viernes, 30 de agosto de 2019

El retiro - último día





Llega el final de este retiro improvisado junto al mar. He tenido la casa para mí sola, sin más compañía que la perrita. Mucho silencio, interrumpido, menos tiempo del que yo hubiera deseado, por unos truenos lejanos. La lluvia pronosticada no hizo apenas acto de presencia. Hubiera sido estupendo subir a la terraza y ver cómo se tomaban de la mano las aguas del mar con las del cielo. Pero eso pasó de madrugada y no era cuestión de salir de la cama sino de dormir plácidamente con el sonido de la lluvia como música de fondo, por lo menos mientras durara la precipitación.

Ha sido una soledad solicitada inconscientemente, tal vez la pedía a gritos sin darme cuenta. Quienes están a mi lado, no obstante, sí que se percataron de esa necesidad. Me conocen bien.  Aquí, en este retiro, he comulgado con el silencio de mi propia voz que me ha ido dictando momentos recientes, pasados y también futuros. En estos últimos me he detenido a menudo sin llegar a tomar apuntes sobre ellos. No quiero, y tampoco debo. No me apetece escribir sobre algo que no sé cómo será. Lo que llegue me tendrá a su disposición serenamente, para disfrutarlo o padecerlo, según convenga.

De los momentos recientes pasados he reflexionado sobre los últimos meses. Intensos, llenos de alegría y de un exceso de actividad que ya tenía olvidada. He vuelto a criar, esta vez, quizá «malcriando». De escribir cuentos he pasado a inventarlos y narrarlos en susurros, mientras la luna escuchaba indiscreta sobre el cielo de nuestra terraza. Me he dejado seducir por los primeros balbuceos de quien se incorporó a mi vida con el comienzo del año. Esos momentos no tienen precio.

Y mientras todo esto me mantenía ocupada, bajo mi nuca, donde comienza la espalda, ha ido naciendo una chepita. Esa chepita de abuela, redondeada, que parece entorpecer la posición erguida del cuello. Yo la llamo la «chepita dulce de iaia».

Y la iaia, como otras iaias y iaios, se fue al balneario de Alhama de Aragón. Un lugar precioso, refugio de escritores y, en otros tiempos, de personajes influyentes y privilegiados. Es un lugar idílico, donde la estructura del viejo edificio contrasta con la línea moderna de los vehículos estacionados en el parquin que ocupa el recinto ajardinado. De mis primeras impresiones al adentrarnos en el complejo hotelero doy cuenta en esta breve nota redactada allí mismo, entre las sombras proyectadas por la arboleda que me cautivara nada más llegar:

¡Oh, qué bonito! Pero… ¿y esto?

Todo el jardín infestado de caucho y potencia. No queda apenas un árbol que no sirva de techumbre a modo de palio sobre los coches. Casi no se disfruta del boj en su hermosura verde y fresca de la tarde. Miro a mi alrededor y observo la indiferencia entre las piedras que forman la arquitectura del viejo edificio.

No hallo la magia por ningún sitio. Si acaso en el lago, en sus aguas sumisas. Junto a su orilla se agolpan las hamacas, blancas, de plástico, como en un IKEA cualquiera. Sin embargo, algo me dice que el lugar fue muy hermoso, y yo deseo atisbar esa belleza. Apenas me sumerjo unos minutos para sentir el abrazo de sus aguas. No hago pie y eso me incomoda. Nunca aprendí a nadar.

Me sumo al resto de albornoces blancos. La escena me recuerda los sanatorios mentales de las películas en blanco y negro. Los albornoces blancos que caminan en grupo charlan y ríen. Los más próximos a las orillas del lago juegan con algunos niños, pocos, que vienen desde el pueblo a refrescar sus cuerpos protegidos por manguitos flotantes.

Bañadores y bikinis de colores varios estiran sus cuerpos a nado, seguros ante la calma que emana del lago, muy alejada de la que muestra mi Mediterráneo en estos días de finales de agosto.

Desde mi hamaca blanca de IKEA, yo también toda de blanco, hago como que leo. No puedo centrarme en la lectura. No, mientras vea de soslayo y oiga, aunque no entienda, a mis vecinos de descanso y albo albornoz.

Nos quedan bastantes horas por delante. Nuestra cita para el circuito termal es a las siete de la tarde y ahora no sé si reír o llorar cuando me contemplo, tumbada en la hamaca, junto al lago, envuelta en mi albornoz blanco y haciendo como que leo.

Ya ha pasado una semana del viaje. Fue corto pero intenso. No nos conformamos con quedarnos todo el tiempo en el hotel tomando las aguas que dicen «medicinales». No, nosotros perseguíamos nuestra propia ruta, buscábamos caminos por donde dejar las huellas de nuestros pasos. Encontramos uno muy cerquita, sin apenas abandonar los jardines del balneario. Discurría paralelo al río Jalón que atraviesa el municipio. Es una pequeña ruta circular de unos cinco kilómetros. Nos supo a poco. Deseábamos caminar más tiempo.  Esa brevedad en el paseo nos permitió encontrarnos, por sorpresa, con una actividad cultural que no esperábamos y que, personalmente, me satisfizo mucho: La exposición permanente en el municipio en homenaje a J.Luis Sampedro, hijo adoptivo de la localidad.

