Alto Horno |
Me he despertado temprano y, como en los últimos sábados, con
resaca presupuestaria. En vez de levantarme a preparar el desayuno o poner la
tele, me he quedado en la cama, quietecita y pensando… Y mis pensamientos me
han hecho retroceder unos cuantos años. He recordado cuando, en compañía de
unos amigos, allá por el año 1998, nos pasábamos por las promotoras
interesándonos por los pisos en construcción. En mis planes no entraba cambiar
de vivienda, pero en los de mis amigos, sí.
Ya entonces yo era muy negada para comprender según qué cosas.
Por eso, cuando mi amigo pedía toda clase de detalles referentes a la financiación,
mi atención se detenía reflexiva en el preciso instante en que la cuestión
giraba en torno a: “¿Y el garaje también entra en el precio del piso?” Yo daba
por hecho que sí, puesto que la entonces nada despreciable cifra de 14 millones
de las antiguas pesetas por un piso de 60 metros cuadrados bien podía incluir
el habitáculo del vehículo. Pero no… Ahí en ese momento era cuando el señor de
traje y corbata o la señorita de piel bronceada (casi siempre íbamos en verano)
nos indicaban aquello de: “Ese millón va en B”.
Llegaba sin duda una época de vacas gordas, influenciada quizá
por el buen hacer del gobierno de Aznar. También me viene a la memoria otra
frase dirigida a mí por algún familiar: “Antes estaba todo parado y ahora el
Puerto de Sagunto se mueve. No hay más que ver la cantidad de edificios nuevos
que se están haciendo. Y todo gracias a Aznar”.
Efectivamente, así era. Gracias a Aznar, aquí en mi localidad
porteña, en primera línea de playa y al igual que en otras localidades de la
comarca, no podías dirigir la vista al mar ni a las montañas de las dos sierras
vecinas sin que la arrogancia de las grúas entorpecieran tan bella visión. El
municipio fue abriéndose paso por todo su perímetro de una manera sorprendente
a la vez que temeraria. Se edificaba mucho y alto, pero también en pequeñas porciones
de pastillas de terreno y en la modalidad de adosados. Todo se vendía y, al
mismo tiempo, las edificaciones antiguas iban pasando a manos de las familias
inmigrantes que tomaban posiciones en nuestra actual sociedad (colegios,
centros de salud, asociaciones de credos varios…) Cualquier persona podía
acudir a su banco y que este le facilitara los millones para la compra del
piso, y si encima le caías bien, hasta los del nuevo coche y el crucero.
Yo seguía sorprendida y, como siempre, cuestionándome cuanto
observaba a mi alrededor porque me daba en la nariz que en algún sitio estaba
la trampa.
Por todas partes veía a los jóvenes (algunos de ellos
conocidos míos) conduciendo satisfechos y felices sus vehículos de alta gama.
Poco a poco mi pueblo se había ido convirtiendo en algo parecido a Beverly Hills:
chicos apuestos conduciendo magníficos coches acompañados de chicas monísimas
con pechos de silicona. A su vez, contemplaba a antiguos amigos, albañiles de
profesión, que de la noche a la mañana habían pasado a denominarse “constructores”.
Otros habían ascendido en el transporte, y ya no transportaban patatas en una
furgoneta, sino que se quedaban en su despacho mientras sus empleados hacían
las rutas comerciales, tanto en este como a otros países, a bordo de grandes
trailers. Otros amigos compraban una casa cuya construcción aún tardaría en
ponerse en marcha; la compraban en un despacho inmobiliario, bueno no, lo que
compraban era “un papel” en el que se detallaba la ubicación, los materiales
empleados en ella, fotocopia del plano, etc., y por ese papel dejaban un dinero
de señal. Después, estos amigos “decidían” que no les gustaba ya la ubicación
de la futura casa, ni tampoco el resto de los detalles que figuraban en el
papel comprado. Entonces, vendían ese “papel” a otro persona; pero no se lo
vendían por el mismo importe pagado por
ellos, sino que triplicaban su valor (el del papel, no el de la casa). Y estos
amigos compradores de casas en papel, nunca se decidían a esperar que las
hicieran y previa formalización de escritura irse a vivir a ellas. ¡No, qué va…!
Estos seguían comprando casas en papel y vendiéndolas antes de que hubiera que
formalizar la compra de la misma cuando estaba próximo el comienzo de su construcción.
El dinero obtenido por estos “pases de reserva” por supuesto nunca figuraba en
declaración de renta alguna. Y de esta forma también pillaron su bocado negro
los vendedores de coches, agencias de viajes y demás opciones para aquel que
tuviera dinero en efectivo para gastarlo en aquello que no era de primera
necesidad.
