martes, 9 de febrero de 2016

CASETAS -Cap. Primero.


Capítulo Primero
 

 
Criado en los barrios de la periferia, era amigo de los gatos y de las gentes sin techo. Cada noche paseaba su ronda por los restaurantes de élite de la ciudad. Aquellos coches brillantes y el estilo de las personas que abrían sus puertas para asomar sus lustrosos zapatos sobre el asfalto, le hacían sentirse en la más baja de las miserias.

Observaba sus zapatillas, arrebatadas con gran esfuerzo a un gigantesco contenedor, y su jersey raído por el uso. Los pantalones de pana, heredados de un conocido de su madre, los llevaba arremangados en los camales para evitar los traspiés que le producían los casi veinte centímetros que le sobraban del largo de sus temblorosas piernas.

En su recorrido nocturno le gustaba arrimarse a las prostitutas que ofrecían sus servicios a los noctámbulos necesitados de sexo. De esta forma conseguía hacerse con unos pitillos que más tarde regalaría al abuelo, con los que éste, tras aspirar el humo, lo expulsaría formando los pequeños círculos que producían en el muchacho un éxtasis visual.

Quizá el ambiente estuviera tranquilo en el barrio. Tras el jaleo de la pasada noche  toda la gente permanecía callada. Les bastaban sus miradas para comunicarse. Tendría que aprender el lenguaje de los gestos si en el futuro quería llegar a tener su estatus social en el entorno.

Todo estaba en calma cuando en la madrugada, acudió a la caseta en cuyo aire se mezclaban el olor a orín y a apio. El abuelo dormía en el viejo colchón, ese que constituía el mayor tesoro de los enseres que formaban el mobiliario de la casa. Su perro León dormitaba también junto al viejo y, al entrar Quico, se limitó a abrir un cansado ojo que volvió a entronar en cuanto lo identificó.

Guardó los cigarrillos en una caja de Farias, tan descolorida por el tiempo como el cajón de aquella mesilla que en su día ocupara un lugar privilegiado junto a alguna lámpara, en el salón de quién sabe qué señora.

El sofá que hacía las veces de cama y que quedaba oculto por una cortina, que se descolgaba más cada día, estaba libre. Su madre no había llegado todavía y posiblemente no lo hiciera en las próximas horas o días. Aun así, él dormiría en la colchoneta de goma, abandonada en la playa dos veranos atrás por algún bañista despistado.

Se acurrucó sobre su propio cuerpo y, tras ocultarse bajo la manta verde, se dispuso a esperar a que llegaran sus sueños. Cuando éstos aparecían se convertía en un joven estudiante como los que veía a menudo salir de los colegios de la ciudad. Se contemplaba a sí mismo frente a una vieja señora que, con un libro en la mano, se entregaba a la tarea de enseñarle unas lecciones que él asimilaba con la misma velocidad con la que los gatos echaban a correr, cada vez que los otros chicos de las casetas les echaban el pica-pica en las redondas pelotas que tenían junto a sus patas traseras. Otras veces veía desfilar ante él al abuelo que, vestido con un traje planchado y unos dientes blancos y sanos, se dirigía hacia un gran aparador sobre el que se apoyaba una botella en la que, de alguna manera, había conseguido penetrar un barco velero. Una vez delante del mueble, abría el cajón afelpado donde guardaba sus cigarrillos envueltos en cajitas doradas. Entonces aparecía su madre con aspecto de gran señora. Con la cara inmaculada y la sonrisa complaciente semejaba una diosa vestida de tules de finos colores. El cabello negro,  deslizándose hasta la cintura y formando ondas voluptuosas, parecía tener vida propia. Él la observaba cómo se dirigía hacia el abuelo y lo besaba en la mejilla mientras, delicadamente, le sustraía el cigarrillo que no tardaría en provocarle una nueva crisis de tos.

Cuando Quico despertaba de sus sueños y recorría su alrededor con la mirada, volvía a cerrar los ojos para seguir inmerso en su mundo fantástico.

 
El ruido de los camiones a su paso por la parte alta de las casetas lo devolvió a la realidad y le anunció que un nuevo día lo esperaba para mostrarle cuanto de bueno había en la vida, aunque él nunca llegara a saborearlo, porque su gente era un error de la naturaleza; algo antiestético pero necesario a la vez para demostrar a la sociedad más privilegiada su superioridad.

—¡Abuelo! —llamó— Vaya, ya se ha ido. —Comprobó Quico al echar de menos el viejo cochecito de bebé que el anciano utilizaba para transportar sus tesoros. Tal vez hoy le trajera alguna bicicleta desechada por un niño aburrido de ella. ¡Le hacía tanta ilusión! Los chicos del barrio se habían hecho con dos o tres que sustrajeron de un parque en un descuido de sus dueños, pero cuando se le ocurrió pedírselas prestadas para dar unas pedaladas recibió una pedrada en la cabeza. Además uno de los chicos se abrió la bragueta y le orinó sobre las zapatillas. La humillación superó con creces al dolor, y juró que jamás volverían a orinar sobre él. Estaba dispuesto a matar para escarmentar a quien lo intentara.

Con la ilusión de ver llegar al abuelo se dirigió hacia la caseta de la tía Juana. A medida que se acercaba, el aroma a tortilla de cebolla le recordó que no había probado bocado desde la mañana anterior.

—¿Qué pasa, Quico? ¿No ha aparecío aún la Candela?

—No —respondió el chiquillo indiferente a la ausencia de su madre.

—Anda, ven. Quédate quieto por algún rincón y ahora te pongo un bocao de tortilla; porque… has venío pa eso ¿verdá?

—Bueno…

—Oye, Quico, tú no sabrás na del tipo ese que encontraron la otra noche en la caseta de la Paqui, eh… —preguntó la mujer en voz baja entrecerrando sus ojillos legañosos.

—Lo vi una vez en el barrio de arriba. Iba con otro tipo muy tieso.

—«Vaya, vaya…» Anda, come, que estás ca día más arguellao. Tu madre tendría que ocuparse más de ti. Aquí no estamos como pa dar de comer a los hijos de… Bueno, hijo, quiero decir que lo único que los pobres podemos compartir es eso: la miseria. De eso nos sobra. Hay ratas pa dar y vender. Oye, ¿sabe tu abuelo lo del barrio de la zona norte? Cuando llegue dile que venga a verme porque he de hablar con él. ¡Hala!... ahora vete, no vaya a venir el tío Vicente. Si ve que te doy parte de su tortilla, me tocará la cara otra vez y aún me duele la última tunda.

—Adiós, tía Juana. Me acercaré hasta el puerto a ver si los pescadores me dan algo y te traeré para que hagas una olla bien grande.

—Muy bien. ¡Hala, vete ya!... si me traes algo haré una olla tan grande que daremos un banquete en las casetas.

El chiquillo se marchó y la vieja quedó entre unas prendas de ropa recogidas el día anterior en unos montones de basura. «Hay que ver cómo tira la gente sus ropas… Si parecen mismamente recién salías de la máquina. Hambre les daba yo a esas señoritingas. Hambre y buenos machos de mano dura», pensaba.

 
CASETAS -  LEH -Puerto de Sagunto -1995-
Fotografía: Ismael Murria Estal
 

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