jueves, 31 de mayo de 2012

Desde lo más abajo







Esclava de la tierra que piso y me alimenta
me aferro al lodo tras la lluvia.
Mientras tanto, tú danzas en tus cielos
creyendo poseer la eternidad de aquel
que nos subyuga.
  Mas, aquí en mi suelo
no existe el llanto.
Las miserias se almacenan en las despensas
y con el hambre se mata al hambre
cada día en nuestras mesas.

Cada amanecer, cada primavera
brotan nuevos dioses que vienen a mostrarnos
suaves sendas postreras.
Y con la tarde se marchan tras la decepción
de otras almas...
portando robustas cadenas con las que amarrar las mentes
de aquellos que sólo sueñan.



 Y permanezco en mi mar
sentada tras las dunas que ocultan
mis verdades.
Con ellas me arropo de la brisa
que me trae lejanas voces
de otros cielos...
de otros silencios,
de otras altivas cumbres cubiertas de gloria

No quiero escuchar sus risas
ni quiero observar sus danzas allá en lo alto,
tan sólo quiero tocar la arena
y acariciar con mis dedos su tacto.

Tan sólo quiero sentir
mis pies en la tierra
descalzos…




Del poemario: Desde lo más abajo
Ilustración: Blas, Anacoreta



domingo, 27 de mayo de 2012

EL PATO DOCTORADO. Cap. Final





CAPÍTULO FINAL



Al escuchar las palabras del búho el pato sintió ganas de gritar, pero no pudo articular las palabras. Era espectador de aquellos momentos mas no podía intervenir en ellos porque para hacerlo tendría que ser como uno de aquellos animales, y hacía mucho tiempo que ya no lo era. Comenzó a sentir el peso de la impotencia y su consciencia inició el descenso hacia un abismo oscuro. Algo oprimía sus alas y le impedía abrir los ojos.
Durmió durante días y cuando despertó, reconoció el rostro de uno de los doctores de El Bostezo que, vistiendo su bata blanca, le preguntó cómo se encontraba. El pato miró a su alrededor y comprobó que se hallaba en una habitación del hospital. Recordó vagamente fragmentos de sus últimos momentos, previos al sueño en el cual volaba, y tan sólo pudo recordar que se había excedido en su dosis de droga.
De pronto se sobresaltó al darse cuenta de que su salud andaba muy mal y de que estaba a merced de los compañeros que él tanto conocía; aquellos que ejercían la Medicina entre bostezos. Se sintió indefenso ante ellos y se resignó a esperar el final.
Poco a poco, una sensación muy extraña se fue apoderando de él. Era un dolor inmenso en alguna parte de su cuerpo, pero no podría responder en qué parte de aquel cuerpo estaba situado. Entonces recordó las historias que sobre el alma le contaba un anciano en la antigua clínica, alma que el pato por ser un animal irracional no creía poseer. Sin embargo, ahora sabía que se había equivocado todo el tiempo. Debió de tenerla siempre, pero solamente ahora que le dolía, se percataba de ella.
Y así, con aquel fuerte dolor en el alma, el Pato Doctorado expiró en la fría sala de un hospital rodeado de sus colegas abostezados, aquellos a quienes como a él mismo, la bata blanca les quedaba grande. Comprendió que durante su sueño, poco habrían hecho por devolverle a la vida, pues por la falta de práctica ya no sabían cómo hacerlo y, víctima de aquel sistema racional capaz de volver necios a los cerebros más sabios, se despidió de aquel mundo que tanto hubo admirado.

D. Estal.
Enero de 1999.




A Bárbara, quien, en el transcurso de veinte horas, fue diagnosticada de lumbago y medicada con nolotil por tres facultativos diferentes, dos de atención primaria y uno de la residencia sanitaria, muriendo de madrugada en la puerta de urgencias de dicha residencia, a la que fue llevada por insistencia de su propio marido, que no por iniciativa de los médicos de guardia del ambulatorio del municipio.
Han pasado más de 13 años, y su expediente continúa estancado en uno de los juzgados de la ciudad, debido, sin duda, al exceso de trabajo acumulado por la falta de personal.
Conocida de todos es la lentitud con la que a veces trabaja la justicia, y también la forma en la que esta se administra. De ello tenemos ejemplos más que suficientes, sobre todo en los últimos tiempos.
Nadie dijo nunca: “Lo siento”.


