La ventana me habla con voz de lluvia: «Es hora de que te
asomes al día» me dice. Es una de tantas. La casa está llena de ellas. Las más
cercanas son las habituales que proporcionan claridad a mi vida. A ellas me
asomo para sentir que estoy viva. A través de sus cristales observo la llegada
del sol por encima de La Ponera; en ellas
agilizo el movimiento de mis brazos cuando su opacidad me indica que es el
momento de lavarles la cara; frente a sus hojas entreabiertas me sitúo para
aspirar el aire fresco que baja desde la sierra, y para adivinar la brisa que
en los días calurosos del verano me ofrece en una larga caricia mi playa
porteña. Y cuando llega la noche las
cubro con finos lienzos y me despido de ellas. Tan solo una queda vigía en mis
sueños, permitiendo que observe a la luna y las estrellas mientras mis párpados
ceden rendidos tras las horas de vigilia.
La lluvia golpea con fuerza, y resbala, vencida. Yo escucho su
llanto, desde el otro lado, y me reconforto en su derrota. Es la ventana de Amparo, parida para mis
letras, la que me mira llorando. Detengo en ella mis horas y escribo al
recuerdo, al tiempo y al pueblo. Estamos en
primavera, y tan pronto pase la lluvia y el cristal seque su llanto,
vendrán de nuevo los aromas de la tierra. Es llanto primaveral que pasa raudo y
trae consigo efluvios de azahares. Ambas nos reconciliaremos, mi ventana de Amparo soportando la lluvia y
yo. Me tomaré un breve descanso para ir a mis quehaceres y quizá mañana
rescate del álbum cualquier otra ventana. Tal vez recurra al arte de los
grandes.
¿Por
qué no a Magritte? Él poseyó la Llave al campo. Abandonó tristezas y
melancolías; atravesó cristales y corrió por los mágicos caminos del
realismo pisando suelos de tierra,
sangrando el alma y olvidando instantes viejos. Desde su ventana dotó de
libertad a pinceles y colores. Se
desprendió de etiquetas sujetas a modas y creó naturalezas varias. En esas me
sumerjo cuando ansío el aire fresco de los atardeceres verdes. Descalzo mis
pies y paso de largo por entre los vidrios rotos que tanto hieren mis plantas.
Y vislumbro mi cuerpo que transita ligero. Me río del mundo y de mí y canto con
voces que no siempre son mías; y solo a veces, vuelvo la vista hacia atrás para
comprobar que la ventana no se movió, que espera mi regreso y mis manos porque hay que limpiar las
trizas.
Consciente de que habré de volver a ella y encerrarme a recoger los
cristales rotos, me hago la remolona y busco otras ventanas en las que detener
la mirada. Me salen al paso unas cuantas. Algunas ya son viejas conocidas,
otras, son ventanas nuevas, regalos de amores constantes que comparto con
aquellos que desean mi compañía. Ventanas en ruinas de las que no quiero
desprenderme, que me obsequian con cielos azules y vivencias de otros días.
Me gusta contemplar la ventana en ruinas
de Ismael...

...Y cuando me paro ante ella y me deleito en el paisaje a través de la
vieja madera, me crezco en el orgullo de la madre que reconoce la sangre propia
en el hijo. En la podredumbre de sus hojas hallo la belleza del tiempo, y en la
ausencia de sus cristales la accesibilidad hacia los azules de un cielo
invadido por nubes blancas. Entonces recuerdo otros azules y otras manos. Otros
medios y otras técnicas. Aquí no hay telas ni finas cerdas. No hay acrílicos ni
sensaciones surrealistas. Tan solo la mirada más allá de la visión; únicamente
un pasado que reclama a voces la atención del objetivo, y un instinto que
obedece disparando un haz de luz…
(Continúa en siguiente entrada)
Ilustraciones: Lluvia en la ventana, Amparo Gil
La llave al campo, Magritte
Ventana en ruinas, Ismael Murria Estal
Precioso texto Lola, precioso. Y es que tu tienes sensibilidad para esto y para mas. Me encanta leerte.
ResponderEliminarGracias. Tus palabras son un aliciente para seguir con la pluma o teclado.
EliminarPrecioso
ResponderEliminarGracias; Kaouter
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