miércoles, 30 de diciembre de 2015

Un viejo artículo


 Blas Estal Hernández nació en Puerto de Sagunto, el 14 de Junio de 1952. Cursó estudios de Enfermería y desarrolló su trabajo como ATS, primeramente en el hospital Virgen de la Arreixaca de Murcia para, desde allí, pasar al Ruiseñores de Zaragoza, y más tarde a la Residencia Sanitaria La Fe de Valencia. Coincidiendo con su estancia en el hospital valenciano, se manifestaron en él los primeros síntomas de una larga enfermedad cardiaca que le apartaría definitivamente del mundo laboral en el año 1986, no sin antes haber realizado sus servicios en el Laboratorio de Urgencias del Hospital de Sagunto y, posteriormente, de nuevo otra vez en Murcia, en la Unidad de Quemados del Virgen de la Arreixaca.
 
En el periodo que abarca desde 1986 hasta 1990, alterna sus horas entre el reposo en cama y su ya vieja compañera: La Pintura. Es por esas fechas, el 6 de Abril de 1990, cuando es sometido a un trasplante cardiaco en el hospital Gregorio Marañón de Madrid.
 
Tras una rápida recuperación, y con unos resultados altamente satisfactorios, se encuentra ante una vida que había quedado interrumpida diez años atrás, en los cuales, ha tenido que superar duros golpes personales, entre ellos la muerte de su padre que lo marcará de manera extraordinaria.
 
Es entonces cuando descubre una amplia gama de posibilidades que le brinda la vida recién adquirida gracias a la generosidad de un donante anónimo, y comienza a disfrutar de los colores de la hierba y del Mediterráneo; pero, sobre todo, de un aire puro que entra libremente en sus pulmones y cuya sensación ya no recordaba.
 
Paralelamente a su reinserción en la vida, nacen en él nuevas formas de ver la pintura a la que tantas horas ha dedicado durante su enfermedad, y va creando nuevos conceptos y añadiendo elementos de diferentes matices y texturas en sus añejos lienzos.
 
Comienzan las exposiciones de sus obras por la región de Murcia, y estas son alternadas con su incorporación a la asociación ALCER como un miembro más de las personas que se dedican a la divulgación de los temas referentes a la donación de órganos y a los resultados que producen en los pacientes que esperan ávidos de vida en las camas de los hospitales.
 
La creatividad se va adueñando de su espíritu, y además de la pintura, comienza a escribir breves poemas y algunos cuentos, en los que sus sentimientos más profundos e íntimos afloran a través de la tinta recordando siempre a su donante desconocido, al padre que él mismo eleva a la categoría divina y, cómo no, a las «ausencias injustificadas»
 
En estos momentos, a su pasión por la pintura y la literatura se suma la escultura, de la que va entrando en detalles a partir de unas sencillas piezas en hierro que elabora mediante su sentido de la creatividad y de la genética aportada por su progenitor, forjador y calderero de los Altos Hornos de Puerto de Sagunto.
 
De entre sus escritos, me gusta entresacar uno que le mereció el Primer Premio de Testimonio de Vida que cada año organiza la asociación ALCER:
 
 
AL DONANTE ANÓNIMO
 
Mi perdido sentimiento
en la intimidad de tu gesto
diluido en los matices
solidarios del instante
 
Desconocido rostro que brillas
desde el alba de tus latidos
pulsa tu luz en mi pecho
y que mis pasos se deslicen
por tus horizontes, a mí ofrecidos
 
Sólo mi agradecimiento
puedo mostrarte
marcando así tu grandeza
que le disputa a la rosa
su aliento
 
Un amanecer me ofreciste
desde tus ocasos siempre presentes
sueños hallados
en el cénit estrellado de tu Aura
 
Con esta humilde rosa pretendo
mantener intacta la belleza
de tu rostro
en el interior de mi alma-
 
 
 
- B.Estal -
 
 
Un viejo artículo para -Taller de Prensa, EPA Miguel Hernández, 1994 -
Imágenes: Blas Estal en Murcia
Óleo: LA OFRENDA (Al donante anónimo) -B.Estal-

 
 
 

martes, 15 de diciembre de 2015

La Misa del Gallo



 




En la calle olía a invierno. Algunas estelas de humo se elevaban por encima y por detrás de las caravanas y de las tiendas. Era el 24 de Diciembre y La colonia bullía de gente. Los niños, ataviados con gorros y bufandas de lana, cantaban antiguos villancicos ajenos al frío y a las nostálgicas miradas de los más ancianos que se perdían en otras navidades, al parecer, irrecuperables en los tiempos actuales.

En una de las caravanas, Isabel ayudaba a su iaia a reciclar lo que en su día fueron cortinas. Metros y metros de tela que servirían para hacerle varias camisas el iaio y alguna que otra prenda a la niña. En un apartado rincón, en el interior del viejo baúl, se amontonaban otros trapos, éstos, ya inservibles  para cualquier uso que no fuera el de enjugar las futuras menstruaciones de Isabelita.

Iaia, cuéntame otra vez el cuento de la travesía de Manu y Sandra —pidió Isabel a su abuela.

—Isabel, sabes que solo me gusta contarte cuentos cuando caminamos por el campo.

—Ya…, pero hasta la próxima primavera no podremos subir al barranco. Y yo me aburro. Aún falta mucho para que venga la feria.

