No le apetecía mucho el reencuentro con su padre. Sabía que le reñiría por no haber aprovechado la mañana de huelga en repasar las materias más duras. Todo el día andaba mirándole los blocs. Ahora ya no estaban tan cuidados como antes; además, estaban llenos de correcciones en rojo. Eso no le pasaba con frecuencia cuando estaba en el colegio, pero el instituto era diferente. No eran tan fáciles los ejercicios. «Por eso debes trabajar más», le había insistido la noche anterior.

«¿Qué habrá hoy de comer? Tengo un hambre atroz. Después de las lentejas de ayer cualquier cosa será un manjar». Recordó que discutió con su madre cuando él le dijo que las lentejas eran asquerosas. Le apetecían macarrones o paella; pero no... su madre le había puesto: lentejas asquerosas.

«No son asquerosas y además de tener mucho hierro, son baratas. Si quieres llevar zapatillas y chandals de marca tendrás que acostumbrarte a comerlas, al igual que otros platos de caliente. Si deseas caprichos para tus pies y para tu cuerpo, deberás privar a tu paladar de ellos. Con lo que costaron tus patines teníamos para el presupuesto de la cocina de toda la semana», le recriminó ella.

Tras la reprimenda se levantó de la mesa y se fue hasta el televisor. Se estaba hartando de que le hablaran de dinero cada vez que no le gustaba la comida.

El timbre del teléfono interrumpió la discusión. Miguel se sonrojó al escuchar la voz de Sonia, una compañera de clase. Le pedía unos apuntes de Sociales y de paso aprovechaba la ocasión para preguntarle si había visto a Carlos, otro compañero.

Aquello le molestó. No es que bebiera los mares por Sonia, pero que ésta le utilizara a él para conseguir información sobre el otro chico le fastidiaba. Carlos sólo estaba por el fútbol, las clases y las pizzas. Y eso era lo más normal. ¡Cómo iba Carlos o algún otro del grupo a perder el tiempo con las chicas! Sin embargo, ellas siempre andaban alrededor. Aparecían en los entrenamientos, en los bancos de la plaza mientras ellos daban unas patadas al balón o se reunían a contar chistes, en el Instituto, a la hora del almuerzo, y ahora hasta por teléfono.

En una ocasión Sonia le había pedido por favor que se enterara de quién le gustaba a Carlos. Aprovechaba la relación de amiga de la infancia con Miguel para que éste la tuviera puntualmente informada de todos los movimientos del amigo.

«¡Por qué se empeñarán en tener novio con quince años!» A Miguel no le entraba en la cabeza que su compañera y vecina, al igual que el resto de las chicas de clase estuvieran tan pendientes de ellos. ¿No se daban cuenta de que les perturbaba tenerlas cerca? Eran de la misma edad pero ellas ya no jugaban. ¿O sí? Quizás en eso consistían sus juegos; en ponerse medias y minifaldas los sábados por la tarde, botas con suelas de plataformas, cortarse el pelo de la misma manera y dibujarse aquella fina línea negra en el borde de los párpados.

Reflexionó acerca de cómo se habían distanciado tanto los chicos y las chicas. Iban juntos al colegio desde su etapa de preescolar y siempre fueron como una familia hasta que, más o menos en séptimo, ellas empezaron a formar curvas y prominencias en sus pechos. A partir de ahí todo cambió. Abandonaron sus barbies y empezaron a reunirse en pequeños grupos para hablar de los chicos de las series televisivas, en las que todos los jóvenes eran asquerosamente atractivos y pijos.

Reflexionando sobre la evolución sufrida por las chicas, tan diferente a las de ellos, se encontró muy cerca de su casa.

Se sentía muy extraño. Por alguna razón se hallaba invadido por una sensación de ligereza, de vacío...

Se sorprendió al observar que el jardín que solía contemplar desde su habitación, había dado paso bruscamente a una pequeña parcela bordeada de altos cipreses. Su desconcierto fue dando paso, poco a poco, a una total desorientación.

«¡Cómo he podido perderme...!» pensó sobresaltado. Se volvió hacia atrás y divisó a lo lejos la plaza y a los ancianos todavía sentados frente a la fuente. Retomó aturdido el camino de regreso. Atravesó nuevamente la plaza y muy pronto se encontró en la avenida, dirigiéndose otra vez a los recreativos. Para su sorpresa, éstos se hallaban cerrados a pesar de no haber transcurrido ni quince minutos desde que los abandonó,

«Debo de estar sufriendo una alucinación. No he desayunado bien y ayer tampoco comí mucho. ¡Cómo voy a olvidar el camino a casa. Estaría loco!»

