lunes, 27 de agosto de 2012

Retorno a la calle olvidada


 
 
El quinqué de la abuela
 
 
Tras la tormenta en el cielo comenzaron a abrirse algunos claros. Del suelo emergían vapores que llenaban el aire de ese aroma especial a tierra mojada, y los pajarillos, poco a poco, tímidamente, hicieron su aparición comenzando su tertulia de cada tarde.
    Las puertas que daban acceso al patio interior se abrieron. Una tras otra, las ancianas, con paso torpe y vacilante, fueron saliendo dirigiéndose a ocupar los bancos que junto a la fuente del jardín recibían ya los primeros rayos de un sol que, fiel a su cita, acudía nuevamente a dar un poco de calor a aquellas viejas y gastadas articulaciones.
 

 
En el ocaso de tus días
cuando la razón se oscurece
las ideas retornan a la vieja calle.
Calle de Canalejas...
calle sin soledades
calle sin sufrimientos...
Pavimentada de esperanzas
acicalada con almidones
pórtico de adolescencias...
 
Calle, calle...
Calle tuya.
Calle donde te pierdes
cuando la razón te olvida
y eres de nuevo una niña.
 
Amanecer en un laberinto
donde nunca hallar camino,
donde no escuchar la voz perdida
de tu corazón que ha enmudecido...
 
Ya no hay luz en la razón
que de vieja no camina.
Permanece en un rincón
que te hace sentir viva...
 
 Calle, calle, calle tuya:
Tu calle de Canalejas
en la que hoy te cobijas
y, sin embargo,
te olvida.
 
 
 
Del poemario: Breves poemas para una despedida.
Ilustración: Blas Estal

martes, 14 de agosto de 2012

Déjame soñar con la otra orilla


 


 


 


Déjame soñar con la otra orilla

donde otra realidad me dibuja los caminos sin fronteras,
sin los lazos de absurdos disfraces de una cultura docta y bella
-que no sabia-.

Déjame exhalar desde lo alto de tu muralla el aroma de otras ideas
y que pueda dibujar en mis retinas el contorno de un césped inmaculado
donde retozan los deseos adolescentes ocultos bajo la hierba
en la noche oscura.

Déjame sentarme junto al arcén que bordea el asfalto caliente al llegar la tarde
donde yacen las voces de la idea misma,
donde el caucho chirriante es el canto de mi sombra
estirada y muda.

Permíteme quedar en esta parte donde pueda conversar  con mis silencios
viendo pasar de largo a las sonrisas ajenas a mi presencia de barro cocido.

Déjame quedarme en esta orilla
y observar las luces de colores intermitentes de los locales del placer,
de la rigidez de sus cuerpos de carne.

Déjame gozar por un instante de la ingravidez de mi cuerpo de piedra
para no tener que soportar el peso de la impotencia 
cuando en la noche
el prostíbulo mancilla el vacío de mi sueño.

Aleja de mi boca el sabor agridulce de ebrios jadeos al amanecer el día
y aleja también de mi mirada el reflejo de mis ojos rasgados
ante el espejo de las horas malolientes de la tarde
en el corrupto wáter del bar al otro lado de la carretera.

Déjame permanecer en esta orilla de la realidad
donde los grises poetas escriben sus versos con la sangre de la despedida
y déjame soñar con otras brisas de otros mares diferentes
donde en otro tiempo floreció la belleza.

Déjame vivir el instante mismo del deseo
para que pueda albergar la esperanza de acariciar la divinidad de unas manos viejas
agrietadas por la labor de la tierra.

Deja que respire en un segundo
el aliento de mis horas allá en la otra orilla del gran mar,
allá en el horizonte de mi origen
donde las últimas piedras me hablan de mi historia en una lengua extraña que fue mía
y que ya no comprendo.

¡Oh mi orilla virgen...!
hermana virginal de mi cuerpo y de mi hambre
cuando el sueño de lo absurdo me arrancó de ella
y me trajo hasta este lado
donde los hombres prostituyen mi cuerpo en las noches
y las mujeres me desprecian y rechazan en las mañanas
dándome a frotar cada rincón de sus pulcras alcobas tapizadas,
hallando en mis manos mestizas
la mano de obra barata para abrillantar sus fachadas
de elegante cristal tallado...

Déjame soñar con la otra orilla
donde otra realidad me canta al oído
que hay caminos sin fronteras
y paz en todas las lenguas.


Del poemario: La otra realidad (1999)
Ilustración: Blas Estal, de la serie: Mujeres




jueves, 9 de agosto de 2012

La tarde en agosto





Por la tarde...

La tarde se muestra gratamente serena. En la casa hay silencio. Todos se han ido después de los postres y el alboroto de los más pequeños ha dado paso a la quietud que, poco a poco, se ha instalado por cada rincón.

