Dicen que los otoños ya no son como
los de antaño. En realidad, pocas cosas se parecen a las de épocas pasadas.
Para quienes se van alejando por el camino del tiempo quizá aquellos fueron
mejores en todos los sentidos o, tal vez, es que solo recuerdan lo bueno de
ellos porque lo malo se compensaba con la juventud. Sea como fuere, el caso es
que el otoño se aproxima y algunos lo esperamos con ansiedad para sentir un
poco de fresquito, que ya toca.
A mí me avisa de
su llegada, la siento en el aire a pesar de los últimos calores. En las mañanas
los niños ya caminan de nuevo hacia el colegio y los veraneantes han
desaparecido de la escena del pueblo. Ya estamos cada uno en nuestro sitio,
proyectando sueños, emprendiendo caminos inciertos e incluso, algunos, temiendo
despedidas.
En breve me
relajaré observando cómo las ramas se despojan un año más de las primeras hojas
que, libres ya, se deslizarán en busca del lecho a los pies del tronco
dominante. A veces cerraré los ojos e intentaré pasar de puntillas por el
recuerdo de otras hojas danzarinas, y miraré a la sierra con otra mirada, menos
gris. Es el mismo fotograma año tras año, evocando inconscientemente recuerdos,
sonidos de otras voces y cantares de otras épocas. Es preciso ese mirar atrás
cada vez que el otoño me anticipa su presencia, eso me hace sentir viva y
acrecienta mi orgullo.
A veces me
arrastra a la nostalgia y me muestra el esplendor de los fuegos artificiales,
allá enfrente, tras la vereda del río y de los verdes naranjales próximos al
faro vigilante. Eran días en los que la temperatura, al llegar la tarde, hacía
necesarias las rebecas o toquillas de fina
lana. La festividad en la localidad vecina marcaba la despedida del verano y la
llegada de la nueva estación. Siempre, con la última detonación de los fuegos
multicolores llegaba el silencio y de nuevo el cielo se pintaba de negro, a
excepción de alguna estela de humo y unas cuantas estrellas si la noche era
oscura. Era el momento de despedirse, de
cerrar el balcón, bajar la persiana y echar la cortina.
Hoy ya no
vislumbro los fuegos artificiales. Las manitas infantiles presionando las mías
mientras los artificios estallaban en vivos colores en lo alto, ya hace tiempo
que se desprendieron, al igual que las hojas, para ir en busca de su
independencia. Mis pies buscaron el cauce del río un poco más arriba, donde los
naranjales cubren toda la superficie del valle; sin embargo, continúo alzando la mirada en los primeros días de
septiembre; busco el lugar exacto en el que al llegar la noche se iluminará el
espacio, y presto atención por si en medio de mi silencio lograra escuchar
algún sonido indicándome que en otras casas se cierran balcones y se bajan las persianas.
Verdaderamente es
otro otoño, distinto y a la vez idéntico. Mi caminar se hace más lento, pero no
varía en nada mi expectación ante este cambio de estación que ansío tras el
largo verano. Miro hacia otro cielo en
busca de otros fuegos, y me dejo acariciar por manos que se convirtieron en adultas mientras
compartía con ellas mis versos y sonrisas. Intento adelantarme a la visión de
los ocres en plazas y parques y procuro dotarla de los tonos grises de la
tarde. Lejos de entristecerme o provocarme estados de melancolía, este
recibimiento otoñal me despierta la actividad, me lanza hacia lo desconocido y
me insta a plantearme retos, y si la lluvia no acude a mi llamada, no importa,
correré a deleitarme viendo caer las primeras hojas y deslizar en ellas la
mirada al compás de su armoniosa danza.
Imagen: Estal
Vegetación en el suelo. Junto al río Turia a su paso por Libros (Teruel)