martes, 22 de mayo de 2012

El pato doctorado. Cap. V





Cap. V

Se había introducido plenamente en el corazón del mundo racional. Del pato sólo quedaba su figura. Solamente se relacionaba ya con su entorno de El Bostezo que era un grupo reducido pero con mucha clase. Alguien de mala fe y movido por la envidia les había asignado ese nombre argumentando que eran funcionarios dormidos que no se ganaban el sueldo que recibían. «La bata blanca –decían‒ les quedaba grande, y en vez de estar al servicio de la noble ciencia de la Medicina, se nutrían de ella para sus propios intereses».
«Envidiosos... » pensaba el pato. Sin embargo, interiormente sabía que estaban en lo cierto. Lo reconocía. Él mismo había participado en un caso en el que la desidia de los doctores abostezados causó la muerte de un paciente.
De eso hacía mucho tiempo y nadie recordaba ya aquel incidente. Se armó mucho revuelo pero, del mismo modo que se armó, se disipó dando paso al olvido, y en el hospital las cosas continuaron como siempre. ¿Para qué cambiar? El mismo presidente del Gobierno racional repetía hasta la saciedad que el país iba bien. Por tanto, los hospitales también.
Recordaba cómo uno de los miembros de El Bostezo acudió a atender a un paciente a quien recetó lo primero que pilló sin molestarse en analizar los síntomas que mostraba el enfermo. El doctor prescribió sus medicinas sin haber diagnosticado correctamente y esperó a que la sugestión de aquel cuerpo enfebrecido realizara el milagro de la curación. Pero, aquel enfermo, al parecer se sugestionaba poco y volvió a pedir ayuda. En la segunda ocasión acudió un antiguo colega del pato que como no pertenecía al grupo de élite, se esmeró un poco más en la exploración de aquel cuerpo y creyó conveniente enviarlo al hospital para que le miraran allí con los medios de que disponían y a los que él no tenía acceso.
Por desgracia para aquel racional, cuando llegó al Olimpo de los dioses fue asistido por uno de los abostezados, que entre bostezo y bostezo, sin la debida exploración, recetó sus medicinas que coincidían con las primeras administradas, volviendo a esperar que la sugestión curara al enfermo inoportuno que no le permitió disfrutar de su siesta. Pero... cuando la cosa es muy seria, y parece ser que lo era, la sugestión curativa de bien poco sirve, y una vez más el paciente se vio asistido por otro doctor del grupo, quien siguiendo el ejemplo de los anteriores, se encogió de hombros mientras recetaba sus calmantes.
Entrada ya la madrugada, el paciente falleció víctima de la negligencia con que fue atendido por los dioses de blanco, que fueron incapaces de bajar de su pedestal para atender al cuerpo que agonizaba.
Cuando el pato se enteró de lo sucedido, se vio invadido por la ansiedad. Inquieto,  anadeaba de un lado a otro de su despacho en la sala de urgencias del hospital. Se hallaba preso del terror que le producían los artículos que leía en los diarios y que lo involucraban a él y a sus compañeros en aquella desidia. Había gente muy acalorada que pedía que el grupo fuera relegado de sus puestos y enviado a limpiar los retretes del hospital.
«¡Cómo podía un pato doctorado acabar en los retretes!», aquello era lo que más le asustaba: bajar tan precipitadamente de la escala social que tanto le había costado alcanzar. No quería salir a la calle y los primeros días no pudo dormir. «Y todo por una simple muerte», pensaba desconcertado mientras esnifaba una dosis.
Por fin consiguió tranquilizarse al observar a sus compañeros que actuaban como si la cosa no fuera con ellos. «Soy intocable ‒se decía orgullo y risueño‒. Nadie me bajará de mi pedestal por mucho que se empeñen esas gentes vulgares que tanto gritan en las calles. Continuamente se cometen errores que pondrían las plumas de punta a quienesquiera que se enterasen, pero somos una gran piña apretada que nos tapamos unos a otros nuestras imprudencias. Hoy por ti y mañana por mí. Así funcionamos, y a quien le sepa mal que reviente» sonreía maliciosamente seguro de que nada le haría sacar su culo de la poltrona en la que lo había aposentado hacía ya tiempo.