La visita nos ocupó unas dos horas. En ella se muestra toda la andadura del escritor desde su nacimiento hasta su último día. Paneles informativos, vitrinas con gran cantidad de sus manuscritos, escritos de su puño y letra con anotaciones en los márgenes, fotografías familiares y otras públicas con personalidades relevantes del mundo de la política y de la cultura… y una proyección con distintas entrevistas en los medios. Como no podía ser de otra manera, no pude resistir la tentación de comprar uno de los libros puestos a la venta allí mismo y cuyos beneficios son destinados a la asociación que protege y custodia todo lo que allí se expone.

Relax, paseo y cultura. Todo lo habíamos llevado a cabo en tan solo tres días. Era el momento de despedirnos de Alhama y volver a casa. Me quedaban tan solo veinticuatro horas para poner al día los apuntes archivados en mi cabeza, aquellos que no había anotado en mi libreta de notas o el ipad. El descanso de verdad llegaría en breve, junto a mi playa, sin más compañía que la perrita, los poetas y mi libreta amarilla.

Pero esa… es otra historia de la que os he venido dando cuenta puntualmente.


fotografía LEH - Lago de Alhama de Aragón 


miércoles, 28 de agosto de 2019

El retiro - día tercero





La lluvia ha pasado de largo sin apenas saludar. El sol brilla de nuevo recordándome que aún es verano a pesar de lo fresquito de la mañana. Apetece un chal sobre los hombros mientras desayuno acompañada del jazmín y del poeta. La perra está perezosa y no me exige el paseo matinal. No así los pajarillos. Estos llevan a cabo su tertulia desde que amaneció. No consigo identificar uno de los trinos. Está sobre la copa del pino de la casa vecina. Al otro lado de la calle otro trino idéntico le responde. Tal vez se están saludando, o quedando para volar juntos en la tarde hasta quién sabe que otro árbol distante. De fondo, el cucuú cu, habitual donde quiera que me encuentre, ya sea en la montaña, en la casa del pueblo o aquí en la playa.

Se acaban las vacaciones y el verano feroz, más largo y cálido desde hace unos años. Se irá muy lentamente, ya se aprecia en la temperatura de la mañana y de la tarde, cuando el sol se oculta tras las sierras. En las horas diurnas todavía persiste su fortaleza y aún nos ofrece unos días de baño en la playa que no hay que desperdiciar. Aún no nos cobran impuestos por introducirnos en las plácidas aguas de nuestro litoral. Aprovechémonos pues de esa gratuidad. Y hagámoslo con premura, antes de que las olas arrastren hasta nuestra costa los cuerpos mutilados de los desgraciados migrantes.

Yo prescindiré de ese baño. Intento visualizar el próximo otoño y vuelvo a pensarme desde dentro, reinventarme una vez más. Tal vez vuelva a la poesía, o al bullicio de las grandes vías de la ciudad y a los paseos matinales por los jardines de su río. Hasta es posible que me aleje por un tiempo de las redes para no conocer los despropósitos de cuanto leo a diario y los vientos de retroceso social a los que estamos expuestos. Dañan a mi vista tantas imágenes devastadoras de un mar convertido en una gran fosa y aquellas otras donde los bosques sucumben ante brutales llamaradas, que he de cerrar los ojos para evitar el dolor…

Pero, ¿cómo prescindir de todo eso? ¿Cómo vivir de espaldas a los despropósitos de quienes pretenden gobernar, no solo el país sino el mundo entero? ¿Cómo conformarse y no protestar y hacerles frente? ¿De qué manera cuando la impotencia de paso a la desgana?

Y cómo dedicar el pensamiento a tales aberraciones cuando de fondo se oye el trinar de los pajarillos sobre los árboles vecinos, el susurro de las olas que llegan mansamente hasta la orilla de mi playa al otro lado de la tapia…, cuando el poeta reposa bajo la rama de jazmín que me embriaga mientras me deslizo por las páginas de mi libreta amarilla.


lunes, 26 de agosto de 2019

El rostro






La muerte tiene su propio rostro. Manuel Vilas también lo cree. Lo viene a describir en su libro ORDESA. Yo también lo creo. Su rostro comienza a asomarse por los pies. Es donde primero se adivina su presencia. Los dedos se vuelven extraños, como los de los muñecos de cera. La transformación va elevándose hacia los tendones, tobillos, pantorrillas… Y hasta parece que las rodillas sonríen.

Yo lo recuerdo. Recuerdo el rostro de la muerte desde este momento que es instante de vida. Hay vida en el silencio del parque, a pesar del ladrido lastimero de un perrillo que intuyo todavía cachorro recién nacido. Llora, desconsolado. Tal vez lo han dejado encerrado en la terraza y reclama la compañía de su dueño.

