Del cajón donde guardaba sus bocetos sacó
una cuartilla con dos corazones dibujados. Los dos corazones estaban unidos por
una estrella, y mientras los observaba en silencio tomaba conciencia de la
confusión en la que estaba sumido.
Hacía ya muchos años que él no se evadía
de la rutina de las sábanas dibujando corazones rotos y corazones engalanados.
Aquellos eran otros días, unos días grises y eternos en los que consumía
grandes dosis de tediosos programas televisivos, amenizados a veces con la
visita de algún vecino que, como él, estaba sobrado de horas y falto de días.
Dejó de dibujar corazones cuando en una
cálida mañana de primavera, al abrir las ventanas de su habitación de par en
par, observó fascinado cómo los rayos del sol penetraban en los rincones más
profundos de su inconsciencia.
Fue para él, según dibujó más tarde, un
estallido de luz dentro de su pecho. Fue, aquel suave y recién estrenado
latido, la mejor y jamás escrita sinfonía. Fue su «regalo de vida», un regalo
por el que muchas almas derramaron gotas de sal por sus mejillas en aquella
mañana de primavera.
Era tanta la dicha que circulaba por sus
venas que danzó y danzó sin parar, y en medio de aquella danza se desprendieron
de su paleta de pintura los colores más preciados, y de aquellos pinceles que
con tanta dulzura habían trazado durante tanto tiempo los contornos de aquellos
corazones rotos y aquellos corazones engalanados, se desprendió también la
realidad.
Ahora, cercano ya el último baile, no
recordaba dónde había colocado sus dibujos, ni dónde guardaba su «regalo de
vida». Confuso y aturdido por tanta danza, donde le quedaba algo de amor él
sólo encontró traición, y cuando se decidió a abrir de par en par sus ventanas,
en vez de los rayos del sol, contempló con resignada expresión cómo la mañana
gris le sonreía invitándole a la última copa mientras arropaba su silueta
frágil y descarnada.
De: AL PIE DE LA CALDERONA - Poemas para una ausencia - (Abril, 2008)