Dicen que hoy es el «Día del Padre». Lo dicen en
las redes sociales, lo dicen en la radio y lo están diciendo en los cortes
publicitarios de la televisión durante casi quince días.
Yo, después de felicitar a mi marido —regalo
de mi parte nunca hay—, me he puesto a recordar cómo eran, en otros días y
otras horas este «Día de…» Mi memoria a veces me sorprende, pues soy capaz de
recordar vivencias de este día desde muchos años atrás, incluso los Sanjosés de mi más tierna infancia, allá
en la calle del Convento. Aquel
convento era escuela y parroquia; esta última, dedicada al santo carpintero. Sobre
el altar, a un lado, la talla de San José; al otro, la de San Antonio María
Claret, que daba nombre a las monjas del inmueble; y en el medio, presidiendo
el altar y predominando su figura sobre la de los dos varones, ocupando el
lugar más alto, La Inmaculada Concepción.
A ella llevábamos flores cada día durante las
tardes del mes de mayo. Previamente, por las mañanas, antes del comienzo de las
clases, ya teníamos nuestra rutina de oraciones: diez minutos en la iglesia
antes de entrar al aula a comenzar la jornada lectiva. Pero esto era lo
habitual aunque no fuera el mes de María. En éste, las tardes eran un poco
festivas, porque no íbamos a rezar, sino a cantar aquello de ♪♫♫ Con flores a
María, que madre nuestra es…♫♫♫.
La iglesia estaba engalanada y olía de maravilla —entonces los niños no
teníamos alergias—, y las monjas mostraban sus caras más amables.
Sin embargo, en la mañana del Día del Padre, coincidiendo con el día del
santo patrón de la Parroquia de San José,
la misa de diez estaba dedicada al carpintero, y no a la virgen. Allí se dirigían las falleras
del núcleo obrero del municipio a realizar su ofrenda floral. Hoy la realizan
desfilando hacia la puerta de la Tenencia de Alcaldía, donde se instala una
plataforma desmontable en la que se coloca una imagen de la virgen. Ignoro cuál
de ellas tiene el privilegio de recibir la ofrenda.
Recuerdo aquellas mañanas, como recuerdo los
regalos que le hacía a mi padre para demostrarle cuánto lo quería en aquel día
especial. Eran estampitas con algún que otro santo, pero que, poco a poco,
fueron dando paso a otros menos inocentes, como eran aquellos paquetes de
tabaco que él devoraba sentado a la fresca en aquella calle de tierra, en
compañía de los otros vecinos. Eran cigarrillos sin boquilla, «pura hierba» diría
yo para ser más exacta: Celtas Cortos,
Bisonte… Después, ambos nos hicimos mayores y ya había Ducados; nunca tabaco rubio. Y de ahí, al mechero primero y al
encendedor bonito después. Luego, a medida que fueron pasando los años, llegaron
regalos más prácticos, camisas, pijamas,
discos de jotas navarras y aragonesas... Finalmente llegaron también los ramos de flores. Hasta que un año no
pude llevarle su regalo porque el trabajo me impidió ir a comprar los claveles
con los dos gladiolos. Entonces decidí prescindir de aquellos obsequios;
obsequios que estoy completamente segura que él no aprobaba, pues más de una vez le
oí decir aquello de «no quiero que me llevéis flores cuando…»
A pesar de la ausencia de regalos, y de mi
poca o nula motivación en estos «días de…», siempre tengo unas palabras para
él. Y a veces recurro al verso libre, ese del que sí tengo la certeza que le
llenaría de orgullo recibir. Le escribí largo y tendido durante muchos años,
mucho antes de que me atreviera a sacar a la luz ninguno de mis trabajos. A él
le hablé en cada uno de los fragmentos de De
Fragua y Yunque, poemario cuyo título dio nombre a este blog, y con el que
quiero recordarle una vez más:
…Luz que alumbras en mis noches
el vacío de tu ausencia.
Me asomo a mi memoria
y te acecho...
en tu fragua.
Templando el acero de mi sangre,
forjando mi destino entre tus sueños…
Del poemario: De fragua y yunque (fragmento)
Ilustración: Blas Estal.