domingo, 28 de septiembre de 2014

La república mejor





Hace ya bastante tiempo, un amigo que dirigía por aquellos días la revista digital Ágora "Papeles de Arte Gramático" me invitó a comentar en sus páginas aquellas lecturas que ocupaban espacio en mi mesilla de noche o de la sala. «¿Por qué no», me dije. Entonces me dediqué a la gratificante tarea de leer y comentar aquellas historias contadas por personas que, como yo, hallamos un gran placer en la escritura. 
     Son escritores no consagrados, personas que se dedican a otros menesteres además de a la escritura porque no pueden vivir de ella. Son escritores que no hacen caja. Pero muchos de ellos podrían superar con creces la calidad de algún que otro novelista venido a más.
     Al poco tiempo esta revista entró en un paréntesis en cuanto a su publicación. En cambio, otra vio la luz: Acantilados de Papel. Ahí seguí comentando mis lecturas. Hasta que la cabecera de la revista pasó a otras manos y me desvinculé de ella.
   Durante las últimas semanas se ha venido difundiendo por las redes el cese en las Fuerzas Armadas del teniente Luis Gonzalo Segura por la publicación de su libro Un paso al frente. Parece ser (no he leído el libro) que este teniente se ha atrevido a contar lo «incontable» de lo que ocurre en el Ejército Español bajo la pasiva mirada de quienes tienen el deber de velar por la integridad de sus mandos.
     En cuanto me llegaron las primeras noticias al respecto, recordé una de esas novelas que leí y que comenté para Acantilados de Papel: La república mejor cuyo autor Pablo López no consiguió que le publicara ninguna editorial. Pudiera ser porque ninguna fue capaz de "mojarse" por tratarse de una novela con claros tintes de denuncia sobre lo que ocurría en el interior de las instalaciones cuartelarias.
     Esta es una historia que recomendé en su momento y que ahora aprovecho para recomendar nuevamente:
  
 
LA REPÚBLICA MEJOR
Pablo López Gómez
Ed. El autor. Madrid 2009


Narrada con una crudeza impresionante, la descripción de cada detalle traspasa los límites del libro y las escenas se evaden cada vez que este se abre para atraparnos en sus páginas. Con la lectura de cada nuevo capítulo un grito se escapa del formato impreso. Nos convertimos en testigos directos de las secuencias de una vida que se desarrolla en El Alcázar, donde contemplamos, impotentes, las experiencias sufridas en el más absoluto silencio dentro de aquel cuartel: un cuartel como cualquier otro —o quizá como ningún otro— donde el soldado Gabriel Castaño es destinado tras su Jura de Bandera.
Allí conocerá desde el primer día lo que es la humillación por parte de un grupo de soldados bravucones que, sin ningún tipo de escrúpulos, lo convertirán en el centro de sus bromas, cada vez más alejadas del significado de ese sustantivo.
Pero el soldado Gabriel Castaño no es un cobarde y mostrarse valiente sin rendirse a los caprichos del fuerte, sobre todo cuando el fuerte tiene un séquito de matones a su alrededor, tiene un precio. Un precio muy alto que el soldado deberá pagar cada día desde la primera noche en que durmió bajo el cielo cuartelario de El Alcázar. Por eso, porque su familia sabe que el chico no es un cobarde, se cuestiona desde el principio la veracidad de lo que les cuentan a primera hora de la mañana cuando, uno de los oficiales del cuartel, les comunica su suicidio.


Varias fueron las sensaciones que esta lectura me produjo: «dolor, indignación, deseo de devolver el golpe y frustración». En ese orden. También sentí tranquilidad, la misma tranquilidad que me embargó cuando hace unos cuantos años, el Servicio Militar dejó de ser obligatorio.
No resulta fácil encontrarse con este tipo de obras, si no es a través de amigos de los propios autores. Son obras que permanecen en ocasiones en el anonimato porque no son obras destinadas a hacer dinero, sino que surgen de la necesidad de contar historias que suceden a nuestro lado pero que somos incapaces de ver, quizá porque hay que tomarse la molestia de abrir los ojos, pero también, de alzar la voz. Y en este caso ninguna editorial quiso hacerse eco de esta voz. La república mejor es una más de esas historias rechazadas por las editoriales: Una historia contada con vocablos que a algunas personas les vienen resultando ya desconocidos, como bisa, cabo chusquero, retreta, etc. Una historia de «la mili». Una historia con más elementos reales que ficticios; una historia con un principio triste y un final… «Un final como suelen ser los finales en la vida real».
 
Para mayor información acerca de este autor y de su obra, podéis entrar en su blog: la garita del guachiman donde además comparte artículos relacionados con su profesión docente.
 
