El sábado se aproxima al domingo y se confunde con él. Las copas
de los árboles se mecen suavemente anunciando la lluvia que baja desde la
sierra. Huele a tierra húmeda y huele también a ausencia. La televisión
ya no entretiene como lo hacía en los años grises de risas blancas. Ahora esperamos
a que la película se termine de bajar on-line
sobre la mesa de la sala. Es de ciencia ficción y no se oye muy bien. Yo no
le presto atención y busco entre mis libros: poética, biografía, novela,
historia… Ellos me miran desde el otro lado del sofá. Me ruegan desde sus
páginas con voz lastimera que me asome hasta sus voces. Se disputan entre ellos
mi mirada mientras no acabo de decidirme. Los deseo a todos y todos me desean y
tiran de mí.
La película me aburre. Será tal vez por mi problema de audición. El silencio de la plaza tampoco ayuda al deleite. La amenaza de
lluvia ha pasado y un calor bochornoso se cuela por el ventanal de la terraza.
Finalmente me decido por la biografía de Miguel Hernández. Leo
sus cartas a Juan Ramón Jiménez y al hacerlo me siento como una intrusa que invade
la intimidad del oriolano. No puedo evitar preguntarme si acaso él dio su
permiso en algún momento para que hurgáramos en sus papeles. No tardo en
cerrar el libro. Los WatsApps reclaman ahora mi atención. En breve será el teléfono fijo, el de siempre,
el que elevará el sonido de su timbre por la estancia. No hará falta preguntar
quién es el interlocutor, su nombre aparecerá en la pantallita iluminada;
luego, la misma voz de cada sábado: la voz hermana que no sucumbe ante el
teclado del pequeño telefonillo, como no sucumbe ante las películas on-line. Él aprovecha las pausas
publicitarias en sus viejas películas «de vaqueros» para asomarse a ver la vida
desde el balcón, y para realizar la llamada semanal que nos mantiene unidos a
través del hilo telefónico. No vivimos lejos el uno del otro pero los avances
tecnológicos nos alejan físicamente cada vez más.
Cuando cuelgo el auricular la plaza se llena de vida. Los árboles
dejan de mecerse y los pajarillos enmudecen entre la espesura del ramaje. La música
invade todo el perímetro. Es la banda del pueblo que, a bombo y platillo,
acompaña a los comulgantes de este año. Un par de niñas y un niño se exhiben
precediendo a los músicos. Van acompañadas a ambos lados por varias decenas de
personas, familiares y vecinos que no quieren perderse el evento del día.
La curiosidad por la escena me lleva a asomarme a la terraza.
Entonces me siento como si me encontrara en el interior de un decorado de
película Berlanga. No es la primera vez que me sucede. Cuando regreso a la sala
la película sigue su curso y yo sigo ajena a su evolución. Vuelvo a mis libros,
ahora a la poesía de Marín Albalate, uno de mis referentes:
Nada nuevo,
Satisfecho ya el instinto animal
De quienes se amaron en esa
habitación.
La mujer que habitó, desnuda y
soluble,
La cama (ahora deshecha), duerme,
Como una bestia dulce, cubierta de
amor.
Lejos de ella,
Un hombre escribe
Acerca de lo efímero de la dicha
Que ha creído alcanzar.
El poema corresponde a su libro ESCALERA DE PALABRAS PARA
BAJAR. No es de sus últimos trabajos. Ya tiene veinte años y fue galardonado
con el Premio Emma Egea 1997. Es una
de las joyas de «mi caja de los tesoros».
Leo el poema con detenimiento, dejándome seducir por cada uno
de sus versos. Mientras, con disimulo, lo miro a él, que sí sigue atentamente
el hilo de la película que está llegando a su fin.
Arriba, la habitación me habla desde la cama deshecha.
Ilustración: Blas Estal
Ilustración: Blas Estal