lunes, 25 de septiembre de 2023

¡Ea, se acabó la fiesta!

 




 

La última ha sido en un pueblo vecino de la costa. El hombre -los hombres, porque fueron dos- no pudieron entrar a la zona de seguridad del cadafal (cadalso o tablado de madera según la RAE). La gente que se amontonaba tras los barrotes de entrada lo impedía.

Entre estos aficionados a la fiesta taponando la entrada y las astas del toro, esta vez sin los herrajes con fuego, están las desafortunadas víctimas.

El espectáculo: Un toro nervioso embistiendo y corneando, los hombres alcanzados temiéndose lo peor y la gente de dentro del cadafal estirando sus cuellos para una mayor visión y no perderse nada de la cogida.

En el recinto acondicionado, gritos de alarma, algunos de angustia, otros de sorpresa, lamentos, teléfonos móviles grabando la cogida para compartirla luego en las redes. Uno de los corneados, el que fallecería horas más tarde, era un conocido peñista del pueblo. Tenía experiencia en Els bous al carrer, quizá de ahí la sorpresa ante su mala suerte.

Esto no es una crónica taurina, aunque podría ser y yo haberla titulado «Crónica de una tarde festiva que acabó con suspensión de la fiesta», pero no lo es. Si acaso bien pudiera ser un punto de reflexión.

Dicen los que saben, o creen saber, que cuando un toro mata a un torero en la plaza, se sacrifica a toda la estirpe del animal. Aquí, no. Hace años, siendo yo jovencita, el toro o vaquilla que mataba a una persona en las fiestas del pueblo, aumentaba considerablemente su caché. El animal daba mucho juego y eso se pagaba. «El juego» ya sabemos en qué consistía.

Quienes son de mi generación y de mi zona tal vez recuerden a aquella Marisol, al Gorrión, al Ratón. Este último de fechas más recientes y disecado por su dueño, tal vez en homenaje a los buenos beneficios que le proporcionó en vida. Cogidas mortales y caché caminan de la mano.

Cuando los pueblos contrataban estos animales para exhibirlos en los festejos taurinos durante sus fiestas, la noticia corría de boca en boca (no había internet), y los peñistas y no peñistas de localidades vecinas inundaban las calles engalanadas, en espera de que diera comienzo la suelta de vaquillas o el embolado de la noche. Unos para jugar con el animal y divertirse un rato, los otros para ver si había suerte y cogía a alguien delante mismo de ellos. No sé si a esto se le llama morbo o estupidez.

Sea como fuere, y a pesar de las voces en contra, esta actividad sigue siendo el eje principal de los festejos locales, que junto con las procesiones del santo o santa del lugar conforman el broche de oro de las fiestas patronales en los municipios de mi comunidad. Incluso en esos con denominación de «Ciudad Cultural».

Actualmente, gracias a los políticos de turno y a su entusiasta taurino y Vicepresident del Consell, estas actividades han ascendido a la categoría de «cultura».

Y ahora me pregunto: ¿Por qué no «evolucionamos» un poquito más, y empezamos a suprimir toros y vacas por buenos ejemplares de leones, seleccionados y mejorados para su juego en las plazas? Además, contribuiríamos a la no extinción de su raza, ¿no?

Sean felices y disfruten de lo que queda de fiestas.

Imagen: El Mundo.

 


lunes, 18 de septiembre de 2023

AQUEL VERANO DE 1960

 



AQUEL VERANO DE 1 9 6 0

MOISÉS CORONADO FERNÁNDEZ

CUADRANTA Editorial .


AQUEL VERANO DE 1960 me llegó hace unos meses, pero no ha sido hasta este caluroso de agosto que he podido dedicarle tiempo.

Al principio me costó seguir el hilo narrativo: presentación de personajes que no conseguía ubicar y cambios en el narrador de primera persona. No obstante, una vez puesta en escena he llegado al final de la lectura que ha resultado bastante cómoda y amena.

La historia la sitúa Coronado en los años sesenta, fecha a la que alude el título. La comarca donde se desarrolla la acción es la de Los Serranos, en la Comunidad Valenciana, más exactamente en una pedanía cercana al municipio de Gestalgar.

Con unas suaves pinceladas el autor nos abre una ventana desde donde se aprecian todavía los días grises, en los que el abuso y acoso por parte de las fuerzas victoriosas tras la contienda perdura, a pesar de aquellos Veinticinco años de paz.

Los montes son el cobijo de quienes no se resignan; el aislamiento con el rebaño y las condiciones de una vida ya de por sí difícil, y el afán empresarial de quienes cuentan con los recursos suficientes para establecer en la zona la actividad maderera, conforman lo que, a lo largo de la obra, nos va a llevar a reconocer ese vínculo especial que se genera entre vecinos, la ayuda mutua, sin importar los ideales políticos de cada uno de ellos.

Y en el núcleo de esta historia, el primer protagonista, invidente desde el nacimiento, hilo conductor con el resto de personajes: El amigo de la infancia, la motivación del maestro recién llegado a la escuela, la solidaridad de quienes tienen poco que compartir y la sorpresa que, aun a destiempo, es capaz de mitigar o compensar en la medida de lo posible los años de inseguridad e incertidumbre.

 

***

 

A veces, a los autores nos gusta jugar con los espacios físicos. Buscamos aquel que más nos agrada en la imaginación, o el que más se aproxima a nuestras necesidades para la ubicación del relato. No importa si existe o no. No importa si se llama Monturiel o si la concesión de su suelo para la construcción de la maderera se corresponde con la realidad del empresariado del momento o de la comarca donde situamos a nuestros personajes. Nosotros inventamos o copiamos de la realidad, y a la curiosidad del lector le compete identificarla o no, y quién sabe si hasta identificarse él mismo entre la lectura.

La historia arranca con la escena situada en la escuela: Un joven maestro nacional que llega, otro que se jubila y un niño con una característica especial. Y tras estas primeras escenas el proceso de desarrollo de la obra: la alternancia de los personajes en sus diferentes épocas -de ahí lo complicado de la narración-, la información precisa para cada guion que, a modo de píldoras nos va acercando a cada uno de ellos.

1960 fue, desde luego, una década, si no prodigiosa, sí especial en cuanto a la música que nos llegaba a través de las ondas, a una finísima grieta por la que de vez en cuando se colaba la esperanza, pero, sobre todo, una época gris en la que apenas nos dábamos cuenta de que estábamos siendo felices a pesar de las penurias de quienes vivían ocultos en los montes, cuyas circunstancias nos eran completamente ajenas a la vez que desconocidas.