La abuela, se levantó pesadamente de su silla y, con un gesto, la invitó a recoger las telas. El abuelo no llegaría hasta una hora más tarde y el reparto de la cesta no se llevaría a cabo hasta la hora del Ángelus. En la colonia, la gente iba a lo suyo, y lo suyo era: no intervenir en la vida de los demás. Así que, en voz muy bajita, una vez más, la iaia se dispuso a retroceder en el tiempo evocando unos días que, aun cercanos, parecían tan remotos como los de los primeros cristianos, allá en tierras ocupadas por el imperio de Roma.

—Eran los tiempos en que reinaba la luz en la tierra. Manu y Sandra vivían felices en su casita, en un barrio cercano al hospital en el que Sandra atendía a los niños deficientes que acudían a su consulta… —comenzó a relatar la iaia.

—Iban acompañados de sus papás, en busca de nuevas terapias que atenuaran en alguna medida sus carencias. —interrumpió la niña que sabía la historia de memoria.

—Sí, en efecto. Sandra investigaba los efectos que las nuevas terapias producían en el desarrollo cognitivo de aquellos niñitos. Cuando ella les hablaba, éstos sonreían, o lo intentaban, pues no todos podían hacerlo. Se mostraban tranquilos en presencia de Sandra porque era un ser excepcional. Ella deseaba tener un niñito, pero no podía concebirlo de Manu.

—Y entonces decidió recurrir a la Ciencia que ella tan bien conocía —.se adelantó Isabel.

—Manu, por aquellos días se dedicaba al diseño de muebles. Lo hacía muy bien y le llovían los contratos. Con sus respectivos trabajos se permitían llevar una vida bastante desahogada. Viajaban mucho. En uno de aquellos viajes, Sandra se sometió a una inseminación con el fin de poder alcanzar su sueño de ser mamá.

—Pero no lo tuvieron fácil, ¿verdad que no, iaia?

—No, Isabelita. A las pocas semanas, el hospital retiró a Sandra de sus investigaciones. El trabajo de Manu aún les permitiría seguir con su ritmo habitual de vida durante algún tiempo. Pero el futuro no se presentaba nada halagüeño. No obstante, nunca se vinieron abajo. Lucharon por que el hospital recuperara los recursos que le permitieran a Sandra seguir con su trabajo de investigación, pero todo fue en vano. Los recursos se iban para otro lado.

—Y la luz sobre la tierra se fue apagando poco a poco…

—Nunca se apagó del todo. Quienes lo intentaron jamás pudieron alcanzar su objetivo. Hay cosas que no se pueden comprar ni con todo el oro del mundo, Isabelita. Y aquella batalla por la posesión de la luz la ganaron los débiles. Los fuertes no pudieron apagar jamás el calor del sol ni el reflejo de la luna. Aunque sí se erigieron en dueños y señores de los beneficios que su transformación proporcionaba.

Iaia, ¿el iaio nos acompañará esta noche a la Misa del Gallo? –preguntó Isabelita cambiando de tema.

—Claro. Irá toda la colonia. El alcalde ya nos dijo ayer que este año el Oficio iba a ser especial. «Vendrá un invitado de peso» fueron sus palabras. Los últimos años las navidades han sido muy tristes y desde la Oficina de la Comunidad van a hacer lo posible para que se recupere aquel espíritu navideño de antaño. Aquel en el que las personas vestían sus mejores deseos y desnudaban sus rencores dejándolos en suspenso hasta unas semanas más tarde.

—¿Será eso posible, Iaia? ¿Sería posible que Manu y Sandra regresaran de aquel exilio y retomaran su antigua vida? —la niña ansiaba el momento en que «la normalidad» volviera a las calles. Era un deseo compartido por todos pero silenciado, igualmente, por todos.

—Yo no llegaré a verlo, pero estoy segura de que volverán los días de la luz. Ya seguiremos con el cuento en otro momento, Isabelita. Ahora debemos arreglar la caravana. Ve a jugar a la calle con los otros niños.

Isabel ayudó a su abuela a poner en orden los pocos enseres que constituían el ajuar y se marchó a la calle. Faltaba poco para La hora del Ángelus. Aquella era la establecida por los servicios sociales para repartir la comida a las diferentes colonias que proliferaron en la periferia de las ciudades. En la cesta ese día contarían con una pastilla de turrón y unos mazapanes. A los abuelos de Isabel tan solo les darían la ración de la niña. Ellos se conformarían con los panecillos y las sardinas. Quizá, si todo iba como aseguraban desde la megafonía de la oficina municipal, al año siguiente compartieran algo más que las sardinas y los panecillos. ¡Le hacía tanta ilusión a la iaia elaborar alguno de aquellos manjares que tanto gustaban al iaio!  Pero aquello era cuando las navidades se celebran en el interior de las casas de ladrillo; con la familia alrededor de la mesa; cuando el rey de todos los ciudadanos ofrecía un discurso que solo unos pocos se tomaban en serio, mientras otros muchos lo veían como uno más de los gags humorísticos de los espectáculos que se emitían en la Noche Buena. Porque entonces aquella noche sí que era Buena; las de ahora eran tan solo una imitación. No obstante, la nueva generación las disfrutaba al máximo. Solo unos pocos nostálgicos con la edad suficiente para recordar antiguas festividades con sus correspondientes misas y ágapes, eran conscientes de lo manipulado de las navidades actuales, y asistían a los Oficios tan solo porque era lo que se esperaba de ellos.

