Surgieron
del fondo de la noche, cuando los suspiros se tornan transparentes y las
sombras se visten de luz...
Así comenzó Fátima la lectura.
Nosotras escuchábamos en silencio indiferentes al trasiego de gente que entraba
y salía de El Loro Verde.
Como cada tarde de miércoles,
de tres a cinco, nos reuníamos un reducido grupo de amigas para escuchar el
relato correspondiente que, en boca de Fátima surgía de forma más interesante.
Nuestras historias eran
historias de la calle, y sus personajes, gentes sencillas como cualquiera de
nosotras; pero, esas historias, contadas por personas ajenas a sus
protagonistas, se convertían en nuestras tertulias en algo especial. Era algo
así como ver una pintura en el rincón de un cuarto trastero, y contemplar esa
misma pintura enmarcada y expuesta en una galería de arte con la luz idónea
reflejando la firma de un Botero o de un Tapies.
Era, a fin de cuentas, como
tropezar con una piedra y que alguien te advirtiera que esa piedra correspondía
a un resto arqueológico. De esta forma, resultaba que no habías tropezado con
una simple piedra, sino con un pequeño trozo de la Historia, convirtiéndose un
simple traspié en algo mucho más emocionante.
Pues bien, así eran las
historias inventadas por nuestro grupo y leídas en voz alta en la mesa de un
bar de la alameda cada tarde de miércoles. Algo cotidiano a lo que dotábamos de
un carácter especial. La de aquella tarde transcurría en el interior de una
vieja casona abandonada, ocupada en ocasiones por personas sin techo, provistas
de la misma piel y de los mismos temores, aunque con diferentes matices en el
color de aquella piel.
Fátima nos leía —más bien
recitaba―, cómo en el interior de un palacio sin techo, unos cuerpos
acurrucados absorbían la fría brisa de viejos fantasmas que permanecían
atrapados entre aquellas paredes de descascarillada cal.
...Afuera hace frío ―continuaba― y
un hombre joven de cabellos ensortijados y negros intenta aliviar a su cuerpo
de la gravidez de su oxidada vejiga. Es un Hombre de Tierra, de esos que calzan
sus pies con el polvo de caminos desandados. Es, como tantos otros, uno más que
reza cada amanecer a un dios de alabastro. En las fantasías de su hambre,
acaricia a su paladar la textura de los pétalos que acompañan a sus desayunos
de ámbar y cristal...
Fátima hacía una pausa en la
lectura y bebía un poco del café que amenazaba con enfriarse. Era el momento en
que yo anotaba algo en mi bloc y encendía el tercer pitillo de la sobremesa.
Paqui, entonces se levantaba de su silla a mi lado y, quejándose de mi vicio,
se alejaba lo suficiente para huir del humo. Ana intentaba que la narración no
se prolongara más allá de las cuatro y media, puesto que antes de las cinco
teníamos que comentarla y ya llevábamos dos semanas limitándonos a escuchar las
lecturas, tomar café y fumar un montón de cigarrillos entre Concha y yo; y
aquella no era en un principio la idea de nuestra tertulia literaria. «¡Queréis
dejar de discutir y que Fátima continúe leyendo!», se quejaba
Desde detrás de la barra del
bar Reyes nos sonreía lamentando no poder unirse a nosotras, y unos pocos
curiosos se preguntaban qué diablos hacíamos allí cuatro mujeres escuchando a
una quinta leer. Al mismo tiempo, dos grupos de varias madres jóvenes no se
perdían detalle de cuanto se hablaba en nuestra mesa. El caso fue que, lo que
empezó como un pasatiempo para mis amigas y para mí, había transcendido más
allá de nuestro rincón en El Loro Verde y cada vez contábamos con más
audiencia, cosa que agradaba enormemente a Reyes que veía como se incrementaba
la caja la tarde de los miércoles.
Nuestra narradora, indiferente
a las miradas y al silencio de los presentes, lentamente fue describiendo la
forma en la que el Hombre de Tierra en su sed enjugaba sus labios con el néctar
de rancias libertades.
...Su
mirada emula un oscuro abismo de encrespados precipicios, donde un puente de
temor enlaza a sus pensamientos con sus días. Observa sus manos de carbón, y
tras comprobar que no hay restos de mácula, emprende de nuevo el camino hacia
el interior del palacio sin techo.
Sobre
el suelo, a esa hora, como en otras horas de otras noches diferentes, busca el
calor de su propio cuerpo que yace ajeno a las profundas y entrecortadas
respiraciones de sus vecinos del suelo.
Un
llanto de niño hambriento pone música al silencio de la noche amenazada por
sagradas antorchas, y la fragilidad de un pecho carente del lácteo maná,
realiza el milagro en la pequeña boca que succiona creyendo poseer la autoridad
que el llanto le otorga.
El
sonido se escapa hacia el viento a través de los cristales rotos donde, antaño,
se lucían orgullos miradores ataviados con grandes cortinajes de rasos rojos,
hoy desgarrados; y los Hombres y Mujeres de Tierra, en la calidez de sus sueños
vuelven a sentir la vida y la luz del planeta envuelto en la atmósfera de la
hipocresía.
Danzan
sus cuerpos dormidos, evocando rituales de otras culturas en tierras lejanas y
extrañas. Y su danza se interrumpe, cuando un estruendo de trueno se introduce
salvajemente en el salón de baile ensoñado, en el palacio sin techo…
La voz de Fátima subía y bajaba
de tono.
… Los músculos se sacuden y las miradas
oscuras se cruzan, intentando ver la luz más allá del resplandor del rayo
cuando un grito de locura arremete contra los sentidos de esos cuerpos, que
dejan de ser de Tierra y se convierten en escurridiza arena...
