Deseo
salir al patio, sentarme en su suelo sucio. Desde que he llegado solo me he aferrado
a la vida de la sala grande y del balcón. A veces también me acerco hasta la
alcoba para verla dormir. Con discreción, para verla amar y ser amada.
Es en
el balcón donde ella observa la vida en la calle. Ese balcón desde el que,
según la hora del día, se asoma a ver llegar el sol por encima de una playa que
no llega a divisar porque la ocultan los edificios costeros, o a verlo ocultarse
en la lejanía, entre las líneas que forman los contornos de las montañas azuladas
de la sierra.
El patio
está hoy desangelado. Arriba, un pequeño trocito de cielo, como el que Marcos Ana
ve durante los largos años de presidio. Es un trocito pequeño, en lo alto. La finca
de al lado hace pared medianera con esta casa virgen y es muy alta. Le saca
cuatro pisos de diferencia. Por eso nunca entre el sol en el patio. Por eso
tampoco entra el aire. Por eso es un patio triste.
Ella compra
plantas con flores y las coloca alrededor. Las flores duran apenas unos días. Cuando
se mustian caen y ya no brotan otras nuevas. Se hacen plantas grandes,
frondosas, pero sin flores. Otras veces, cuando las compra, las lleva al balcón,
pero allí el sol siempre tiene prisa, se aposenta solo unos minutos en un
ángulo del suelo, como para saludarla a ella y a las plantas, y se retira a
seguir su ruta por otros balcones, otros patios y otras terrazas donde sí abundan
las macetas con flores.
Aún
permanecen algunas de esas macetas. Aún está la tierra en su interior. Tierra
sucia, tierra vieja. Con raíces secas también viejas. Tal vez la lluvia se
apiada de ellas y las acaricia durante unos días para olvidarlas después en los
periodos más áridos. La casa del último piso tiene los cristales rotos en una
de sus ventanas, y en otra la persiana está torcida, como si por dentro se le
hubiera roto la correa que la sujetaba. Los hilos de los tendederos me observan
desde el aburrimiento, grises e inútiles.
No estoy
solo. Algo me observa desde un rincón, desde debajo del techado sobrepuesto, en
el lateral próximo a la cocina. Cuando me acerco sale corriendo a esconderse. No
me doy cuenta de hacia dónde va porque algo, muy cerca del lugar desde el que
me observaba el pequeño roedor, llama mi atención.
Se le
ha debido de caer a ella cuando ha salido al patio a por la botella de butano
vacía. El camión que las reparte avisa desde la esquina con repetidos toques de
claxon para que las vecinas que necesiten recambio se apresuren si no quieren
que el butanero pase de largo.
Al coger
la bombona vacía se ha desprendido de su muñeca la pulsera. Ella no se ha dado
cuenta. Lleva prisa. Hay un mueble muy viejo con herramientas de su padre. La pulsera
ha ido a parar detrás del mueble. Nunca lo va a saber. Esta noche, cuando se
quite el reloj se dará cuenta de que no lleva la pulsera. La va a buscar por
toda la casa, durante toda la semana. Hasta por los sitios más inverosímiles. Finalmente,
se convencerá a si misma de que la ha perdido en la calle.
Se
hicieron obras en el interior de la casa. Ya no hubo más armario de herramientas
del padre. Tampoco botellas de gas butano. Tal vez, uno de los albañiles
tropezó con la pulsera y no la vio cuando dejó caer encima los sacos de yeso. Quizá
alguna fuerza extraña sabía de mi presencia futura aquí en el patio. Acaso debía
encontrarla para ponerla a salvo de la ruina.
Ella
va a recordar esta pérdida en muchos momentos de su vida. Guarda un gran valor
sentimental, y aunque la madre le regale una idéntica ya no va a ser lo mismo.
Y yo… yo me debato entre tomar la pulsera del suelo y guardarla muy adentro de
mí, o no alterar el ritmo de la decrepitud y dejar que permanezca por más tiempo
en este patio, habitado por una rata curiosa y unas cuantas plantas con tierra
vieja que esperan las caricias de una lluvia que no acaba de llegar.
LA CASA -Fragmento-
Lestal. Fotografía LEH