A medida que se acercaba la media noche, los vecinos de la colonia se iban preparando para iniciar el recorrido hacia el centro, hacia la iglesia adjudicada al distrito. Los niños, delante de la comitiva portando pequeños cirios aún apagados, candelillas cuyas mechas no prenderían hasta la señal convenida. Detrás, en procesión, los hombres a un lado, con el uniforme de sus respectivos gremios. Las mujeres ocuparían la otra fila, todas ataviadas con negra mantilla, todas ellas con las caras limpias de maquillaje, todas con el reflejo de la castidad en sus rostros. Las  embarazadas ocuparían el centro de la procesión, entre los hombres y las mujeres. Ellas serían sin duda las protagonistas de la noche. A ellas se dirigirían los sermones vinculados a las antiguas leyendas. Sus gestaciones recibirían las bendiciones correspondientes, y, una vez finalizados los cánticos y aleluyas, las vírgenes adolescentes se postrarían ante los cuerpos hinchados de las gestantes. A ellas rendirían pleitesía y a ellas se someterían hasta el alumbramiento.

A las doce en punto de la noche, el Oficiante pediría silencio absoluto. Era el momento esperado por los más pequeños. De pronto, el tañido de campanas daría la firme estocada a ese silencio. Llegaba el instante en que los cirios y candelillas prendían todos al mismo tiempo. Isabel sonreía satisfecha entre los otros niños. Un brillo especial iluminaba sus ojos y con gran alegría desfilaba ante el altar, en busca de su preciado tesoro. Primero comulgarían los pequeños, y después les seguirían en orden los adolescentes, las mujeres adultas y los hombres. Las embarazadas no lo harían. En la Noche Buena no les era permitido. Sí participarían, sin embargo, del abrazo del Oficiante, así como de, el del más alto dignatario eclesiástico, invitado de honor a la ceremonia y cuya presencia constituía todo un privilegio.

La iaia, con semblante triste, contemplaba el regocijo en Isabelita, pero se sentía incapaz de compartir su alegría. El iaio, con más rabia que tristeza en su rostro, disimuladamente contemplaba también, pero no a la niña, sino a su esposa. Por más que lo intentaba no podía seguir aquel juego. Muy a su pesar se había convertido en una de aquellas piezas del tablero. Solo le quedaba apretar los puños y tragarse su rabia.

El Oficiante del ritual lo sabía. Y también contemplaba con gran interés los rostros de los otros adultos, adivinando los pensamientos de cada uno de ellos.  En algún momento de la ceremonia su mirada se cruzó con la del iaio. No era la primera vez que éstas se cruzaban. No hacía muchos años, aquel hombre, hoy envejecido por el orgullo reprimido, le hacía frente dialécticamente desde un inmerecido escaño. El asunto de la mujer científica y su pareja diseñadora ocupaba las páginas de los diarios. La concepción, así como la relación amorosa entre las dos mujeres atentaban contra todas las leyes naturales. Había que impedir aquella abominación. Pero habría que hacerlo sin dañar la vida del futuro ser que se desarrollaba en el interior de aquel cuerpo entregado al vicio y a las malas artes. Urgía la detención de Sandra y Manuela antes de que el bebé naciera. Había que actuar deprisa, pero con cautela para no tener a la prensa internacional metiendo las narices en el asunto.

La ceremonia llegaba a su fin. Poco a poco, los asistentes fueron abandonando la iglesia. El abuelo fue el último en hacerlo. Animó a su mujer a que se adelantara hacia la caravana. «Ve para allá, que yo te alcanzaré enseguida» le dijo. La mujer obedeció preocupada y sumisa. Como cada año, su marido esperaba a que saliera el último de los fieles; aún le quedaba un poco de aquel orgullo del que fue despojado y que le permitía volverse de espaldas al gentío de la calle y mirar de frente a aquel Oficiante ataviado con túnica bordada con hilos de oro y plata. Observaba cada uno de sus movimientos al recoger los sagrados elementos. El Oficiante se sabía observado y se complacía en ello. Lentamente limpiaba la copa sagrada, hacía las genuflexiones correspondientes y se volvía hacia el hombre empequeñecido ante el quicio de la gran puerta. Tan solo quedaba iluminado en el interior el espacio reservado al altar.

Un último cruce de miradas y un recuerdo compartido: «la persecución solapada de Sandra y Manuela. El exilio de éstas hacia países todavía no contaminados con el despropósito; la casita de madera en aquel pueblecito de alta montaña, en la que Sandra alumbró a Isabel con ayuda de la iaia y de la matrona venida desde el otro lado de la antigua frontera. Abuelo y Oficiante recordaban que de eso se cumplían hoy, exactamente a estas horas, los nueve años. Ambos revivían el momento en el que la matrona, una vez cortado el cordón umbilical de la niña, se retiró para realizar una llamada telefónica desde su móvil. “Voy a llamar a casa para avisarles de que no tardaré en llegar”, le dijo a Manuela. Cuando al cabo de una hora, llegaron los hombres del gobierno, las tres mujeres comprendieron a quién había llamado en realidad la matrona. “La urdimbre tejida por la araña siempre tuvo un alcance infinito”, dijo la iaia dirigiéndose a los hombres. Estos hicieron oídos sordos al comentario de la abuela. Presentaron unos papeles a las mujeres en los que se les obligaba a salir del país y dejar a la niña a cargo de los servicios sociales. Manu y la abuela se abalanzaron sobre ellos pero todo fue en vano. Fueron reducidas sin dificultad. La ley así lo dictaminaba. Podían emprender un largo camino judicial, pero no contaban con los recursos económicos necesarios para iniciar el primero de los pasos. Las tasas solo estaban al alcance de aquellos que no necesitaban recurrir a las  leyes porque, precisamente ellos, eran quienes las elaboraban. Pero el gobierno era tan coherente y sus normas tan benévolas con quienes las desobedecían, que estaban dispuestos a que la niña se criara con los abuelos. Por supuesto, bajo la atenta supervisión de los miembros de la Oficina de la Comunidad y del Oficiante correspondiente.