 

domingo, 21 de septiembre de 2014

ANIVERSARIO




En el interior de la sierra.

 
Hoy se cumplen seis años de la partida de Blas. Fue él quien me mostró el mundo de los colores y el del verso libre, y también me enseñó con palabras sencillas en qué consistía la necedad, y el abuso de los poderosos, y la falta de criterio por parte de aquellos que nunca se cuestionaron nada de lo previamente establecido... 
Como cada año, en el aniversario de su partida acuden a mi mente nuestros últimos momentos a solas, las manos unidas y los ojos cerrados, intentando no ver para así poder verlo todo. Le acompañé hasta su último aliento. En silencio, tan solo suaves caricias en su mano derecha. Al fondo, La sierra Calderona y la noche. Una noche larga en la que únicamente se oía la música estertórea emitida desde sus entrañas.
Llegó la lluvia y me arrebató su mano y sus ojos, sus colores y sus versos… Después lloré como nunca creí que pudiera llegar a hacerlo. Me aseé, me recompuse frente al espejo y le dije adiós. Tomé mi cuaderno de notas, y antes de comenzar a decirle cuánto le echaba de menos, busqué entre los cajones de mi escritorio los versos que le dediqué tras su primera muerte. Sí, porque Blas murió dos veces. La primera fue en el año 1990. Pero el destino me trajo de nuevo su mano. Albergaba otro corazón y otro brillo en la mirada. Quizás albergaba también una vida que ya no le pertenecía y que ambos no terminábamos de aceptar como propia.
En aquella primera muerte surgieron los primeros versos en mis noches pendientes de la llamada telefónica que presagiaba horas oscuras. Y después, el regreso… y la continuidad de aquellos versos oscuros que ahora iluminaban de nuevo las horas.

Fue un poema que Blas leyó una y otra vez cuando se lo entregué en mi propia casa. En una de aquellas mañanas en las que su visita era habitual a la hora del primer café. Lo leyó mientras yo preparaba la comida en la cocina. Allí, sentado en una de las sillas junto a la mesa preparada con el mantel y las servilletas. Cuando lo hubo leído no dijo ni media palabra. Se limitó a doblar el folio, guardarlo en uno de los bolsillos del pantalón y volverse de espaldas para que yo no le viera los ojos. «Me voy, Loli» me dijo en un susurro al cabo de unos minutos. «Hasta luego» le respondí.
 

REENCUENTRO

Sutil es la llama que aviva la vida,

efímera la hora que viste de risas al alma,

amargo el tormento mío

al ver tu cuerpo dormido.

 

¿Dónde están aquellos sueños?

¿Dónde tus ojos de niño?

¿Dónde está tu corazón?

 

Irónico destino que burla así la razón,

me ha robado tu latido,

me ha apartado de tu mano

y ahora no encuentro el camino.

 

Son largas las horas,

son largos los días

vestidos de rasos blancos

que encadenan a tus sentidos…

 

Al final de mis horas,

mis días.

Al final de mis días,

mis noches.

¿Y al final de tus tardes?

Al final de tus tardes profundos abismos

que gritan tu nombre,

que te seducen…

que enloquecen a tu razón.

 

Ya la impotencia se instala en mi casa,

y el llanto se asoma a su parto

cuando tu aliento se hace despedida…

 

Y me rompo por dentro

y te llamo,

y grito tu nombre con fuerza,

con rabia,

y comienzo tu epitafio

escrito con lágrimas saladas…

 

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Irónico destino que, echándole un pulso a la muerte,

juega tu vida a la oscuridad

y te alumbra…

 

y te devuelve tu luz,

y oigo otra vez tu latido,

un latido extraño ,

un latido ajeno,

desconocido…

que preña de vida tu pecho.

 

Y vuelvo a observar tu sonrisa

y vuelvo a verte soñar,

y vuelvo a verte luchar…

 

De nuevo voy de tu mano.

De nuevo observo el camino.

Las sombras pasan de largo,

y hoy, de nuevo,

te miro a los ojos,

 Hermano.

 

 

En Puerto Sagunto, Mayo-90
Ilustración: Desde el corazón de La calderona (L.Estal)

  

Al Pie de la Calderona -Pág.31-

 



Te has ido, y yo sé que a ningún sitio…  Ese es mi gran pesar, saberte ceniza en el campo. Ya no habrá más versos de tu puño y letra. Punto final es Tu Punto. No más trazos en la tela virgen, ni más rostros delineados por tus minas. Ya no volverás  a recitar mis humildes versos ni recibirás conmigo al primer día del Nuevo Año en jocosa danza.