El pato estaba en lo cierto. Nada le pasó al grupo de El Bostezo ya que sus errores eran silenciados en el hospital bajo la pasiva mirada del director que, siempre que no le costaran dinero a la Administración, no le molestaban lo más mínimo. De vez en cuando, si algún caso como el mencionado veía la luz y las gentes se ponían pesadas, para acallarlas se levantaba expediente y se suspendía de empleo y sueldo al doctor a quien endosaban el muerto, y que casi siempre solía ser uno de los residentes. Si por el contrario, el expedientado era uno de los abostezados, ese castigo le llegaba como llovido del cielo porque, económicamente, el seguro de que disfrutaban le pasaba las mensualidades que el Estado le suspendía, y el cese temporal en el hospital le permitía largos periodos de vacaciones en los que se podía dedicar a hacer lo que verdaderamente le gustaba, y que no era otra cosa que andar ocioso, divertirse en los saraos correspondientes y dejarse fotografiar jugando al tenis con el presidente autonómico de turno.
A tal extremo de racionalidad había llegado el pato, que se había olvidado por completo de su ciudad animal y de los motivos que le llevaron en busca de la razón al mundo de los dioses. Pero, una noche en la que decidió cambiar su dosis de coca por algo más fuerte que se inyectó directamente a través de su plumaje, sintió por vez primera cómo sus alas se batían y emprendían un extraño vuelo. Se sentía ligero y observaba desde lo alto las verdes praderas que se extendían inmensas bajo sus patas. Manadas de caballos salvajes correteaban por ellas mientras con sus crines al viento, elevaban hacia las alturas el aroma de unas tierras húmedas que le resultaba familiar. En su vuelo llegó hasta el mar, y se cruzó con un grupo de gaviotas que hablaban y comentaban algo acerca de un viejo poeta que se había inspirado en sus parientes, las palomas, para ser recordado en la historia. Atravesó grandes riscos custodiados por majestuosas águilas de mirada inteligente y atenta.
El vuelo del pato era lento; suave como el de la manada que se le acercaba de frente y que no reparó en su presencia en el cielo ni en lo equivocado de su rumbo. Tras mucho volar, divisó lo que parecía una diminuta ciudad habitada por animales. Su curiosidad le llevó a descender hasta ella y, tras los juncos que bordeaban el río, acechó los movimientos de aquellos habitantes de diferentes especies. Allí pudo ver además de patos, cerdos, vacas, caballos, conejos, perros..., pero su atención permaneció fija en un cortejo fúnebre que ascendía desde una vieja noria hasta un pequeño cementerio situado en una apartada loma. Abría la comitiva una preciosa yegua blanca y un pequeño búho de mirada escrutadora y llorosa. Tras ellos, una garza precedía al féretro que guardaba en su interior el cuerpo viejo e inerte de una mula resignada.
A hurtadillas se situó entre el cortejo, aunque nadie reparó en él. Contempló cómo aquel féretro era bajado hasta una fosa profunda con la ayuda de dos toros bravos que, con sumo cuidado, lo sujetaban con cuerdas.
Los animales con sus picos, hocicos, patas y cabezas, empujaban puñaditos de tierra a la fosa, y cuando ésta estuvo completamente cubierta, el búho le dedicó unas palabras de despedida a su vecina la mula:


Nació y vivió para la noria
y en ella llegó a reventar.
Un día un pato le dijo que la iba a liberar
de la noria,
de su yugo,
de su propia necedad...


En vano esperó ese día que ya nunca llegará,
pues el pato doctorado partió en pos de la razón
y al mezclarse con los dioses
en humano se convirtió.


 Se fue huyendo de los necios
pensando un día volver
a transmitirnos su ciencia,
y lo que lograra aprender.
Mas, como dijera la mula,
de un huevo nació aquel pato,
y pato al fin morirá,
que la razón es de humanos
y de tanto razonar,
se les embota el cerebro
llegando a la necedad.


Continuará...


De: Cuentos del Puerto
Ilustración: Lamber

sábado, 19 de mayo de 2012

El pato doctorado. Cap. IV




Cap. IV



Sobre las tres de la tarde los cuatro doctores y el pato hacían su entrada en el comedor del hotel. El pato, desnudo, sin más complemento que sus oscuras gafas de sol sobre el pico; los otros, con ropa deportiva adquirida en los comercios de más prestigio de la ciudad, y portando en sus manos, cual cetro de suprema autoridad, cada uno su raqueta de tenis.

En su entrada no repararon en la presencia de los demás comensales a cuyos saludos hicieron oídos sordos, como si el sonido de aquellas voces corteses les crisparan sus ánimos prepotentes. El pato se limitó a observar el comportamiento de sus colegas y les siguió hasta un rincón apartado del comedor, donde unas mesas reservadas eran separadas del resto por una mampara. «¡Son grandes dioses racionales! ‒se admiraba el pato‒. Hasta comen aparte».

En efecto, aquellos doctores siempre comían separados de los demás; incluso en la cafetería del hospital, cada vez que iban a tomar su café, se colocaban tras un biombo de tela blanca para marcar las diferencias con el resto de la gente que trabajaba en el Centro y que también se reunía en la cafetería.

Ahora dialogaban con el pato y se congratulaban con su compañía, pues de todos era conocida su fama de inteligente y la fortuna que poco a poco iba amasando; no con sus honorarios de la clínica, que aquellos para bien poco daban, pero las entrevistas en exclusiva se pagaban bien, y él siempre andaba con algún periodista pegado a su culo. El grupo de El Bostezo quería saber en qué clase de inversiones se hallaba el pato metido, y si ellos podían a su vez beneficiarse de ellas. Por lo tanto, dioses y pato ardían en deseos de conocerse mutuamente.