Las mamás de Isabel se rindieron ante esta benévola oferta del gobierno. Asumieron su exilio lejos de su familia y de la niña por la que lucharían desde la distancia. En la madrugada del día de Reyes partieron hacia el país vecino. La iaia y el iaio volvieron a su casa de la costa; él a la serrería que proveía a la multinacional del mueble, y ella, como antaño, a sus labores. En cuestión de un par de años, su casa, como la de tantos otros, sería precintada y puesta a disposición del poder financiero. Más tarde, y gracias a las ayudas estatales, les fue concedida una caravana en la que instalarse en las afueras de la ciudad. Lejos de la playa pero también lejos de la montaña. Ambos núcleos pertenecían ya a las élites, así como los centros de las grandes ciudades donde se preservaba la cultura y los bienes de interés arquitectónico.»

Llegaba el momento de volver a la colonia. El abuelo, a modo de despedida, dedicó una última e irónica sonrisa al Oficiante. Éste, no supo cómo interpretar aquella ironía y, preocupado por ella, en la seguridad de que ocultaba un último mensaje, desapareció dejando en el silencio aquel altar presidido por los símbolos sagrados: A la derecha del altar, un gran mural con el perfil de la gran hoz sobre fondo azul; a la izquierda, en otro gran mural, el de un águila imperial sobre fondo rojo; y en el centro, presidiendo el altar, esmaltado en oro, el símbolo de la banca mundial: Ave y herramienta en el interior de una gran moneda de oro… tres personas distintas y un solo dios verdadero.

—¡Iaio, mira qué bonito!

En la calle, los fuegos artificiales cegaban el resplandor de las estrellas robándoles protagonismo en la noche. La gente era feliz. Cantaban y bailaban, y la mayoría daba gracias a Dios por vivir en un país cuyos dirigentes velaban por el bienestar de sus ciudadanos. Lejos quedaban los días del abuso, del consumo innecesario y de las falsas libertades.

En una de las caravanas, la iaia observaba desde lejos los destellos de colores en el cielo cuando vio la silueta del marido dibujada en el camino de entrada a la colonia.

—¿Y la niña? —preguntó la mujer.

—La dejé con sus amigos para que disfrutara un poco más de la fiesta. Tranquila mujer, que está bien vigilada. No le pasará nada. Vendrá con los padres de los otros niños.

—¿Por qué sonríes, Antonio?

—Por nada, Rosa. Por cierto… En cuanto llegue la primavera, comenzaremos la educación de Isabelita.

La mujer también sonrió. Besó a su marido en la frente y se dispuso a ordenar los trapos del baúl del rincón, aquellos que ya no se podían reciclar. Bien ocultos entre el forro de unos abrigos viejos, acarició las páginas de aquellos libros. No eran muchos, desde luego; algo de Jesús de Nazaret, Sartre, Sampedro… pero, en lo alto del monte, en uno de los voladizos del pico con nombre de diente, se encontraba el gran tesoro. Pacientemente esperaba de nuevo la visita de la familia de Sandra y Manuela. Allí, juntos, en el interior de la cueva, en una esquina de la oquedad, lo suficientemente adentrados lejos de cualquier incidencia forestal que las abrasara, se abrazaban las palabras de los dioses antiguos: Tales de Mileto, Sócrates, Engels, Nietzsche, Volney, Ortega y Gasset … Y en un pequeño nicho bien custodiados, los apuntes recopilados por Rosa sobre las mujeres silenciadas; Diotima, Hipatia, la mística Teresa, Simone de Beauvoir, la Camps y la Zambrano, Ouka Leele, Ana Mª Matute…

—¡Iaia, ya estoy aquí. ¿Has visto los fuegos?! —Isabel llegaba eufórica.

—Claro que sí, Isabelita. Y ahora, como ya hemos asistido a la misa del gallo y hemos cumplido con nuestras obligaciones como ciudadanos, vamos a celebrar tu cumpleaños como a nosotras y al iaio nos gusta celebrarlo.

—¡Bien! —dijo susurrando su emoción—, en secreto, en voz baja, y mirando a las estrellas a través de la ventana de la caravana. —La niña estaba acostumbrada a que sus cumpleaños se celebraran en la intimidad del aquel hogar después de la misa del gallo. Ahora esperaba su regalo, aquel que no podría compartir, de momento, con sus amigas.

—Hoy, dedicaremos unos minutos a los poetas —susurró el iaio antes de comenzar a leer la vida y obra del hortelano—. Nació en un pueblecito de Alicante, llamado Orihuela. En 1910…

 
 
Aportación al colectivo: I CERTAMEN CUENTOS DE NAVIDAD - ÁNGELES PALAZÓN
fotografía: LEH
 
 

sábado, 12 de diciembre de 2015

Desasosiego


Los sueños y las pesadillas, pesadillas y sueños son.


Le dieron a los hijos la corbata «Es para que no se ensucie de sangre» dijeron. Éstos, de forma mecánica, como venían haciendo desde las últimas horas, tomaron la prenda sin prestar atención al porqué de la entrega. Después, todo sucedió de forma rápida.

Al llegar la noche, ella se encontraba sentada en el aseo, con los pies introducidos en la bañera grande, blanca; los lavaba con agua abundante y jabón de pastilla. Frotaba sus plantas con fuerza cuando un reguero de sangre comenzó a mezclarse con el agua que, ahora, teñida de rojo, se perdía apresuradamente por el desagüe.

«La toalla debe de estar manchada de sangre por una de sus puntas, esa que se ha resbalado hasta el fondo de la bañera» dijo a su hijo que se encontraba al otro lado del aseo. Él no respondió, permaneció sordo a sus palabras.