Vida y muerte… tan similares, tan distintas. Tan en silencio la una, tan bulliciosa la otra. Tan ansiada y acompañada la primera, tan temida y solitaria la segunda. Tan propias e indisolubles ambas.

El cachorro no calla y yo sigo recordando el rostro de mi última muerte. Esa a la que asistí durante horas. La vi muy de cerca. Apenas le dije nada. No quería importunarla. Venía con sus mejores galas. La presa era sabrosa: tenía piel de poeta y manos de artista. Y tenía ojos de niño sumiso.

Sí, era una buena presa para una muerte que llegaba vestida de domingo, y que poco a poco fue poseyendo aquel cuerpo cada vez más inerte y más vacío. A medida que ascendía hasta completar el recorrido de aquellas piernas, carentes ya de musculatura desde hacía semanas, se sentía más bella, casi sensual. Ambas nos mirábamos. Me robaba algo que yo consideraba mío, de una propiedad extraña. No obstante, yo la dejaba hacer. No oponía resistencia. Ella me sonreía desde aquel cuerpo que ya no emitía sonido alguno. Un cuerpo que tal vez estaba ya en paz con la vida y consigo mismo y que se abrazaba a aquella presencia que dejaba un olor que no me era desconocido por completo. Porque… ella, la muerte, avisa a través de su perfume, lo expande por las paredes de la sala. Se sabe ganadora en la batalla y se siente hermosa y arrogante.

Desde que poseyera los dedos de aquellos pies ulcerados yo también sabía de su próxima victoria. Me sonreía desde los pómulos hundidos en aquella cara que ya no se pertenecía a sí misma. Desde los pies se había ido arrastrando, succionando a través de las venas, de las fibras, de la piel misma… ya apenas quedaba un leve asomo de aquella ajetreada vida. Ya todo era aquel olor extraño  en su último ascenso hasta el arco occipital y las primeras líneas de unas sienes ya prescritas. Un olor que permaneció unos instantes suspendido en la sala.

Y la muerte, con su vestido de domingo y su rostro altanero, se elevó y me dejó allí sola, sollozando sobre aquel cuerpo que había quedado desposeído de alguna substancia que aún hoy no sabría definir. Ignoro qué es lo que arrastró tras ella en aquel transitar por el cuerpo agonizante. Lo que quiera que fuere, se lo llevó todo. Lo absorbió por completo dejando algo muy frío en su lugar.

Comprendí que ya la muerte no me miraba, que se había ido llevándose a su preciada presa mientras yo observaba el caparazón abandonado que ya no pertenecía a nadie. Ni siquiera a sí mismo.

Sí, la muerte tiene rostro y también un olor propio. Avisa cuando llega sin haber sido invitada. Tiene mucho poder la muerte. Llega y se instala a su antojo, y toma aquello a por lo que viene. Nada la detiene. Consigue su presa y se la lleva entre las garras. Después desaparece dejando la sala a oscuras, la plaza inmersa en la rutina y en el silencio de la mañana, un silencio apenas quebrantado por el ladrido lastimero de un pequeño cachorro abandonado en la terraza.


Imagen:Máscara -  Blas Estal, 


El retiro








Remanso de paz… Me acomodo en un rincón de la terraza, un rincón ideal para la lectura. Selecciono de la biblioteca el Tomo III de LAS OBRAS COMPLETAS DE GARCÍA LORCA, donde habla de sus viajes. Lo abro por el capítulo dedicado al Monasterio de Silos.

En la playa el sol aún está bajo tras el horizonte. La temperatura es magnífica a estas primeras horas de una mañana de agosto que ya anuncia su despedida. El olor del jazminero de la casa vecina que se cuela como un intruso en la escena se suma al atractivo de mi rincón. La perrita duerme, o hace como que duerme, junto a su caseta bajo el porche. A veces abre un ojo perezoso y me mira. Tal vez quiere asegurarse de que sigo aquí, de que no se queda sola ni abandonada en periodo vacacional.

El jazmín me embriaga y me lleva en volandas hasta Silos, hasta su monasterio. Es la magia del momento que se suma a las letras del poeta granadino:

[…]No cesan los perros de aullar…  En las paredes altísimas y blancas de la celda, la luz amarilla de una vela pone ondas de sombras extrañas y vivientes latidos que lo llenan todo. A veces parece que el techo se quiere hundir en la opacidad lejana de la luz… Siguen los perros su tragedia. Alguien desde una ventana, quizá lleno de religiosa superstición, quiere hacerlos callar… Hay miedo intenso en mi alma. Dentro de mí se agita una afirmación sobre el aullido de los perros, que escribió el loco y fantástico conde de Lautréamont. En la habitación se quebraban melosamente dos grandes chorros turquesa de la luna. [.]

La perrita abandona su lugar bajo el porche, mira hacia ambos lados y, lentamente, viene sumisa hacia mí. Yo interrumpo la lectura y, también lentamente, como ella, me desperezo y me dispongo a tomar mi libreta amarilla y mi boli de gel azul.


fotografía LEH,  Jazmín