Fue el pato quien se las ingenió para que fueran aquellos quienes dieran el primer paso en referir sus actividades, y de lo primero que se enteró fue de que estaban en aquel hotel disfrutando de unas vacaciones financiadas por unos laboratorios farmacéuticos.

–Tal vez te interese saber cómo funcionamos ‒le indicó uno de ellos‒. Cuando recetas tus medicinas, ¿sigues alguna pauta para beneficiarte o prescribes según un criterio estrictamente médico?

–La verdad... no entiendo muy bien a qué os referís. –contestó sin saber de qué le estaban hablando.

–Nada, nada, amigo pato ‒le animó otro de los doctores‒. Tú lo que tienes que hacer es actuar como nosotros. Todos los fármacos que recetamos a nuestros enfermos procuramos que sean de un laboratorio en concreto, y claro está, al frente de ese laboratorio se encuentran unos amigos nuestros que al final de su balance económico nos pasan la comisión correspondiente por habernos acordado de ellos y no de otros... ¿me explico?

–Creo que ya voy entendiendo –respondió el pato que empezaba a atar algunos cabos.

‒No hagas caso de estos materialistas ‒le comentó guiñando un ojo otro de los colegas‒. Muchas veces el dinero es lo de menos. Yo por ejemplo, no admito comisiones en metálico, me resulta mucho más beneficioso aprovecharme de otro modo más ¿cómo diría... científico. Eso es. Esa es la palabra más adecuada. Teniendo en cuenta mi especialidad y que las medicinas que tengo que prescribir son de un alto coste, ya que no cuesta lo mismo la medicación para atender una gripe que otra que ha de salvar la vida a un trasplantado de riñón, por poner un ejemplo, pues resulta que, con mis prescripciones la industria farmacéutica a la que ayudo a engrosar su margen de beneficios, se puede permitir y se permite, subvencionarme congresos y másters en el extranjero que con mi sueldo sería imposible de sufragar por mí mismo. ¿Comprendes a dónde quiero ir a parar?

–Si, por supuesto, pero... ¿y los pacientes? –preguntó el pato seguro de que a estos doctores no les importaba mucho la pregunta.

‒¿Qué pasa con ellos? Has de saber que a ellos les da lo mismo que les mandes una cosa u otra; además, en muchos casos se curan más por sugestión que por las pócimas que les recetamos y que como bien sabes, a veces no sirven para nada. Tienes que dejar de pensar como un pato si quieres pertenecer por completo a nuestro mundo. Nunca te habíamos comentado nada porque no sabíamos si estabas preparado o no. ¿Qué te parece nuestra filosofía de la vida? Mucha gente nos critica pero nos da lo mismo. Si no nos beneficiamos lo harán otros. Además no estamos infringiendo ninguna ley.

El pato con los ojillos entornados iba analizando el tema, y en realidad no veía nada malo en aquellas actividades lucrativas, y como bien le habían dicho, no había ninguna ley que prohibiera aquello. Recordó vagamente cómo murmuraban otros colegas cuando veían salir a éstos de sus lujosos coches.

“¿Es que aquellos no seguían ningún juego como este, o es que había que cumplir algún requisito para poder jugar al mismo?”

El pato pensaba muy deprisa, pero la avidez en las palabras de sus contertulios y la cantidad de vino ingerida no le permitían centrarse en sus pensamientos. Al final les dijo que pensaría seriamente en lo que le exponían, y fue entonces cuando uno de los doctores cambió de tema y le preguntó directamente:

‒A propósito, ¿qué hace un pato con su fortuna? –el pato iba a responder que la invertía en asociaciones benéficas, pero sobre todo en colaborar anónimamente en los estudios necesarios que pudieran paliar de alguna manera los desastres ecológicos como el que arrasó Doñana hacía poco tiempo. No obstante, al ver la excitación en los rostros de aquellos doctores, se limitó a responder de forma indiferente: «En viajes. Me la gasto toda en viajes. Pienso dar la vuelta al mundo».

–Eso está muy bien querido pato, pero hay que pensar en el futuro –le respondieron seguros de que el pato acabaría siendo uno más de los abostezados.





Así fue como el pato comenzó a frecuentar los comedores reservados a las élites. En cuanto tuvo ocasión trasladó su bata blanca y su estetoscopio a un gran hospital y pronto se olvidó de sus antiguos pacientes. Hacía poco uso de sus conocimientos médicos, y del tiempo que duraba su jornada, la mayor parte lo pasaba comentando con los colegas las últimas vacaciones o lo mal parada que había salido una medicucha del tres al cuarto al haberse excedido en su celo profesional.

‒Ella se lo ha buscado ‒decían.