Siguió frotando con fuerza sus plantas, y cuanto más frotaba y más cantidad de agua y de jabón empleaba, más sangre cubría el fondo de la bañera. Comenzó a preocuparse cuando observó que en uno de sus pies, una zona se ennegrecía extendiéndose hacia los dedos y el talón. Entonces recordó que le habían quitado la corbata para que cuando diera comienzo el proceso previo a la autolisis no se manchara de sangre.

Reflexionó acerca de la presencia en la escena de una tía y una prima, presencia que era innecesaria, aunque se alegró de verlas después de tantos años.

Se olvidó de la sangre y de las dos mujeres; ahora su temor se centraba en la tristeza en que se había convertido el rostro del hijo, tan cerca de ella en aquel cuarto de baño, y tan lejos ya, para siempre.

 *

Las primeras luces entraron por la ventana de la habitación y, de un salto, se levantó de la cama. Sintió deseos de llorar pero no lo hizo. Fue directamente al aseo, y sin mirar siquiera la bañera cubierta por la cortina de plástico, se lavó la cara con abundante agua y se quedó largo rato contemplando su rostro reflejado en el espejo.

Durante el resto del día, solo la visión de un cuerpo inerte, con una corbata sujetándole la mandíbula, le recordó que, algún día, la vida dejará de ser sueño y el sueño cobrará vida cuando se haga real la despedida.

 
De: Breves II
Imagen: Blas Estal

 

viernes, 20 de noviembre de 2015

Diario de un poeta esquizofrénico

 
 



Al llegar la noche, la soledad
y el deseo. La demencia...

La pluma se deja acariciar
mansamente
por la voz del poeta enamorado.

Sucumbe al abrazo que la domina
y, seducida, se deja llevar
a través del ritmo
en suave danza.

Y a cada paso de baile
la pasión se acrecienta
aun con la certeza
de un éxtasis imaginario.

 
Sabe que el último poema
                             no acaba con el último verso
 
 
 
De: Episodios Cotidianos -libro IV-
Imagen: Blas Estal

domingo, 15 de noviembre de 2015

A ellas



 
 
Dicen que existen las hadas
más allá de la ventana
 
que cantan en las noches estrelladas
a las mujeres que penan...
 
Que abrazan sus sueños
en las madrugadas.
 
 
 
De: Episodios Cotidianos - Libro III -
Imagen: LEH


martes, 10 de noviembre de 2015

En el parque








De nuevo en el césped estiro mi cuerpo bajo el sol y escucho la música en el reproductor: la mía, la de siempre...
 
Bob Dylan me susurra a través de los auriculares mientras te observo caminando hacia el otro lado del parque.
 
Contemplo tu cuerpo de espaldas y siento que eres otra persona. «Tienes sus mismos andares» te digo cuando regresas. 



De: Notas Breves.
Imagen: I.Murria

viernes, 6 de noviembre de 2015

La tarde entre costuras





 

Mucho se comenta durante los últimos tiempos acerca de la procedencia de los productos que consumimos: si el aceite que venden en las grandes superficies es español o marroquí, si las naranjas son de la comunidad Valenciana, el maíz de nuestros campos, etc. ¿Y la ropa que adquirimos en los establecimientos o franquicias de más renombre, así como en los mercadillos de nuestras plazas?

Constantemente escucho y leo en las redes sociales aquello de: «Primero los de aquí». Pero cuando se trata de adquirir los productos de consumo diario, los que cubren nuestro cuerpo o aquellos que nos interesan por comodidad o simplemente consumismo, ¿pensamos realmente en contribuir a la caja de «los de aquí»? Está claro que el mercado se nos ha ido de las manos y que el ciudadano de a pie ha de regirse por la disponibilidad de su presupuesto.

No es mi intención hacer un análisis económico de la situación actual. Ni estoy preparada ni este es el lugar adecuado. Para eso ya están nuestros dirigentes con sus asesores. No obstante, con respecto a las prendas de vestir, me pregunto si acaso no hay otras opciones que no signifiquen un gasto excesivo en tiendas exclusivas o el paso obligado por el mercadillo o chino de la esquina. Y así hoy, desde la Fragua y el Yunque, me he atrevido a asomarme hasta una de las actividades que creía desubicadas en nuestros días. Una actividad que, personalmente, considero tan provechosa como artística y creativa. Invitada por Empar entre hilos, me he dirigido hasta su taller de corte y confección.

La cita es a las cinco de la tarde de un martes gris con amago de lluvia. Mi taxi me deja junto al CP Mediterráneo. El ambiente otoñal y los niños saliendo del colegio me traen recuerdos que ya se me antojan lejanos, ajenos... El local al que me dirijo está en una calle que conozco bien, muy próxima a la que me vio nacer, sin embargo, no conozco a Empar nada más que de oídas.

Llego puntual y es ella misma quien me recibe. Nos presentamos y me sorprendo al descubrir que compartimos apellido. Al parecer nuestros abuelos eran del mismo pueblo castellonense; quién sabe si quizá compartimos algo más.

Desde el interior de la casa me llega la voz de varias mujeres. son algunas de las costureras que han llegado antes que yo. No pierdo el tiempo, acompañada de mi anfitriona me presento yo misma y les digo a qué he venido. Las animo a seguir con su tarea y no prestarme mucha atención. Seré un ente pasivo con una libreta y un boli. No las molestaré. Si acaso, alguna que otra pregunta que me vaya surgiendo mientras las observo.

