Llega el final de este retiro improvisado junto al mar. He tenido
la casa para mí sola, sin más compañía que la perrita. Mucho silencio,
interrumpido, menos tiempo del que yo hubiera deseado, por unos truenos
lejanos. La lluvia pronosticada no hizo apenas acto de presencia. Hubiera sido
estupendo subir a la terraza y ver cómo se tomaban de la mano las aguas del mar
con las del cielo. Pero eso pasó de madrugada y no era cuestión de salir de la
cama sino de dormir plácidamente con el sonido de la lluvia como música de
fondo, por lo menos mientras durara la precipitación.
Ha sido una soledad solicitada inconscientemente, tal vez la
pedía a gritos sin darme cuenta. Quienes están a mi lado, no obstante, sí que
se percataron de esa necesidad. Me conocen bien. Aquí, en este retiro, he comulgado con el
silencio de mi propia voz que me ha ido dictando momentos recientes, pasados y
también futuros. En estos últimos me he detenido a menudo sin llegar a tomar
apuntes sobre ellos. No quiero, y tampoco debo. No me apetece escribir sobre
algo que no sé cómo será. Lo que llegue me tendrá a su disposición serenamente,
para disfrutarlo o padecerlo, según convenga.
De los momentos recientes pasados he reflexionado sobre los
últimos meses. Intensos, llenos de alegría y de un exceso de actividad que ya
tenía olvidada. He vuelto a criar, esta vez, quizá «malcriando». De escribir cuentos
he pasado a inventarlos y narrarlos en susurros, mientras la luna escuchaba
indiscreta sobre el cielo de nuestra terraza. Me he dejado seducir por los
primeros balbuceos de quien se incorporó a mi vida con el comienzo del año. Esos
momentos no tienen precio.
Y mientras todo esto me mantenía ocupada, bajo mi nuca, donde
comienza la espalda, ha ido naciendo una chepita. Esa chepita de abuela,
redondeada, que parece entorpecer la posición erguida del cuello. Yo la llamo
la «chepita dulce de iaia».
Y la iaia, como
otras iaias y iaios, se fue al balneario de Alhama de Aragón. Un lugar precioso,
refugio de escritores y, en otros tiempos, de personajes influyentes y
privilegiados. Es un lugar idílico, donde la estructura del viejo edificio
contrasta con la línea moderna de los vehículos estacionados en el parquin que
ocupa el recinto ajardinado. De mis primeras impresiones al adentrarnos en el
complejo hotelero doy cuenta en esta breve nota redactada allí mismo, entre las
sombras proyectadas por la arboleda que me cautivara nada más llegar:
¡Oh, qué bonito! Pero… ¿y
esto?
Todo el jardín
infestado de caucho y potencia. No queda apenas un árbol que no sirva de
techumbre a modo de palio sobre los coches. Casi no se disfruta del boj en su
hermosura verde y fresca de la tarde. Miro a mi alrededor y observo la
indiferencia entre las piedras que forman la arquitectura del viejo edificio.
No hallo la magia por
ningún sitio. Si acaso en el lago, en sus aguas sumisas. Junto a su orilla se
agolpan las hamacas, blancas, de plástico, como en un IKEA cualquiera. Sin
embargo, algo me dice que el lugar fue muy hermoso, y yo deseo atisbar esa
belleza. Apenas me sumerjo unos minutos para sentir el abrazo de sus aguas. No hago
pie y eso me incomoda. Nunca aprendí a nadar.
Me sumo al resto de
albornoces blancos. La escena me recuerda los sanatorios mentales de las
películas en blanco y negro. Los albornoces blancos que caminan en grupo
charlan y ríen. Los más próximos a las orillas del lago juegan con algunos
niños, pocos, que vienen desde el pueblo a refrescar sus cuerpos protegidos por
manguitos flotantes.
Bañadores y bikinis de
colores varios estiran sus cuerpos a nado, seguros ante la calma que emana del
lago, muy alejada de la que muestra mi Mediterráneo en estos días de finales de
agosto.
Desde mi hamaca blanca de
IKEA, yo también toda de blanco, hago como que leo. No puedo centrarme en la
lectura. No, mientras vea de soslayo y oiga, aunque no entienda, a mis vecinos
de descanso y albo albornoz.
Nos quedan bastantes
horas por delante. Nuestra cita para el circuito termal es a las siete de la
tarde y ahora no sé si reír o llorar cuando me contemplo, tumbada en la hamaca,
junto al lago, envuelta en mi albornoz blanco y haciendo como que leo.
Ya ha pasado una semana del viaje. Fue corto pero intenso. No
nos conformamos con quedarnos todo el tiempo en el hotel tomando las aguas que
dicen «medicinales». No, nosotros perseguíamos nuestra propia ruta, buscábamos caminos
por donde dejar las huellas de nuestros pasos. Encontramos uno muy cerquita,
sin apenas abandonar los jardines del balneario. Discurría paralelo al río Jalón
que atraviesa el municipio. Es una pequeña ruta circular de unos cinco
kilómetros. Nos supo a poco. Deseábamos caminar más tiempo. Esa brevedad en el paseo nos permitió encontrarnos,
por sorpresa, con una actividad cultural que no esperábamos y que, personalmente,
me satisfizo mucho: La exposición permanente en el municipio en homenaje a J.Luis
Sampedro, hijo adoptivo de la localidad.
La visita nos ocupó unas dos horas. En ella se muestra toda
la andadura del escritor desde su nacimiento hasta su último día. Paneles
informativos, vitrinas con gran cantidad de sus manuscritos, escritos de su
puño y letra con anotaciones en los márgenes, fotografías familiares y otras
públicas con personalidades relevantes del mundo de la política y de la cultura…
y una proyección con distintas entrevistas en los medios. Como no podía ser de
otra manera, no pude resistir la tentación de comprar uno de los libros puestos
a la venta allí mismo y cuyos beneficios son destinados a la asociación que
protege y custodia todo lo que allí se expone.
Relax, paseo y cultura. Todo lo habíamos llevado a cabo en
tan solo tres días. Era el momento de despedirnos de Alhama y volver a casa. Me
quedaban tan solo veinticuatro horas para poner al día los apuntes archivados
en mi cabeza, aquellos que no había anotado en mi libreta de notas o el ipad. El
descanso de verdad llegaría en breve, junto a mi playa, sin más compañía que la
perrita, los poetas y mi libreta amarilla.
Pero esa… es otra historia de la que os he venido dando
cuenta puntualmente.
fotografía LEH - Lago de Alhama de Aragón