‒Es que es muy joven ‒alegó el pato en defensa de la chica. Al parecer se esmeraba mucho en la exploración de los enfermos y anotaba todos los síntomas que éstos le contaban. Consultaba sus libros diariamente y los últimos avances tecnológicos con el fin de agilizar sus diagnósticos y descartar posibles patologías serias. Pensando siempre en la Medicina, se permitía solicitar para los pacientes las pruebas necesarias aunque supusieran un alto coste para el hospital.

Cuando la labor de esta joven llegó a oídos del director del Centro, fue sustituida inmediatamente por un miembro de El Bostezo, y trasladada a un ambulatorio donde permanecía alejada de los medios técnicos que tanto costaban. Si solicitaba algún escáner o alguna otra exploración, tenía que pasar por un conducto reglamentario que le llevaba tanto tiempo en ser aceptado, que el enfermo perdía un tiempo precioso en el proceso burocrático, mermando así su salud y a veces, hasta perdiendo la vida antes de que le fuera realizado un cateterismo o una resonancia magnética.

Todos ovacionaron la decisión del director y el pato volvió a perderse en sus meditaciones. Había ascendido mucho y muy deprisa en la escala social de los racionales. Ya no asistía a las tertulias televisivas con el cura retorcido, ni hablaba con los pocos pacientes a los que atendía. Su trabajo se resumía a la visualización de algunas radiografías o a la lectura de alguna analítica. El trato directo con los enfermos lo dejaba en manos del residente de turno; en una ocasión le había advertido a éste que si quería llegar a tener prestigio y ser reconocido con los favores del director, tenía que ejercer su profesión ahorrándole el máximo dinero posible al hospital.

‒Pero, el Juramento... ‒replicaba impotente y confuso el residente.

–Por encima del Juramento Hipocrático querido doctor, están los deseos y los intereses de quienes dirigen los hospitales –le sentenció muy seguro de sus palabras el pato.


Continuará en cap. V, y VI

De "Cuentos del Puerto" El pato doctorado
Ilustración: Lamber


De Fragua y yunque. II








II

Luz que iluminas mis noches
que das la vida a mi pluma
y vistes de esperanzas a mi alma
y de paz a mis temores...

Escucho el latido de tu pecho...
un latido ronco,
quebrado por la angustia
y el dolor.

Dolor de las ausencias,
del desaliento...

Observo la sombra en tus ojos
que miran puntos distantes,
perdidos en los abismos
de lo insólito,
de lo absurdo...

ojos clamando respuestas
buscando reproches sordos.

Y el velo de la ignorancia
cubre a tu razón que no comprende
cómo se apaga tu fragua
lentamente,
agonizante...

Y el llanto anega a tu yunque,
y lo oxida.

Y tú lo acaricias y secas sus mejillas
mientras avivas la llama roja
del origen.

Después, en la noche,
veo tu rostro cansado
observando a las estrellas
-quizás rezando a tu Dios sordo,
gritando su nombre con voz callada-

Te ofrezco mi luz que se difumina,
pero tu dolor
la rechaza
ajeno a mi presencia
que te observa,
que siente la humedad de una lágrima
que resbala salada
siguiendo el surco de tu cansada piel,
hasta encontrar la suavidad
de tu boca.

Y esa lágrima se convierte en afilado cristal
que se clava en mi alma
y la perfora.

Y vuelvo a escuchar tu latido ronco
que no está sólo...

En mis retinas se dibujan entonces dos corazones partidos.

Tus corazones,
que sangran a un mismo tiempo
derramando llanto por ausencias injustificadas...
Por arterias rotas,
por razones olvidadas en el camino...

Y yo me desprendo de mi ropaje de luz
y los arropo,
muy juntos
para que tu corazón de fragua
tapone la herida del corazón de tu raíz fuerte.

Y mi gesto fracasa, y entonces,
el llanto navega por mis venas
junto a mi sangre de acero fundido...





Del poemario De fragua y yunque
Ilustración de Blas: Génesis de Puerto de Sagunto

jueves, 17 de mayo de 2012

El pato doctorado. Cap. III





Cap. III




Aún no había llegado el verano pero el tiempo era ya bastante caluroso; el pato escogió para sus días de descanso un lugar de la costa. Hacía mucho tiempo que no usaba ropa, era incómoda y no la necesitaba para cubrir su cuerpo y parecerse a los racionales. Una vez que fue aceptado por todos optó por mostrarse tal como era: un pato inteligente. Sin embargo, a pesar de no llevar ropas, su bolsa de viaje se hallaba repleta. Llevaba toallas para la playa, una gorra para evitar insolaciones, bronceador para el pico, cámara fotográfica, libros, casetes, cuadernos y bolígrafos... Había adoptado muchas costumbres de sus actuales vecinos y cada domingo por la mañana hacía footing por las calles de la ciudad. En realidad, no estaba preparado para algunas de aquellas costumbres y le costaba bastante trabajo realizarlas. Asistía una vez por semana a una tertulia televisiva donde un cura retorcido le ponía las plumas de punta. También se había acostumbrado a algunos vicios que como los observara en sus dioses, los tomaba como valores propios de la sabiduría y así, empezó a aspirar el humo de los cigarrillos, a compartir el porro con los colegas y, de vez en cuando, a esnifar su raya de coca. Tuvo que acostumbrarse también a tomar analgésicos para los dolores de cabeza que cada vez eran más frecuentes.