Se dirigió de nuevo hacia allí. El tráfico era fluido; la gente volvía a sus casas para comer tras una pausa en el trabajo, y los ancianos se despedían ajenos a la mirada del chaval que los observaba confuso. El guarda ya no estaba, y Miguel aprovechó para introducirse en el césped pisoteándolo sonriente, aunque todavía con la incertidumbre de no saber qué le había pasado un poco antes. Más tranquilo, salió corriendo hacia su casa para comprobar con estupefacción que había desaparecido junto con toda la manzana, y que en su lugar se apiñaban edificios sin balcones a ambos lado de la calle que había cambiado su jardín por largas filas de cipreses verdes.

Esta vez no se limitó a sentirse extraño. Se sintió verdaderamente aterrado. Algo en su estómago se revolvía produciéndole unos dolores terribles y una tremenda angustia.

Deseaba con todas sus fuerzas llegar hasta su portal, subir corriendo los tres pisos de escaleras, hallar su puerta abierta y cerrarla con un fuerte portazo tras él; ansiaba cruzarse con su perro por el pasillo y sentarse a comer a la mesa un buen plato de asquerosas lentejas.

De repente comprobó cuánto necesitaba a sus padres. A su madre atormentándole mientras lo arropaba en su cama; a su padre centrándose en las libretas y comentando los últimos resultados de la liga de fútbol.

Ahora estaba seguro de que no estaba sufriendo una alucinación. Algo muy grave le sucedía... A rastras llegó hasta una de las ventanas del primer edificio y llamó fuertemente.

Una señora a la que no reconoció como ninguna de las vecinas se asomó. Llevaba un extraño pañuelo cubriéndole el cabello, y sus ojos parecían encerrar dentro un mar de calma.

‒Necesito ayuda. Estoy perdido y no encuentro mi casa. –le dijo a la mujer entre sollozos.

La señora le dirigió una mirada de comprensión y le sonrió.

‒Enseguida estoy contigo; no sufras.

Al momento se encontraba junto a él acariciándole el rostro, y sólo entonces pudo observar Miguel que, pese a ser una mañana con una temperatura muy agradable, ella llevaba sobre sus hombros una especie de chal de encajes grises que le caía hasta casi los pies.

‒Mira ‒le dijo‒; ¿ves a aquel anciano? También está desorientado.

Miguel miró hacia el otro lado de la calle y vio que un anciano andaba con paso torpe volviendo su canosa cabeza en una y otra dirección. Por el medio paseaban distraídas dos chicas de unos veinte años.

‒Una de ellas se ha perdido, como tú; la otra no. La otra vive aquí desde hace tiempo. Cuando te tranquilices te llevaré hasta ellas.

‒No deseo conocerlas. Solamente quiero llegar hasta mi casa y encontrarme con mis padres. Me encuentro muy mal. Por favor ayúdeme...

Comenzó a vomitar y, casi al mismo tiempo, el anciano llegó hasta ellos y tomó asiento al pie de uno de los cipreses. Observó a Miguel y a la señora con una mirada de tristeza resignada en sus ojos.

‒¿Usted también desea encontrar su casa? —preguntó la mujer.

‒No; yo acabo de encontrarla –respondió el viejo‒. Pero, el chico... ¿Sabe usted una cosa señora? –el hombre miró a su alrededor como si intentara encontrar algo o a alguien‒; si he de dar cuentas de los errores de mi vida estoy preparado, pero en el caso del chico no es justo. El chico debe exigir cuentas y no darlas.

‒No se enfade usted con Él –respondió la mujer‒. Yo misma acompañaré al muchacho a su casa.

Lo tomó de la mano y le limpió la cara. Le arregló el cabello y lo condujo hasta la plaza. Cruzó a la avenida y, al llegar al lugar de los recreativos, vieron que se aglomeraba una multitud de personas, sonidos agudos y luces rojas y azules. Entre las luces había una muy especial. Una luz que no se correspondía con ninguna de las que él conocía. Al llegar hasta ella observó que iluminaba una puerta parecida a la de su portal, pero no era la misma.

