Hace unos
días mi amiga y tocaya Lolapé decidió
adentrarse en lo que yo denomino «museo del lector». Allí hizo acopio de varios
libros, uno de ellos pensando en un regalo para mí. Según ella, le gusta mi
forma «impresionista» de escribir. Por ello, cuando en el museo, ante sus ojos
apareció Tole, catole, cuneta, de
Javier Villán, no se lo pensó dos veces. Lo tomó entre sus manos, se colocó sus
gafas de montura de pasta y, tras dar un exhaustivo repaso por sus páginas, lo
echó a su carrito de compra.
Ni que
decir tiene mi sorpresa ante este regalo. Lo primero que aprecié en él fue su
sabor a viejo; después, su formato de tapa dura con lomo reforzado y el ocre de
sus páginas, así como la textura apergaminada de las mismas.
A medida
que lo iba ojeando, mi amiga Lolapé
me iba diciendo quién es el autor, a qué se dedica y el porqué de haberse
decidido a escribir este libro. Entre las dos, y bajo la atenta mirada de
nuestros respectivos esposos, fuimos comentando el tema y lo apropiado de las
ilustraciones.
No es
este un libro que cuente nada nuevo aparecido en el mundo durante los días de
incertidumbre y movimiento que atravesamos; ni tampoco una de esas novelas
cuyos protagonistas atraviesan distintas aventuras en épocas de sobresaltos.
No; este es un libro que recoge los antiguos juegos con los que los niños
aprendían a convivir, a la vez que compartían los olores de la naturaleza y las
materias que ésta les proporcionaba para su uso y disfrute, en los ratos en los
que la faena en los campos, o en el interior de los hogares, les daba un
respiro. Pero, además de juegos, en estas páginas encontramos cancioncillas y
sentencias donde las palabras viejas, la mayoría de ellas en desuso, cobran el
protagonismo de antaño. Algunas de ellas me llegan a través del autor de forma
diferente a como yo las retuve en mi memoria; y algunos de los juegos que aquí
se muestran se descubren por primera vez ante mi mirada, que los observa un
tanto perpleja por lo inusual del juego en cuestión.
Sin duda,
en el paseo por estas páginas no pasa desapercibido el punto de reflexión
acerca de los cambios sufridos por nuestra sociedad en lo concerniente a la
educación lúdica de nuestros infantes, y a los medios que les proporcionamos
para que aprendan a relacionarse, mediante el juego, con los demás niños. Y es
en este punto de reflexión donde me pregunto si nuestro interés al proporcionarles
estos medios está directamente relacionado con su aprendizaje o si, por el
contrario, va dirigido a nuestro propio interés, en un intento por dedicarnos a
nosotros mismos y a nuestro trabajo sin que nuestros hijos nos importunen. Si
la televisión vino a competir con la calle, ahora —llegado el tiempo de la era
informática— hasta la creatividad de los más pequeños pasa obligatoriamente por
el filtro del ordenador y de los monitores en colores que atraen la mirada de
los más pequeños y, con ella, su interés.
No soy
experta en pedagogía infantil, como lo es mi amiga Lolapé, pero advierto la falta de ese contacto con la tierra, con
los bichos…, con los colores naturales de la vida, sustituidos hoy por el colorido
artificial del plástico. Observo, sobre todo, la falta de curiosidad ante el
brillo exagerado de esa estrella que sobresale por encima de las otras; y la
escasa cercanía en la relación cuerpo a cuerpo entre los niños durante el
juego. Espero que en los colegios de infantil se dedique el tiempo suficiente a
estos elementos tan indispensables en el desarrollo del niño, ya que en el
interior de las familias este aporte ha quedado relegado a un último plano. Tan
solo la competición con la pelota es estimulada desde la más tierna infancia.
Quizá es que los padres y abuelos actuales debemos hoy reeducarnos para poder
ser capaces de educar a quienes vienen por la primera esquina de su tiempo.
Estos son algunos de esos juegos que se realizaban extramuros de los
hogares y que a muchos nos parecerán bestiales; incluso pudiera ser que hoy
los padres fueran amonestados por permitirlos, aunque no son más perjudiciales
que otros actuales en los que está en juego algo más que un chichón, y cuyas
consecuencias solo sean visibles a largo plazo:
«El pincho: juego que precisaba fuerza y
rapidez por parte de sus jugadores. El
instrumento utilizado era un palo
de madera al que se clavaba una punta de hierro en uno de sus extremos. El
primer jugador clavaba su pincho en la hierba y el resto debía hacer lo mismo,
uno tras otro. Las clavadas quedaban así marcadas en la tierra. El juego
consistía en derribar el mayor número de palos clavados y lanzarlos lejos
mediante un golpe del propio…
El pite era
algo parecido al béisbol americano.
Los objetos necesarios para su práctica eran, como en el juego anterior, muy
simples: una pala de madera de aproximadamente medio metro de longitud y uno
quince centímetros de diámetro en su parte más ancha, donde cada cual adaptaba
la empuñadura a su propia mano; y el pite
—que daba su nombre al juego— que consistía en un trozo de palo de apenas diez
centímetros de largo, afilado por los dos extremos. La construcción de la pala
y la perfección con que se tallaba el pite
eran el toque de distinción, la referencia marcaba el prestigio de cada jugador
en este juego.»
El Burro, El Chorromorro, El Pañuelo, El Escondite,
Capar el Agua, Las Tabas, Las Canicas, El Corro, El Castro (Xambori)… son otros tantos juegos rescatados del olvido en
esta pequeña obra.
Las
educadoras infantiles ejercen actualmente, de alguna manera, de madres y padres en
ausencia de éstos; entre sus labores de educadoras-cuidadoras procuran
establecer el equilibrio adecuado entre lo viejo y lo nuevo; se interesan por
esta clase de libros con el fin de rescatar lo positivo de lo que en ellos se
nos cuenta, y saben que han de emplearse concienzudamente en interpretar aquel
papel llevado a cabo en aquellos otros días por los hermanos y hermanas mayores,
verdaderos guardianes de los más pequeños; tanto en lo tocante a la educación
como a su cuidado físico. Hermanos y hermanas mayores que, en ocasiones, significaron el modelo a
seguir para quienes les sucedían, y de cuyas voces evoco hoy alguna cancioncilla
perdida en la memoria y reencontrada en este regalo de mi amiga Lolapé; en especial, aquella que hablaba
de lo particular de mi patio:
El patio de mi casa es particular;
cuando llueve se
moja como los demás.
Agáchate…