Ahora, bajo la sombrilla proporcionada por el hotel, y con las gafas de sol apoyadas en el pico, observaba a los niños que jugueteaban en la orilla del mar enfundados en sus flotadores con siluetas de cuellos de pato. Aquello le hacía gracia porque pensaba que, de alguna manera, los racionales se inspiraban en los de su especie para hacer frente a la ansiedad por aprender a nadar.

Se cansó muy pronto de la playa, no tanto por el calor que le producían las plumas, como por lo insoportable que le resultaba la arena que se adhería en ellas y que le producía unos picores terribles. Así pues, se marchó para el hotel, donde su mal humor cambió súbitamente al ver entrar por sus puertas a unos colegas con los que enseguida se puso a hablar amigablemente.

Eran varios doctores que formaban parte del grupo denominado El Bostezo. El pato todavía no sabía muy bien las actividades de aquel grupo y pensó que ahora sería buena ocasión para averiguarlo y ver la forma de involucrarse en el mismo, si es que lo creía conveniente para su evolución. Aquella gente ya llevaba mucho tiempo funcionando pero nunca le habían invitado a unirse a ellos, y esto le tenía un poco preocupado, hasta el punto de que a veces no podía evitar sentirse marginado.

«Bueno, bueno...me quedan unos días de descanso. Los dedicaré a profundizar sobre la conveniencia de tratar con estos colegas» pensó.

Cenó copiosamente y no durmió bien. Al amanecer se despertó sobresaltado. Había tenido un sueño horroroso, en el cual, su pico se veía transformado en sensual boca femenina que devoraba una enorme hamburguesa, mientras, con los ojos desorbitados, recorría con una mirada no menos voraz, la gran mesa de trabajo de la cocina de un prestigioso restaurante. Allí, en aquella mesa de trabajo, unos racionales con grandes delantales manchados de sangre, despedazaban los animales que luego eran sazonados y metidos en grandes baldas que iban a parar al horno. En un rincón de la cocina, otros ocupaban su tiempo en cascar montones de huevos que luego batían en una máquina.

Sintió unas náuseas terribles y notó que las sábanas se mojaban y ensuciaban bajo su cuerpo que, presa del terror, se había descompuesto. «Me volveré loco» pensó, y recordó que a su llegada a la ciudad y ver la forma en que las gentes se alimentaban, no tuvo más remedio que dar la espalda a la piedad y aceptar aquella costumbre de los dioses. Nunca debía pensar como un pato si quería sobrevivir en aquel mundo. Por fortuna, cada vez eran más aquellos que protestaban contra la caza indiscriminada y alertaban a las autoridades sobre las consecuencias derivadas de los restos de munición que se empleaban en las cacerías. Estos restos eran ingeridos por los animalillos que se alimentaban en los terrenos acotados y se envenenaban lentamente. Según estudios realizados por profesionales, se alteraba el orden normal del ecosistema, y había organizaciones que se movilizaban en contra.

El sueño le tenía trastornado. Nunca había ocurrido nada semejante. Estaba seguro de que a él nunca lo cocinarían; eso jamás se le pasó por la cabeza, ni siquiera cuando oyó a un famoso cocinero que cada día daba sus recetas por televisión, aquello de cosa que vuela, a la cazuela. Él no había volado nunca. No le había hecho falta. En su ciudad no tenían que emigrar en busca del buen tiempo, porque allí el clima era estupendo. También había otras cosas que les permitía vivir con mucha autonomía sin tener que desplazarse.

Fue así, pensando en su ciudad, que consiguió relajarse, y el temor dio paso a la nostalgia. No es que hubiera vivido muy feliz allí, pero a pesar de ser un incomprendido, algo de aquellos animales, de vez en cuando tiraba de él.

¡Si por lo menos alguno de ellos hubiera compartido sus inquietudes!... Pero no; aquellos necios no se molestaron nunca ni en leer a los viejos poetas. No tenían sueños, ni ganas de aprender. Cuando algo les dolía, llamaban al pato para que les recetase sus remedios caseros y luego, hala... a olvidarse. No se preocupaban nada más que de dormir, comer y otra vez dormir; y así hasta morir. «Eso no es vivir, sino esperar que llegue el final, y hacerlo en medio del tedio y la monotonía. Algún día regresaré y cuando escuchen mis grabaciones sabrán lo que se han perdido por culpa de su ignorancia».