He crecido con tu escuela, y en ella no hallo la esperanza de que habites  una estrella. Eres, una copa de ceniza en un rinconcito en mi casa. Eres el Arte que decora mis paredes. Y eres poema en mis entrañas.

Te has ido, y yo sé que a ningún sitio, pero puedo contemplarte en la belleza de unos ojos negros, profundos, Carolinos… en la paz y en la sonrisa de un ángel blanco sin alas, alto, fuerte como tu raíz.

Se ha ido el pintor; se ha ido el amigo de los poetas, el hacedor de belleza,  mas tú, el hermano, permanecerás conmigo y caminarás a mi lado cuando yo emprenda el camino que me lleve a ningún sitio.

 

De: Al pie de La Calderona “Poemas para una ausencia” (Pág.31)
Ilustración: Portada del poemario. Diseño de Ismael con pinturas de Blas.

 

jueves, 4 de septiembre de 2014

El nuevo curso








Como cada año por estas fechas, nuestras calles, cuando asoma la mañana de cuerpo entero, se visten de infancia y se calzan con pequeñas ruedecillas que arrastran mochilas escolares. A estas pequeñas maletitas se las puede ver de los más variados dibujos y colores, y yo desde mi distancia, adivino los objetos que se acomodan en su interior impregnándose de ese aroma especial que desprenden los libros y libretas recién adquiridos en la librería de turno, aderezado con ese otro emitido por las minas y la fina madera de los lápices.

Las puertas de los colegios, ansiosas tras largas semanas de ausencia y silencio, de nuevo sonríen a las voces que, atropelladas en efusivos saludos y miradas que asoman a través de la impaciencia, indagan a su alrededor en busca del amigo o amiga que sin previo aviso no asiste a la cita. Las emociones se escenifican de las más diversas guisas. A la alegría de muchos se suma la expectación e incertidumbre de otros pocos. Son los nuevos alumnos. Aquellos que se aferran a la mano de sus progenitores con una fuerza inusitada y no menos pavor. En sus rostros se aprecia la risa nerviosa que a no tardar desembocará en un estrepitoso llanto cuando, tras el último beso, la seguridad de la mano protectora se desprenda, así mismo, con gran pesar.

En el interior todo está dispuesto: El verde encerado, impoluto y arrogante a la espera de su audiencia; los pupitres relajados, ajenos a la actitud del nuevo inquilino; los radiadores de hierro, bajo los grandes ventanales disfrutando del último sueño; la papelera, a los pies del altar que preside el aula; y afuera, algo alejada del escenario y ultimando los preparativos para la bienvenida a los nuevos alumnos, la profesora –consciente o no de lo maravilloso de su labor– se dispone a abrir «su caja de tesoros» para que de ella emanen los primeros pasos del conocimiento.

En unos minutos la calle vuelve a su ritmo habitual. Es cuando el centro escolar mediante su sirena de aviso, o su melodía, avisa de que la hora de entrada termina y las puertas se cerrarán enseguida. El guardia urbano situado en el cebreado del asfalto da sus últimas órdenes a viandantes y conductores; las mamás y los papás marchan precipitados a sus trabajos o gimnasios, a la cafetería cercana a tomar su café con su grupo de amigas o amigos, o a otros menesteres. Los abuelos, con menos prisa, se dirigen casi todos a la panadería más próxima, y los comercios ya suben sus persianas y acicalan sus mercancías.

Entre tanto, yo intento vislumbrar mi entrada a la cueva. Me entrego a la ilusión de nuevos proyectos y, tras un breve repaso a los meses que preceden a esta nueva hoja del calendario, compruebo que salvo algunos problemas y alguna injustificada ausencia propiciada por Tanatea, todo sigue en orden en mi quehacer diario. Si algún proyecto quedó sin realizar fue, sin duda alguna, porque no le puse demasiado empeño.

He llenado mi mochila del nuevo curso con un montón de bolis y blocs, he seleccionado de la biblioteca algunos clásicos y otros contemporáneos, y me he cuidado de que en mi reproductor  no falte nada de mi música. Comida, la justa; sonrisas, a capazos; sueños, unos pocos de aquellos que me permitan posar mis pies sobre la tierra de tierra de mi cueva; y compañía, la mejor de cuanta pudiera llevar conmigo: «mi gente especial» esa que yo elegí y aquella otra que llegó antes que yo y me tendió su mano.

A medida que pasen los días, todo mi avituallamiento se irá comprimiendo para que  quepa de la forma más cómoda posible. Llegado el momento me despediré de los árboles desnudos, y haciendo un guiño a las primeras nieves me introduciré con mi mochila en la cueva y emprenderé la realización de mis proyectos para el curso que comienza.


Ilustración: Blas Estal, de la serie Libros