Los ocupantes de las mesas
vecinas permanecían en un silencio total, con la vista fija en el rostro de la
narradora, que tan pronto se mostraba dulce y sereno como preso del terror.
Aquella tarde Fátima no se limitaba a leer una historia, sino que se había
metido de lleno en ella y la interpretaba como si se tratara de una veterana
actriz de teatro.
...Afuera
hace frío ―continuó―, y la noche invita al baile de la
desfachatez. Un grupo de seres emprende la danza de la destrucción, y el vidrio
pone música a la siniestra balada de la prepotencia. Son los Hombres de la
Intolerancia. Son como tantos otros que rezan cada noche a un dios de caucho y
moneda. Son hombres que calzan sus pies con gruesas suelas, elevadas sobre
potentes cilindradas.
Junto
a la cegadora luz del palacio sin techo, un Hombre de la Intolerancia intenta
aliviar la gravidez de su casta vejiga, mientras que con el rabillo de sus ojos
de mar, contempla su hazaña, tendida sobre un colchón en llamas.
Con
la sonrisa pintada en su rostro imberbe y divino, acaricia su rapado cabello y
se encamina hacia la frontera invisible, donde sus compañeros le esperan...»
Fátima se disponía a finalizar
la lectura cuando el grupo de hombres que había estado todo el tiempo
observándola desde la barra, se marchaba; quizá a algún otro bar donde concluir
su tiempo de ocio. Eran las cuatro y media, y algunas de las mujeres de las
mesas vecinas también se iban levantando y tomando sus abrigos. No tardarían en
salir los niños del colegio y aquellas jóvenes madres debían estar puntuales
recogiendo a sus pequeños. Otro grupo de mujeres, más o menos de nuestra edad,
todavía apuraban sus cafés y sus cigarrillos sin mostrar indicio alguno de
tener prisa, pero ahora no prestaban interés por nuestra actividad, y aquello
me frustró un poco, ya que me había acostumbrado a que, de alguna manera,
nuestro trabajo literario tuviera alguna repercusión. Probablemente su falta de
atención se debiera a que no terminaran de entender muy bien qué era aquello de
Hombres de Tierra y Hombres de la Intolerancia.
...Surgieron
del fondo de la noche, cuando los suspiros se vuelven transparentes, las
sombras se visten de luz y los corazones de los Hombres y de las Mujeres de
Tierra se cubren de duelo.
La historia de aquel miércoles
había llegado a su fin. Ninguna de las cuatro nos atrevimos a preguntar a
Fátima cómo se le había ocurrido escribir aquella historia tan dramática, ni
tampoco si había sufrido en carne propia aquello que relataba. Sin embargo,
Concha no pudo evitar acariciarle la cicatriz que tenía en una de sus manos y
que también se apreciaba en su mejilla derecha y, quién sabe, si en el interior
de su propio cuerpo. Eran quemaduras que habían dejado su huella, pero, según
decía, causadas por un accidente en la cocina. Ahora no estábamos tan seguras.
Aquella tarde no hubo tampoco
comentario del texto. Nos quedamos en silencio, pedimos otro café a Reyes y las
dos fumadoras terminamos nuestra cajetilla de tabaco. Tal vez yo debí haber
preguntado a mi amiga si ella se encontraba en el interior del palacio sin
techo cuando los Hombres de la Intolerancia hicieron su aparición en medio de
la noche. Todavía hoy sigo con mis dudas. Pero, ni entonces quise, ni ahora
tampoco, hurgar en una posible herida que, probablemente, necesitaba ser
contada a modo de una de nuestras historias para no retorcer las entrañas de su
protagonista.
Afuera en la alameda la
temperatura alcanzaba los doce grados, sin embargo, la cercanía del mar y la ausencia
de sol hacían que nuestros cuerpos se sintieran como si en realidad hiciera
mucho más frío.
«Es el frío térmico o algo así», comentó Ana que,
inmediatamente, se puso a explicarle a Paqui en qué consistía aquella sensación
térmica.
«O sea, que yo siento aquí más frío que si me
encontrara en mi pueblo con cuatro grados bajo cero ¿no?»
«Más o menos», le respondí mientras me despedía de
ellas. Ana se marchaba ya para casa de su madre donde le esperaba otro café con
leche en compañía de sus hermanas. Su marido llevaba turno de tarde y los niños
ya estaban muy creciditos como para echarla de menos en casa. Paqui y Concha se
iban a coger el autobús para el centro donde, seguramente, sus maridos tampoco
tardarían en llegar a casa para ponerse cómodos y reclamar su cena. Sus niños y
niñas también pasaban ya de la ausencia materna en el hogar; y yo..., yo
permanecí un rato más en la acera de El Loro Verde, frente a la alameda, con
las manos metidas en los bolsillos y la bufanda y el gorro tapándome las orejas.
Contemplaba la forma de caminar de Fátima que se alejaba acera arriba, hacia su
piso en el arrabal. También a ella la esperaba un hogar con todo lo que ello
conlleva, pero la forma de vida dentro de aquellas paredes en una casa de las
afueras era diferente a la nuestra; sencillamente se vivía con otras ideas y
otra disciplina unida a un Credo distinto. Su paso era firme y orgulloso, su
figura esbelta, y cubierta hasta los tobillos por una chilaba de basto paño
marrón. Un pañuelo anudado al cuello le cubría la cabeza y el cabello negro y
abundante; pero, por suerte para ella y para nosotras, sus ojos negros se
mostraban seguros y desafiantes, en un rostro descubierto que exponía
valientemente al frío de la tarde de invierno, de aquel miércoles de enero.
Finalista
en el certamen organizado por la
Associació de Dones BALADRE "trencant silencis, any 2000".
Publicado
en la antología: Trencant silencis.
Ilustración: Débora Trácheter;
Arte digital