Ya no hace tanto calor. El aire acondicionado ha cedido a la apertura de las ventanas por las que ahora, cercano el crepúsculo, se introduce sigilosa la brisa que, brincando por encima de las montañas, se precipita desde la costa.

Se escucha la música, «San Rafael», y el ambiente se vuelve más propicio para el descanso y la reflexión. La señora Andrea ya ha recogido el comedor y su marido está atando la bolsa de la basura y en breve se acercará hasta los contenedores, algo alejados del núcleo urbano.

Este año tampoco se irán de vacaciones. Hace dos que ya no van. Es por la crisis. A ellos no les afecta mucho porque, como jubilados, cuentan con una -casi cómoda- pensión. Pero hay que ayudar a los hijos. El trabajo está muy mal y además es precario.  Así que no les importa salir un poco menos, porque tener cerca a los hijos y nietos es lo que realmente les da vida. Vienen todos los domingos;  a veces, hasta los sábados. Y la casa parece que bulle. Es por los niños que no paran. Pero luego se van y vuelve la calma. Y en esa calma Andrea se regocija y Antonio, su marido, se crece. Se sienten saturados, henchidos de paz. El tiempo que pasan con ellos lo disfrutan como si fuera el último instante, porque saben que un día uno de los dos partirá y ya nada será igual, ni el sabor de las comidas, ni la brisa mediterránea, ni el trajín de los niños. Por eso cada minuto lo saborean como si fuera el último.

A la noche tal vez salgan a dar un paseo hasta el puente. Allí se ven las estrellas con mucha nitidez y hay unos bancos muy cómodos desde los que observarlas. Si está raso y hay luna llena los picos de la sierra serán visibles, cercanos, y se sumarán a la escena.

Desde la casa de Andrea, orientada hacia levante, se contemplan los tejados de las casas vecinas, marrones, de tejas antiguas, y el marido pasa las tardes de verano apostado en el balcón fumando sus últimos cigarrillos. Siempre dice que son los últimos, pero no consigue dejarlos. Ella, mientras tanto, conecta la tele y la deja sin volumen. No desea oírla. En realidad tampoco la mira. Solo la pone por costumbre —dice—, se acostumbró hace muchos años a tenerla conectada, cuando sus hijos eran tan pequeños como lo son hoy sus nietos. Pero de aquello hace ya bastante tiempo y los programas ya no son tan interesantes. A ella le gustaba Curro Jiménez y Un, dos, tres… pero el de Quico Ledgard, los posteriores ya no eran igual de entretenidos.

Antonio entra de vez en cuando al salón dejando una estela de olor a tabaco a su paso. Andrea reniega mientras teje sus labores. Yo escucho sus voces desde mi balcón y sonrío. Me encuentro muy cerquita, justo en la casa de al lado, y sus rutinas se entremezclan con las mías que adivinan mi propio futuro, a la vuelta de la esquina.

De pronto las campanas de la iglesia se entrometen en su conversación, a la vez que a mí me impiden escuchar la música con la que hasta entonces se relajaba mi vecina mientras tejía su tapete de ganchillo. «San Rafael» da paso al repique que se ha ido haciendo más intenso y, a no mucho tardar, la banda de música se sumará a la sinfonía eclesiástica. Este año hay nuevos educandos y los que se iniciaron el pasado año pasean ya sus instrumentos junto a los más veteranos.

Antonio sale otra vez al balcón y enciende de nuevo un pitillo. Yo me apresuro a levantarme de mi silla y dejar mi libro con su punto de lectura para más tarde. Nos saludamos desde nuestros respectivos balcones, apoyados ambos en la barandilla salvando las jardineras con los geranios y, como presentía,  el hombre protesta indignado por las campanas de la iglesia a las que de buena gana mandaría fundir y silenciar. Republicano y apóstata no aprueba su perseverancia. En el interior de la casa, su esposa ceja en su tejido y apaga el reproductor de la música acallando a Marradi. Se asoma también al balcón y me saluda contenta y alegre. «¿Te vienes? —pregunta— Me cambio el calzado y en un momentito estoy arreglada». Yo rechazo la invitación y muy pronto la veo cerrar su cancela y dirigirse calle abajo hacia la plaza de la iglesia. Es el día de la Virgen y en breve la imagen iniciará su recorrido anual por las calles estrechas del pueblo. Andrea avanza con paso rápido y seguro mientras se estira el vestido de domingo eliminando una posible arruga. Antonio me mira y mueve su cabeza con gesto de desaprobación. Yo le sonrío y vuelvo de nuevo a mi asiento bajo la ventana, en mi balcón, a seguir con mi lectura mientras mi memoria evoca otras tardes de verano y otros repiques de campana.

Fotografía: Ismahell.