sábado, 7 de noviembre de 2020

El clavo

 



Yo también recé.

Sí, muchas veces, durante muchos años recé.

Rezaba, imploraba y agradecía a un Dios omnipotente que me observaba indiscreto, que me analizaba y me compadecía o me sonreía según las circunstancias del momento.

Esa fe era una impronta de nacimiento. Casi la traíamos de serie en las características del individuo. Apenas la madre podía ponerse en pie tras el alumbramiento el bautismo neutralizaba al recién nacido, lo liberaba del pecado que aún no había cometido. Entonces, y solo entonces, le ponían el sello que lo validaba para caminar por la vida.

Sí, yo también rezaba. Rezaba mucho a ese dios. Y un día que ya no recuerdo, llegaron las dudas y las preguntas. No llegaron de un día para otro, sino poco a poco. Eran preguntas que nadie respondía. Algunos por ignorancia, otros por comodidad, y aquellos que quizá estaban más preparados para responderlas, por un interés oculto y excesivo, hasta peligroso. Porque entonces preguntar era de necios y pecadores. Cuando las preguntas eran muy incómodas la cruz de la herejía figuraba junto al nombre en las listas de ese dios omnipotente y omnipresente.

Seguí rezando, pero ahora con la boca pequeña, como quien tararea un estribillo anodino de una vieja canción que queda grabada en la memoria y cada vez es más molesta.

Llegué yo sola a la conclusión de que todo era una fábula, tan innecesaria para algunos como absurda o imprescindible para otros.

Comprendí que aquel dios, aquella fe, eran el clavo ardiendo al que todos se aferraban cuando la vida les fallaba.

Ahora, cuando en las mañanas me despierto con la tristeza a cuestas, siento cómo me queman las  manos.


Ilustración: Blas Estal - "Cuando las balas entraron en la biblioteca de Sagunto - 

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