Con el ánimo más calmado, decidió que no bajaría a la playa. Se quedó todo el día en la terraza del hotel releyendo una de sus obras preferidas: Las Ruinas de Volney. Se la proporcionó una compañera cuando él estaba confundido con la idea de la religión. También le regaló una Biblia, pero su lectura no le hacía reflexionar tan profundamente como la obra del duque pensador.

Entrada ya la noche se acomodó frente al televisor para escuchar los informativos. Las noticias de los atentados y de los accidentes de tráfico ya no le hacían estremecer como al principio, ni tampoco las imágenes de las tragedias en aquellas tierras lejanas donde, cuando no temblaba la tierra, la montaña escupía fuego o las aguas se tragaban pueblos enteros. Sí le dolían aún las miradas de aquellos seres inocentes pidiendo ayuda al cielo. Aquellos ojos oscuros que ocultaban su rostro tras un sagrado velo. Aquello sí que le dolía al pato, porque eran ojos a los que se les impedía ver. A los oídos de aquellas diosas no les estaba permitido escuchar y a su necesidad de aprender se le negaba el acceso a las ciencias. Y es que, al pato le dolía la ignorancia impuesta a la fuerza, tanto o más que el sufrimiento físico de aquellas hembras.

Hoy, sin embargo, las noticias no eran tan dramáticas como en otras ocasiones. Aparte de aquellos escándalos tan usuales y repetitivos de las malversaciones, y algún que otro desliz erótico por parte de un presidente de una de las grandes potencias racionales, no había nada de mucho interés, y el pato se fue a dormir no sin antes recurrir a una pastillita que le hiciera descansar durante el sueño. Necesitaba estar muy sereno al día siguiente ya que, antes de despedirse de sus colegas, tenía el propósito de aprender muchas cosas acerca de aquel grupo del Bostezo.



 De: Cuentos del Puerto. El pato doctorado
Ilustración: Lamber

miércoles, 16 de mayo de 2012

El palacio sin techo




Surgieron del fondo de la noche, cuando los suspiros se tornan transparentes y las sombras se visten de luz...

