Velados los sentidos por el recuerdo de
aquella hermosa visión, Malena se dejaba mecer por la emoción y el deseo. Su
cuerpo estaba tenso, y aunque afuera la escarcha cubría la superficie del suelo
del huerto, sus mejillas enrojecían y la humedad se acomodaba allá donde su
piel formaba pliegues bajo su propio abrazo.
Sólo lo había visto en una ocasión, pero la
imagen de aquel cuerpo permanecía constantemente en sus pensamientos. Sobre
todo cuando al finalizar las horas de luz se encontraba a solas, espiándolo a
través del pequeño ventanuco y observando las estrellas y la luna, cuando ésta
se dejaba contemplar desde el pequeño habitáculo.
En el joven se adivinaba una anatomía
perfecta, como cincelada por los genios del arte. Bajo la blanca camisa anudada
a la cintura, Malena acertó a descubrir unas porciones de vello castaño allí
donde su pecho se hundía y expandía al ritmo que el impulso por la labor le
marcaba. Sus manos eran fuertes y una vez más se sintió atraída por aquel tacto
—que imaginaba suave y cálido—, cediendo ante la fuerza arrastrada desde aquel
antebrazo curtido por el sol.
Durante unos instantes, el hombre clavó la pala en tierra y secó el sudor de su frente con el dorso de la mano; a
continuación se inclinó sobre un saliente de la fuente y refrescó su
rostro tras beber unos tragos de agua. Allí, junto al caño improvisado mediante
una de las hojas de las adelfas de la orilla del camino, al levantar la vista
hacia el edificio de piedra su mirada se cruzó con la de Malena, que permaneció
impasible, presa de una pecaminosa excitación.
Cuando el hombre reanudó su trabajo, ella ya
atesoraba aquella mirada y la sonrisa con la que fue obsequiada desde la huerta
colindante. Volvió a su lectura aun con la seguridad de que ésta ya no le
aportaría la paz de días pasados. Al contrario: en adelante aprovecharía cada
vez que abriera su manual de oraciones para disfrazar sus pensamientos que,
desde las miradas de las otras mujeres, no respondían sino a una calma interior
acorde con el lugar en el que se encontraban.
Los días transcurrían entre aquellas lecturas,
los paseos al aire libre y las oraciones que desde niña repetía cada tarde con
la llegada del ocaso. A veces ayudaba en la cocina; otras, cosía la ropa que
serviría para cubrir del frío a los niños más pobres. Pero cuando la claridad
del día anunciaba su despedida, se apresuraba hacia la soledad de la pequeña
alcoba. Apenas veía el camastro sobre el que un pequeño crucifijo le recordaba
su condición. De nuevo buscaba las estrellas y el resplandor de la luna que, a
buen seguro, se ocultaría por algún lugar afuera de los muros de piedra.
Evocaba el sonido de la risa y desandaba los recuerdos en busca de aquel cruce
de caminos: aquel que le dispuso el destino, o los «designios de Dios» como las
otras mujeres llamaban a aquel embrollo de situaciones que las situaron en su
presente.
Ubicada en su intimidad se dejaba llevar
lentamente, proyectando aquella extraña sensación, hacia su nuca primero, hacia
los lóbulos de sus orejas después, liberadas ya de la inmaculada prenda que
cubría su cabeza. Con los ojos cerrados acertaba a contemplar la sonrisa en
aquel rostro de mirada profunda y atrayente; y, al adentrarse en aquella
mirada, se dejaba recorrer desde el primer centímetro de la piel de sus pies
desnudos, por aquellas manos fuertes que pensaba delicadas. Intuía el avance de
las caricias por debajo de las enaguas, a la vez que lentamente utilizaba sus
propias manos para abrazarse a aquel torso imaginado… Y a medida que su
respiración se humedecía, sentía el calor deslizarse desde el cuello hacia el
vaivén originado en la curvatura de la pelvis.
De espaldas a la culpa se entregó a la dulzura
producida por aquel juego. Primero sobre la superficie de sus pezones erectos;
después, el deseo la llevó a depositar la calidez de sus labios en la
rigidez de aquella otra piel que la provocaba desde lo más indecoroso del cuerpo
del joven, cuya sola evocación la transportaba a lo más bajo de los infiernos y la sumía en el mayor de los deleites jamás imaginado.
Hasta sus entrañas creyó albergar la
prolongación del cuerpo amante que, aun ausente, era capaz de introducirse en
su inmaculado espíritu que lo recibía con inusitada furia y lo atraía
hacia sí abrazándolo posesivamente.
La respiración de Malena se transformó en una
sucesión de jadeos constantes, interrumpidos súbitamente cuando un último
estremecimiento, acompañado de un grito mudo de placer, la sumió en la quietud
y el sosiego. Durante unos minutos permaneció abrazada a
sí misma, mientras sus piernas continuaban meciéndose al compás de su pecho que,
lentamente, recobraba el ritmo cardiaco.
Afuera la luna se asomaba tímidamente por
entre los árboles frutales de la huerta vecina; tal vez anduviera iluminando
alguna otra alcoba frente a las viejas piedras que formaban los muros que rodeaban
el recinto.
Mientras tanto, en la celda contigua, la
Hermana Irene, con el crucifijo entre las manos permanecía
de rodillas en las frías baldosas del suelo. En sus oídos pesaban insistentemente los susurros penetrados a través de la exigua pared que la separaba de la
celda de la hermana Malena. Sobre su cuerpo dolían aún las caricias que allí
había depositado la priora la primera vez que ella, una vez hubo mudado sus
ropas y alterado su nombre, atravesó los muros del convento, renunciando no
solo a la vida que dejaba tras de sí, sino también a su propia identidad que
permanecería por siempre enclaustrada por el hábito y la culpa.