Realmente es como si me encontrara en uno de aquellos antiguos talleres de corte y confección. El mobiliario lo componen, además de estanterías repletas de diversos materiales de costura, dos mesas lo suficientemente espaciosas como para poder extender piezas grandes de tela y sus correspondientes patrones trazados en el tradicional papel de corte. Las mesas están situadas a la altura precisa para que, tanto si están cosiendo sentadas en el taburete como si se está trabajando con las tijeras, puestas en pie las señoras, la tarea resulte lo más cómoda posible.

Aún faltan por llegar varias mujeres y yo aprovecho para preguntar a Empar algunas cositas. Ahora no asisten hombres a la clase, quizá por falta de información, pero alguna vez vino alguno a aprender, hace alrededor de un año. A mi pregunta sobre el método empleado de corte, me pone al corriente de nuevas metodologías aprendidas en su estudio de Arquitectura del patronaje. «El sistema Martí exige muchas modificaciones sobre la prenda. Eso no ocurre con los nuevos sistemas», responde.

La tarde empieza a animarse. Llegan las rezagadas. A una de ellas se la saluda muy efusivamente. Es el primer día que viene tras su boda. Yo asisto en silencio al bullicio que se ha armado. Pero no todas las señoras alborotan. En la mesa del fondo unas cosen; al lado, otra plancha. También hay quien está cosiendo a máquina, atenta a la costura, no es cuestión de torcerse en el pespunte. Éstas hablan menos mientras trabajan. Tal vez se trata de que yo estoy más retirada y la agitación de las recién llegadas mitiga las otras voces.

A mi pregunta sobre los distintos modelos, me comentan que hacen sus propios diseños prácticamente de espaldas a las modas. Cada una escoge lo que va y le sienta bien a su cuerpo. Personalizan sus atuendos de acuerdo a sus gustos y posibilidades. Intento preguntarles algo más, pero desisto porque no me prestarían atención: Acaba de llegar otra rezagada, aunque no viene a coser, sino a saludar y a mostrar orgullosa su avanzada gestación. El alumbramiento está muy próximo y todas deciden darle consejos basándose en sus experiencias, propias o ajenas. Una la ve «verde», otra le ve «la tripa baja», ella dice no encontrarse muy bien hoy, por lo que piensa que el bebé está a punto de llegar. En ese instante recuerdo las palabras de mi madre, «Si no te encuentras bien, tranquila, que aún no viene. El día que mejor te encuentres y con muchas ganas de hacer cosas, ese, precisamente, será el día en el que "parirás"». Para mi madre, lo mismo que para muchas madres y abuelas, las mujeres de la familia no dábamos a luz o alumbrábamos; no, nosotras paríamos. Así de simple y natural. Sea como fuere, en mi caso fue como ella predijo. En algún momento me apetece intervenir en la conversación, pero prefiero mantenerme al margen.

Ahora el revuelo es doble, por un lado la recién casada y por otro la futura mamá. Pero todas con un tema en común: las prendas. Las lucidas en la boda y las que servirán para forrar de nuevo el cuco del bebé que se espera. Y es que, de repente y sin que yo me haya percatado de cuándo y de dónde ha salido, aparece un cochecito entre las dos mesas de trabajo. Es todo de tonalidades rosas, y en un momento unas y otras empiezan a estudiar las uniones y costuras de sus telas para ver por dónde habría que sacarlas y elaborar una nueva cubierta de otro color para el acolchado.

En estos momentos compruebo que son doce las mujeres, aunque no todas están trabajando. Además de la embarazada, otras dos han venido también para, únicamente, saludar a las compañeras. Hay una chica que se esmera mucho en el trabajo. Es jovencita y ha sido la última en incorporarse al grupo, tan solo hace una semana que asiste al taller. No participa del ajetreo de las otras. Pone mucho interés en lo que la profesora le dice. Ya ha cortado la prenda y ahora está pasando ensanches. Lo hace con sumo cuidado, con mimo, porque no hay que salirse del trazado con guis que marca la línea de costura.

A medida que avanza la tarde las conversaciones van variando y tornándose más tranquilas. «Coser es un vicio -me dice una chica a mi lado-, crea adicción. Te compras una tela y ya estás pensando en comprar otra y en lo que te harás cuando acabes la que llevas entre manos». «Y no te creas que hacerte tu propia ropa sale barato, entre otras cosas, por eso: porque te picas», añade otra.

Por las fotografías que me enseña Empar, la profesora, compruebo que es una artista de las tijeras, los tejidos y los hilos. confecciona vestidos de boda y de fiesta, y lo hace de manera artesanal. Ella misma fue quien realizó el de novia de su hija. «Fue a petición suya -me dice-. Para ella era un orgullo, decía, pero yo sentía verdadero pavor por la responsabilidad que significaba. Me quedó perfecto y ella iba guapísima. Entonces el orgullo era mío, doblemente, por el trabajo realizado y porque era la novia más guapa que nunca había visto». Ambas cosas las pude apreciar también yo al ver los posados de los novios. Una novia muy guapa con un vestido precioso.

Algunas de las señoras que están hoy aquí ya venían de otro taller de costura y en este llevan algo más de un año. Han cogido mucha práctica pero continúan aprendiendo. Unas vienen dos días a la semana, otras solo uno. Yo también aprendo al observarlas. Me encuentro rodeada de creatividad en estado puro. Telas de colores, estampados y lisos, el sonido de la máquina de coser... Un conjunto de elementos básicos de cimentación que, trabajados con maestría y precisión, darán como resultado una excelente obra.

Se toman una pausa para tomar café. La chica nueva no para. Ella sigue a lo suyo, pasando los ensanches con paciencia y mimo. Me dice que le gusta lo que aprende.

