Nuestros sueños de niños consistían en llegar a ser unos excelentes abogados, y así lo decidimos
en aquella tórrida mañana de julio mientras
nos refrescábamos sentados en los escalones del portal. Para entrar en ambiente, Carlitos y yo estábamos
a punto de darnos
bofetadas, pues él defendía
candorosamente a Abel por sus bellas intenciones mientras que yo me desgañitaba la garganta
gritando a los cuatro vientos
que Caín podría, muy bien, haber sido el hombre de mis sueños,
y que si actuó como lo hizo, fue porque por encima de él siempre estaba El Otro chinchando y malmetiendo para, así, partirse el culo de risa viéndonos a los de aquí abajo sufrir todo tipo de
agonías para ser merecedores de sus bendiciones.
Cuando
más acalorados estábamos en nuestra argumentación, Carlitos salió precipitadamente hacia su casa. Cuando adiviné el motivo ya era tarde…
No la vi venir, pero, inmediatamente, sentí un tremendo y sofocante
dolor en la mejilla
derecha que acalló mi defensa.
«¡Entra en casa que cuando venga tu
padre te vas a enterar!»,
me ordenó mi madre, y yo la obedecí sin rechistar mientras me aguantaba la rabia y el dolor por la bofetada
que me había propinado.
Carlitos se hizo panadero, y
yo no terminé la E.G.B, pero de alguna manera, en aquella
mañana calurosa, mientras jugábamos a ser abogados
sentados en los casi fresquitos escalones de la cuarta planta de nuestro portal, se puso de manifiesto mi ya anticipada manía de cuestionar las ideas
más simples
y obvias.
Claro que… de una manera más silenciosa y cerciorándome
de quién podía andar a la escucha.
De: Cuentos de El Puerto.
Dibujo: Débora Trachter
De: Cuentos de El Puerto.
Dibujo: Débora Trachter