Y así, mi Puerto y sus alrededores iban creciendo, creciendo,
creciendo… Había muchas grúas, muchos buenos coches en manos de jóvenes y
muchas chicas delgadas con pechos exuberantes; muchas inmobiliarias; también muchos
inmigrantes que compraban sus pisos para, según ellos, vivir allí, pero que
luego, de lo que se trataba, era de alquilar las habitaciones a otros
inmigrantes y hacer así su propio negocio, convirtiendo sus hogares en posadas
bajo la atenta mirada de los vecinos nativos que veían cómo se deterioraba su
finca por falta de apoyo económico de los recién llegados.
No cabía duda de que en mi pueblo, antaño obrero y tenaz
luchador por los derechos de los trabajadores, se movía mucho dinero. Dinero
ajeno, puesto que eran los propios bancos los que lo facilitaban. No pedían más
garantía (cuando la pedían) que el aval de tus padres o de algún familiar o
amigo muy próximo a ti y que, por compromiso, no te mandaba a tomar por el
saco. Claro que… nunca se iban a imaginar que esta operación podía ser una
trampa encubierta del mismo banco para, con el tiempo, recuperar su dinero, tu
adquisición (incluida las mejoras que le hubieras hecho) y de paso, el patrimonio
de la persona que te avaló.
Todo se hizo sin malas intenciones. Se propició la
recalificación de terrenos por parte de los ayuntamientos; y los constructores,
la mayoría de las veces amigos de los consistorios, pudieron realizar sus
maravillosas urbanizaciones. Se puso en marcha la captación de chavales en los
institutos, los cuales fueron directamente a poner ladrillos bajo el mando de
estos constructores. Para poder asegurar
la venta de las nuevas casas y pisos, los bancos se pusieron de acuerdo
facilitando los millones. Los especuladores de terrenos y de inmuebles
comenzaron a pasear con aspecto abuitrado por mi Puerto de Sagunto; cuando
venían, compraban de una vez filas enteras de adosados en primera línea de
playa (por supuesto, antes de que estuvieran terminados de construir), y cuando
estaban acabados y algunos de ellos coquetamente amueblados, los ponían a la
venta por tres veces el coste que ellos habían pagado por cada uno de los
inmuebles. En unos pocos años, observábamos atónitos cómo el precio de la
vivienda se multiplicaba escalofriantemente mientras los sueldos apenas notaban
las subidas.
Al mismo tiempo que mi Puerto crecía, las avenidas se
llenaban de cafeterías, restaurantes, inmobiliarias, oficinas bancarias, coches
caros por el asfalto, siliconas y demás bótox. Y también al mismo tiempo, sin
que la gente se fijara en ello, la industria iba decayendo. El Puerto de Sagunto
ya no era el motor industrial de la comarca, sino el destino turístico de las
gentes de interior y de los inmigrantes
que veían una ocasión propicia para optar a la sanidad y a los comedores
escolares, a la vez que, bajo las históricas piedras de nuestro Sagunto
medieval, respiraban nuevamente los aires de otros tiempos, en los que también
ellos eran saguntinos.
Ahora, cuando aún sigo reflexionando y sin desayunar, me
pregunto, en qué momento osciló el primero de los ladrillos que soportan la
base de esta pirámide, y que hizo, primero, tambalearse al resto de ladrillos y,
más tarde, derrumbarse unos sobre otros, masacrando en su caída a los de abajo,
mientras los de más arriba, los ladrillos más gordos y menos apretados,
soportan el golpe amortiguados por los primeros.
Alguien me dirá, y de hecho me lo recuerda constantemente,
que fue la marcha de Aznar y la llegada de Zapatero. Pero yo, que soy muy
ignorante, tampoco soy tontica del todo y a veces me quedo sin desayunar
reflexionando y cuestionándome lo que otros creen a pies juntillas. A mí el
argumento de que fue Zapatero ya no me sirve. Busquen ustedes otro a ver si me
convencen.
Hoy muchos constructores de mi Puerto se niegan a reconocer
que su profesión era la de albañil. Quizá se debe a que su dinero “B” se les
está acabando y por eso arremeten contra aquel que supuestamente ha propiciado
su declive. Pero señores, la avaricia, a veces, es mala consejera, y no
necesita de agentes externos para echarlo todo por tierra.
Lo peor de todo es que los españoles no escarmentamos. Nos
roban delante de nuestras narices y siempre nos queda el consuelo de decir
aquello de: “Por lo menos son los míos quienes me roban y no los otros” (palabras
literales de un votante en la Comunidad Valenciana).
Fotografía: Ismael. Alto Horno rehabilitado
Fotografía: Ismael. Alto Horno rehabilitado