A mí también me gusta lo que veo y aprovecho ese ratito del café para sacar fotografías de cada rincón. Me deleito en el proceso creativo, los colores de las telas, las cintas métricas con las que medir los largos de los talles, de las faldas y pantalones, la vara rígida de un metro, los acericos, las bobinas de hilos de enhebrar y de coser, los patrones de mangas sobre las telas dobladas, el olor de la prenda bajo el calor de la plancha al marcar bien las costuras y el compañerismo del grupo. Al modo de otros días me parece asistir a una actividad rescatada del tiempo. Un proceso de elaboración con el que he disfrutado en esta tarde gris y húmeda de otoño.

Cuando me despido y dirijo mis pasos hacia la Avenida, el tráfico es intenso y la lluvia está a punto de llegar.



Imagen: Lestal

martes, 3 de noviembre de 2015

De Utrillas a Albarracín - Albarracín





Nos despedimos de Utrillas. Atrás se queda el entorno minero. Una niebla espesa se presenta a medida que nuestro vehículo avanza, y nos incomoda bastante. Por suerte dura solo unos cinco kilómetros, y no tardamos en visualizar de nuevo los colores ocres del paisaje. Ahora es el río Alfambra quien nos hace un guiño desde el otro lado de la foresta dorada.

No tardamos mucho en incorporarnos a la Autovía Mudéjar. Pasaremos de largo Cella, sin entrar a su fuente; en esta ocasión, nuestro destino es Albarracín: ¿La joya de la corona turolense?, tal vez. Allí no tenemos ninguna ruta prevista. Tan solo queremos disfrutar de la otoñada de la zona, caminar por las calles del municipio y, si se me permite la expresión, respirar a través de los ojos. Quiero captarlo todo, y no paro de hablar intentando que mi compañero de viaje, que solo puede prestar atención a la carretera, se impregne de cuanto yo contemplo y le cuento.

El Guadalaviar hace ya rato que salió a recibirnos y nos ha acompañado hasta las mismas puertas de Albarracín. Estacionamos el vehículo bastante antes de entrar al municipio. No nos importa ir andando el último trecho del camino, nosotros somos de mucho caminar, además, disfrutamos con cada paso que damos. Y hoy caminaremos bastante. No será por caminos de tierra ni senderos bordeados de arbustos olorosos. No, hoy caminaremos por suelos empedrados, por calles estrechas y empinadas, con sabor a pueblo viejo.

Alcanzamos las primeras casas del arrabal, y yo ya detengo mi atención en lo alto de la peña, en la muralla. Tanteo en la mochila para asegurarme de que no olvidé el boli y el bloc de notas. La cámara ya está también preparada. Comenzamos el ascenso hacia la ciudad de la parte alta.

De repente me encuentro situada en plena época medieval. Los nombres de las calles, viejas y robustas construcciones de piedra con sus correspondientes distintivos heráldicos tallados en piedra sobre el dintel, edificaciones tradicionales de madera con magníficos enrejados de forja y tejas marrones y rojas, los desniveles en los voladizos…

El entorno me seduce tanto que no me percato de que estoy, sin darme cuenta, en el punto de mira de la cámara de un visitante. «Perdón», le digo, y sigo a lo mío. Y lo mío es mirar en todas direcciones para ver en qué punto me decido a detenerme ahora. Entonces me sale al encuentro un rincón con un gran portón de madera con grandes remaches. No le falta de nada: su ventana con reja de hierro a la vieja usanza, la farola sobre el nombre de la calle, el blasón sobre la puerta, el nombre de la casa y el poyo adosado a la fachada.

A la hora de redactar esta entrada me gustaría poder ilustrarla con cada una de las imágenes tomadas; acompañar mis letras con ellas, pues dudo mucho de que con palabras, ya sean escritas o mediante el discurso oral, pueda expresar la belleza del lugar. Desearía mostrar desde la Fragua y el Yunque la panorámica que observo desde el mirador: el meandro del Guadalaviar circuncidando la población en la ciudad baja, su vega; los colores de los montes a lo lejos y esa sensación de otoño viejo roto tan solo por el tránsito excesivo de visitantes. Y es que, aunque es el último fin de semana de octubre, todavía no hace frío y muchos somos los que nos hemos decidido a viajar hasta este bonito enclave en plena sierra de Albarracín. Por todas partes se ven grupos de turistas acompañados por sus guías, familias con niños y, sobre todo, personas que, como yo, no quieren perderse nada con sus cámaras.

Nos queda subir hasta la muralla pero sin darnos cuenta se nos ha hecho la hora de ir a comer. Hemos tenido suerte de encontrar mesa libre en uno de los restaurantes típicos, en una calle estrecha. Es un bar pequeño, estrechito y largo, de gruesas paredes y piso superior donde se encuentra el comedor. No sé por qué, me trae recuerdos de posadas y mesones literarios y, de pronto, tampoco sé por qué, me entran unas ganas tremendas de comer migas con chorizo.

Nuestro viaje llega a su fin. Aún nos detendremos a comprar unos quesos y miel, y a sacar unas cuantas fotos más de la foresta que bordea la margen del río. Después, como es habitual en nuestro recorrido por tierras turolenses, haremos una parada en el Monolito y en La Fosa. Allí, parados ante los nombres de los represaliados republicanos, guardaremos unos minutos de silencio y, seguidamente, emprenderemos el camino hacia la Autovía Mudéjar. Volvemos a casa.

Imagen: P.Murria

domingo, 1 de noviembre de 2015

Día de difuntos



 
 
Llueve en la puerta del Campo Santo.
Alguien ha robado las flores
de la tumba del abuelo...
 