La mujer la empujó y tras ella se abrió paso una amplia calle de edificios, en cuyos balcones se veían plantas y alguna que otra jaula con periquitos verdes y azules.

‒Ahí está tu casa chico. Ve tú mismo a encontrarla.

Besó a Miguel en la frente y volvió sobre sus pasos. Él se quedó mirándola mientras caminaba. Ella no se giró en ningún momento. Parecía deslizarse sobre unos pies descalzos, y su cuerpo era una fina silueta envuelto en su chal de encaje gris. Miguel se dio cuenta de que jamás recordaría el color de su pelo oculto en su extraño pañuelo. También se percató de que no se había fijado en el color de su piel, ni en el tono de su voz...

‒Señora... –llamó; pero la señora no lo oyó; seguramente debido al ruido de la gente y al zumbido de aquellas luces que dificultaban el tráfico en la avenida.

Mientras la mujer desaparecía, Miguel sintió una punzada de dolor en el pecho y escuchó la voz de alguien muy cerca de él que decía haber recuperado algo. «Ya le tenemos señora. Le hemos recuperado». A continuación escuchó también la voz de su madre. Una voz angustiada y a la vez de una firmeza y una dureza que jamás había observado en ella. «Que Dios en su insensibilidad les perdone, porque yo no voy a hacerlo».

Hora y media más tarde, los diferentes medios de comunicación se hacían eco de la noticia: Un artefacto ha hecho explosión a las 12:45 horas en la Avenida Central, junto a las oficinas de Correos. Un funcionario ha resultado muerto y varios viandantes heridos; uno de ellos de extrema gravedad. Se trata de un chico de quince años que se dirigía hacia su casa desde los recreativos próximos a las oficinas afectadas.

 
De: Cuentos del Puerto Miguel  (final)
Ilustración: Marina R. Soler

MIGUEL - Primera parte.




La mañana era soleada y algunos ancianos se encontraban sentados en un banco, junto a la fuente carente de agua que presidía el centro de la plaza. Una furtiva pelota se acababa de colar en el césped del recinto ajardinado y, al momento, unas piernas flacas y huesudas echaron a correr tras ella, ajenas a la atenta mirada que el guarda les propinaba y que no tardó en dar un tirón de orejas al muchacho que había hecho caso omiso del gran cartel que advertía aquello de: «Prohibido pisar el césped»

Miguel perdió su pelota que fue requisada por el guarda como castigo por su acción incívica, y con la cara acalorada y los ojos llorosos por la rabia, se marchó hacia los recreativos, en espera de la hora para ir a comer. Los otros chicos se dispersaron una vez desprovistos de su esfera mientras dirigían miradas de fastidio al funcionario del ayuntamiento, y de despedida a la canasta que hasta entonces había sido su centro de entretenimiento.

No había clase en el Instituto. Una vez más, el colectivo docente se sumaba a la huelga propuesta por el sindicato. En el último mes se habían perdido ya tres jornadas completas de enseñanza, pero a Miguel le importaba poco. Últimamente los estudios y todo lo que había llenado sus horas le parecían algo lejano y carente de sentido. Se sentía apático, sin esperanzas de futuro, y, sobre todo, se sentía tremendamente solo; ahora, el hecho de que el hombre de la plaza le hubiera quitado su pelota y humillado delante de los otros chicos terminó por amargarle la mañana.

De haber sido más pequeño no le habría preocupado. Hubiera ido hasta su madre explicándole lo sucedido y ella se las hubiera arreglado con el hombre; además, lo más seguro, es que ésta le habría devuelto el tirón de orejas. Pero ahora era mayor y todo era diferente. Su etapa de adolescente no le agradaba. Al principio resultaba hasta divertido; incluso a veces, se sorprendía ante el espejo del aseo hablando solo, en voz alta para comprobar con satisfacción el cambio sufrido en su timbre de voz. También se entretenía bastante cuando reventaba sus primeros granos y saltaban con fuerza desde dentro de sus poros. «¡Bingo!» exclamaba satisfecho cuando alguno rebotaba sobre la superficie del cristal. Ahora, sin embargo, los malditos granos se habían convertido en un suplicio. Inflamados y purulentos siempre estaban sobre su piel; se secaban unos y otros los reemplazaban. Primero le picaban, luego le escocían y al final, siempre dejaban su huella.

