Ayer y hoy en Puerto de Sagunto - A y V |
A veces acude de nuevo el
momento, la angustia. Compruebo que no hago pie, que la arena bajo mis pies se
hunde. No hay nadie cerca. Ondea la bandera amarilla pero aun así me he
atrevido a bañarme. Hace tanto calor… Tonta
de mí, he creído que si no me alejaba de la orilla podría salir caminando en
cuanto me lo propusiera.
La playa está en calma, pero su
suelo es traicionero. Primero se hunde mi pie izquierdo. En ese momento me doy
cuenta de que me encuentro en dificultades. Antes de que el otro pie avance en
busca de un palmo de arena firme en el que mantener el equilibrio, esta cede de
nuevo y me hundo un poquito más. No es mucho pero sí lo suficiente para que me
embargue la ansiedad. «Malditos hoyos y maldita mi fobia al agua del mar»
Ya tengo dificultad para
respirar. El agua no me cubre, pero el miedo ante la llegada de la siguiente
ola sigilosa hace que mis vías respiratorias no respondan como es debido. Hay
algunos bañistas, pero no se percatan de mi situación. Ellos saben nadar y el
color de la bandera que ondea hoy en la posta no les importuna. No es mi caso. Por
una cosa o por otra nunca fui a aprender a nadar. Quizá por mis fobias. Ahora
pago el precio de esa negligencia. Un precio muy alto. Ya no hay tiempo. Tan solo
hay tiempo ya para el silencio. Un silencio que llega deprisa. Un silencio extraño.
***
Cuando todo pasa me encuentro de
nuevo en mi casa, con mi marido y mis hijos. No les he dicho nada. Tampoco me
han preguntado. Pero observo que mi vida continúa de forma diferente. He tenido
que acostumbrarme a compartir a mi familia con otra mujer que es igual a mí. Es
ella quien acaricia a mi marido cada noche. Es ella quien celebra cada uno de
los logros de mis hijos, y quien recibe las caricias de mi nieto en la peca de
la mejilla. Una peca idéntica a la mía.
Los contemplo desde el etéreo de
mi cuerpo. Ya no tengo envidias ni traumas. Ya ha pasado todo. No sé cuánto
tiempo llevo así. El estado de ingravidez ya no me sorprende. De vez en cuando
salgo a la calle y me asomo hasta mi primera calle, «la calle del convento»
Allí me uno a la comitiva de niñas que van a misa. Son mis compañeras de
colegio. No sé de dónde he sacado mi bata de rayas y mi velo para la misa, pero
llevo puestas ambas prendas. A algunas de las niñas las conozco, a otras no. Ellas
tampoco reparan en mi presencia. Van a lo suyo, tan etéreas y ligeras como yo.
En la puerta de entrada sorprende
ver un aparato de aire acondicionado y algunos vehículos que antes no estaban. Yo
no quiero entrar en la iglesia, prefiero adentrarme en el patio interior y
visitar las aulas del colegio. Tal vez vea a alguna monja conocida. Me gustaría
ver a la madre Mercedes con sus tijeras de corte sacando el dobladillo de las
batas de las niñas para que no lleven minifaldas pecaminosas. No obstante, sigo
como un autómata a mis compañeras y me introduzco con ellas en la iglesia, bajo
el coro.
No recuerdo haber asistido al
Oficio. Camino hasta la casa de la esquina, mi primera casa. Por el interior de
los porches de la Ciudad Dormida llego hasta Goyohaga. Paso de largo Alcalá
Galiano y sin mirar la fachada de mi finca continúo río arriba. Como siempre, con
el mar a mi espalda. Busco cobijo al pie de la sierra Calderona y entro en
casa. Una casa que cada vez es menos mía. Aquí permanezco en silencio mientras
la otra, la que ganó la batalla a los hoyos de la arena bajo el agua de la
playa, vive y disfruta la vida junto a mi familia. Una vida que, tal vez, solo
tal vez, no le corresponde.
Fotografía: Juanma López García
Primer Premio I Certamen fotográfico del grupo ACERO Y VIDA