Alguien, quizá,
que tampoco tiene abuelo.
 
 
 
 
De: EPISODIOS COTIDIANOS -LEH-
Imagen: B.Estal

viernes, 30 de octubre de 2015

De Utrillas a Albarracín - Las Cuencas Mineras




 

Cada vez me gusta más caminar por ciudades y pueblos, fijarme en las gentes que transitan por sus avenidas y senderos, en sus formas de mirar: los primeros, hacia el frente, con prisas; los segundos, disfrutando, inconscientemente, del colorido, del aroma de la tierra…, sin más prisas que las que les marca la salida y puesta de sol. Ni unos ni otros se percatan de aquello de lo que se impregnan. Simplemente son parte del paisaje, una parte esencial que contribuye a su historia.
Yo, como cada otoño y de la mano de una excelente compañía, he dirigido mis pasos tierra adentro. La provincia de Teruel reclama de nuevo mi presencia, mi cámara y mi bloc de notas. En esta ocasión el destino escogido es la comarca de las Cuencas Mineras. Nuestro primer contacto con la zona es en Las Parras de Martín, un municipio al pie de la sierra San Just, pueblecito muy pequeño, apenas veinte vecinos —según me cuentan—, ningún bar a la vista del visitante, ningún escaparate mostrando las exquisiteces del terreno. Tal vez porque su principal atractivo es el río Martín, un cauce sin pretensiones de grandeza, pero suficiente para albergar la vega y ofrecernos en su transcurso varios y atractivos parajes naturales de bellos colores. Nuestra intención es continuar la ruta hasta El Pozo de las Palomas, pero nos hemos demorado bastante en nuestra llegada y, tras caminar dando un paseo y deleitarnos con esos colores, nos dirigimos hacia Utrillas, capital de la comarca, donde nos instalamos y preparamos la salida de la tarde.
Un recorrido por el perímetro del municipio me va poniendo en antecedentes sobre sus gentes, sus costumbres y su medio de vida. La esencia minera se aprecia en cada rincón, los elementos que visten sus plazas y parques están directamente relacionados con la minería: vagonetas, monolitos dedicados al minero, edificios antiguos que en algunos puntos siguen mostrando la huella del duro trabajo; incluso el olor a infancia en blanco y negro se desliza de vez en cuando si cierro los ojos y me dejo llevar por mis propios recuerdos, junto a la siderúrgica que fue mi sustento.
Queremos llegar hasta las instalaciones del Pozo Santa Bárbara y montarnos en la Hulla, la locomotora a vapor rescatada del tiempo para deleite de vecinos y visitantes. Tenemos la suerte de encontrarnos con un señor que nos acompaña hasta el lugar. Nos cuenta que él estuvo trabajando en la mina, y nos habla de aquellos días y de su amigo Israel, a cuyo funeral asistirá dentro de un ratito. Cuando nos despedimos comprobamos que nuestros deseos quedan frustrados ante la imposibilidad del encendido de la locomotora, debido a las obras que se llevan a cabo en el circuito. No obstante, la tarde y el entorno se muestran propicios  para un buen paseo y la captación de imágenes: Los carriles y demás mecanismos y herramientas colocados en sitios estratégicos, todo el perímetro del parque, los rayos del sol tardío filtrándose entre las ramas salpicadas de ocres de los árboles... Me gustaría fotografiar cada detalle, me agacho hasta el suelo para tocar con las manos y sentir el tacto de una pequeña porción del balasto, bajo las traviesas, y es una sensación extraña, anacrónica.
Se ha hecho la hora de visitar el Museo de la Ciencia y Arqueología Minera de Utrillas. Allí nos recibe Ylenia, quien nos contará con gran precisión la historia de la mina, desde sus principios hasta el momento actual. A través de diferentes salas nos va mostrando documentos, fotografías, instrumentos, maquinaria y todo lo relacionado con el trabajo de extracción del mineral; vitrinas con distintos tipos de carbón, sus calidades y características. En una de estas salas me detengo embobada en la esquina donde aparece una fragua y su yunque. ¡Cómo me gustaría fotografiar ambas cosas! «Me trae recuerdos de mi infancia —le digo a Illenia—. Mi padre tenía un taller de calderería y lo recuerdo junto al yunque, retorciendo las formas». A estas alturas de nuestra visita ella ya está al corriente de nuestro origen siderúrgico y del vínculo que tenemos con las otras minas, las de Ojos Negros.
Pero ahora estamos en esta, en la de Utrillas, en la que, gracias a las nuevas tecnologías, el museo cuenta con una reproducción de su interior. Nada más entrar aprecio una bajada de temperatura, aunque sorprendentemente no noto la sensación de claustrofobia que he sentido en otras situaciones parecidas. A medida que nuestra amiga nos va explicando el trabajo llevado a cabo en los días de máxima producción, yo voy alejándome del color y vuelvo a situarme en la vida en blanco y negro, en el trabajo penoso y escaso salario. «No estaban mal pagados para la época  —dice—, pero sí que era un trabajo muy duro». También indica que no hubo muchos accidentes, y que las ratas eran muy estimadas como detectoras de gas. «Si las ratas corrían, los mineros también».
Con la proyección de una película sobre todo lo visto y escuchado a nuestra guía, da por finalizada nuestra visita al museo. Es hora de caminar hasta el hotel y de salir a cenar. Mañana, tras el descanso y con una hora de más, debido al cambio horario, visitaremos otra joya turolense: Albarracín. Pero, de eso, ya os hablaré en la próxima entrada.
 
 
Fotografía: Lestal