No; no era esa su idea de la adolescencia. Él esperaba un poco de autonomía para hacer lo que le viniera en gana, y con sus quince años, aún le requisaban la pelota ante la mirada divertida de cuatro viejos y varios chavales amigos suyos. En su casa no sólo le seguían tratando como a un niño, sino que, además, le daban todos los días la misma monserga. El cambio en su voz y el estiramiento de sus huesos sirvió para que sus padres tuvieran un mayor control sobre él.

«Estás en una edad peligrosa hijo. Mira bien con quién andas no te vayan a dar a probar cosas malas. No bebas alcohol, no fumes...» le decían.

Pero lo que más le molestaba, era la broma diaria con que su madre le obsequiaba cada noche cuando se arrimaba a su cama para arroparlo:

«No hagas cosas feas que si no, no se te irán los granos».

Aquello lo sacaba de sus casillas. No sólo tenía que soportarla cada noche arropándolo hasta el cuello cuando él tenía un calor horroroso, sino que, además, el detalle de la bromita lo tenía verdaderamente asqueado.

«¡Me quieres dejar en paz. Todas las noches me despiertas con la misma chorrada!»

Se preguntaba si todas las madres serían igual de cargantes que la suya, y se sentía mal al comprobar que cada vez la iba detestando un poco más. Aquello no debía de ser lógico. No podía concebir la idea de aborrecer a su madre ya que, hasta hacía poco, ella era su mejor amiga. Le gustaba verla cada mañana preparándole su Cola-cao mientras escuchaba las primeras noticias en la radio. Veía el brillo de la felicidad en sus ojos cuando pacientemente los maquillaba, y él también se sentía feliz.

Por aquel entonces compartía con ella sus juegos y deberes escolares. En la casa siempre había otros chiquillos y ponían su habitación manga con hombro; después ella lo ordenaba todo sin quejarse. Nunca le molestó que otros niños vinieran a casa; al contrario, le gustaba hablar con ellos, no como a alguna que otra madre de sus amigos que siempre los mandaba a jugar a la calle para que no le ensuciaran nada.

«¡Pero es que ahora se ha vuelto tan machacona y pesada. No hay quien la soporte...»

Pensando en la pesada de su madre llegó hasta los recreativos. Apenas recordaba el incidente de la plaza, aunque seguía cabreado. No echó monedas a las máquinas. Nunca lo hacía. En realidad, tampoco le gustaba mucho ir allí, pero no había muchas opciones.

Como siempre que había jóvenes, el grupo de los desocupados no tardó en hacer su aparición. No le gustaban nada aquellos chicos. A decir verdad, no eran ya chicos, sino adultos a quienes les interesaba rodearse de chavales. Siempre andaban ociosos, con su coche cubierto de polvo adherido a la chapa y sus ojos profundos mirando en todas direcciones mientras se hacían los simpáticos con aquellos que se dejaban apabullar por sus historias. Miguel sabía que se dedicaban a regalar a los chicos pequeñas dosis de su mercancía ilegal. Todo el mundo lo sabía pero nadie hacía nada al respecto. ¡Y era tan fácil dejarse llevar por ellos! En apariencia eran tres tipos normales que sabían ganarse a los chavales; los invitaban a cigarrillos asegurándoles que el aire que respiraban y las mierdas que comían eran más perjudiciales que el humo del pitillo. Los chicos, recordando el último escape de la Química del polígono industrial y el olor que dejó durante unos días en los barrios adyacentes, admitían el cigarrillo seguros de no hacer nada malo.

«¡Qué hay chaval...» uno de ellos se le acercó y Miguel respondió indiferente: «Pues ya ves... pasando el rato». Un poco temeroso de haber ofendido a aquel joven desaliñado con su indiferencia, se marchó para su casa...
 
Continúa en capítulo siguiente.
De: Cuentos del Puerto,  Miguel.
Ilustración: Débora Tráchter
 

sábado, 5 de octubre de 2013

Fragmento de "Paseo Deboriano por Rosario"




 Bar El Cairo en Rosario (Argentina)



Ya mis manos se enfrían al recibo del ocaso
y mis pies cansados buscan refugio
cuando, ante mis ojos,
abre sus puertas y me ofrece su abrigo el amplio espacio cerrado:
El Cairo que, ambientado en favor del poeta
me invita a tomar asiento en aquella mesa apartada,
al fondo, en la intimidad del rincón...

 

 
Fragmento de Rosario Deboriano
Fotografía: Débora Tráchter