Así comenzó Fátima la lectura. Nosotras escuchábamos en silencio indiferentes al trasiego de gente que entraba y salía de El Loro Verde.
Como cada tarde de miércoles, de tres a cinco, nos reuníamos un reducido grupo de amigas para escuchar el relato correspondiente que, en boca de Fátima surgía de forma más interesante.
Nuestras historias eran historias de la calle, y sus personajes, gentes sencillas como cualquiera de nosotras; pero, esas historias, contadas por personas ajenas a sus protagonistas, se convertían en nuestras tertulias en algo especial. Era algo así como ver una pintura en el rincón de un cuarto trastero, y contemplar esa misma pintura enmarcada y expuesta en una galería de arte con la luz idónea reflejando la firma de un Botero o de un Tapies.
Era, a fin de cuentas, como tropezar con una piedra y que alguien te advirtiera que esa piedra correspondía a un resto arqueológico. De esta forma, resultaba que no habías tropezado con una simple piedra, sino con un pequeño trozo de la Historia, convirtiéndose un simple traspié en algo mucho más emocionante.
Pues bien, así eran las historias inventadas por nuestro grupo y leídas en voz alta en la mesa de un bar de la alameda cada tarde de miércoles. Algo cotidiano a lo que dotábamos de un carácter especial. La de aquella tarde transcurría en el interior de una vieja casona abandonada, ocupada en ocasiones por personas sin techo, provistas de la misma piel y de los mismos temores, aunque con diferentes matices en el color de aquella piel.
Fátima nos leía —más bien recitaba―, cómo en el interior de un palacio sin techo, unos cuerpos acurrucados absorbían la fría brisa de viejos fantasmas que permanecían atrapados entre aquellas paredes de descascarillada cal.
...Afuera hace frío ―continuaba― y un hombre joven de cabellos ensortijados y negros intenta aliviar a su cuerpo de la gravidez de su oxidada vejiga. Es un Hombre de Tierra, de esos que calzan sus pies con el polvo de caminos desandados. Es, como tantos otros, uno más que reza cada amanecer a un dios de alabastro. En las fantasías de su hambre, acaricia a su paladar la textura de los pétalos que acompañan a sus desayunos de ámbar y cristal...
Fátima hacía una pausa en la lectura y bebía un poco del café que amenazaba con enfriarse. Era el momento en que yo anotaba algo en mi bloc y encendía el tercer pitillo de la sobremesa. Paqui, entonces se levantaba de su silla a mi lado y, quejándose de mi vicio, se alejaba lo suficiente para huir del humo. Ana intentaba que la narración no se prolongara más allá de las cuatro y media, puesto que antes de las cinco teníamos que comentarla y ya llevábamos dos semanas limitándonos a escuchar las lecturas, tomar café y fumar un montón de cigarrillos entre Concha y yo; y aquella no era en un principio la idea de nuestra tertulia literaria. «¡Queréis dejar de discutir y que Fátima continúe leyendo!», se quejaba
Desde detrás de la barra del bar Reyes nos sonreía lamentando no poder unirse a nosotras, y unos pocos curiosos se preguntaban qué diablos hacíamos allí cuatro mujeres escuchando a una quinta leer. Al mismo tiempo, dos grupos de varias madres jóvenes no se perdían detalle de cuanto se hablaba en nuestra mesa. El caso fue que, lo que empezó como un pasatiempo para mis amigas y para mí, había transcendido más allá de nuestro rincón en El Loro Verde y cada vez contábamos con más audiencia, cosa que agradaba enormemente a Reyes que veía como se incrementaba la caja la tarde de los miércoles.
Nuestra narradora, indiferente a las miradas y al silencio de los presentes, lentamente fue describiendo la forma en la que el Hombre de Tierra en su sed enjugaba sus labios con el néctar de rancias libertades.
...Su mirada emula un oscuro abismo de encrespados precipicios, donde un puente de temor enlaza a sus pensamientos con sus días. Observa sus manos de carbón, y tras comprobar que no hay restos de mácula, emprende de nuevo el camino hacia el interior del palacio sin techo.
Sobre el suelo, a esa hora, como en otras horas de otras noches diferentes, busca el calor de su propio cuerpo que yace ajeno a las profundas y entrecortadas respiraciones de sus vecinos del suelo.
Un llanto de niño hambriento pone música al silencio de la noche amenazada por sagradas antorchas, y la fragilidad de un pecho carente del lácteo maná, realiza el milagro en la pequeña boca que succiona creyendo poseer la autoridad que el llanto le otorga.
El sonido se escapa hacia el viento a través de los cristales rotos donde, antaño, se lucían orgullos miradores ataviados con grandes cortinajes de rasos rojos, hoy desgarrados; y los Hombres y Mujeres de Tierra, en la calidez de sus sueños vuelven a sentir la vida y la luz del planeta envuelto en la atmósfera de la hipocresía.
Danzan sus cuerpos dormidos, evocando rituales de otras culturas en tierras lejanas y extrañas. Y su danza se interrumpe, cuando un estruendo de trueno se introduce salvajemente en el salón de baile ensoñado, en el palacio sin techo…
La voz de Fátima subía y bajaba de tono.
… Los músculos se sacuden y las miradas oscuras se cruzan, intentando ver la luz más allá del resplandor del rayo cuando un grito de locura arremete contra los sentidos de esos cuerpos, que dejan de ser de Tierra y se convierten en escurridiza arena...
Los ocupantes de las mesas vecinas permanecían en un silencio total, con la vista fija en el rostro de la narradora, que tan pronto se mostraba dulce y sereno como preso del terror. Aquella tarde Fátima no se limitaba a leer una historia, sino que se había metido de lleno en ella y la interpretaba como si se tratara de una veterana actriz de teatro.
...Afuera hace frío ―continuó―, y la noche invita al baile de la desfachatez. Un grupo de seres emprende la danza de la destrucción, y el vidrio pone música a la siniestra balada de la prepotencia. Son los Hombres de la Intolerancia. Son como tantos otros que rezan cada noche a un dios de caucho y moneda. Son hombres que calzan sus pies con gruesas suelas, elevadas sobre potentes cilindradas.
Junto a la cegadora luz del palacio sin techo, un Hombre de la Intolerancia intenta aliviar la gravidez de su casta vejiga, mientras que con el rabillo de sus ojos de mar, contempla su hazaña, tendida sobre un colchón en llamas.
Con la sonrisa pintada en su rostro imberbe y divino, acaricia su rapado cabello y se encamina hacia la frontera invisible, donde sus compañeros le esperan...»
Fátima se disponía a finalizar la lectura cuando el grupo de hombres que había estado todo el tiempo observándola desde la barra, se marchaba; quizá a algún otro bar donde concluir su tiempo de ocio. Eran las cuatro y media, y algunas de las mujeres de las mesas vecinas también se iban levantando y tomando sus abrigos. No tardarían en salir los niños del colegio y aquellas jóvenes madres debían estar puntuales recogiendo a sus pequeños. Otro grupo de mujeres, más o menos de nuestra edad, todavía apuraban sus cafés y sus cigarrillos sin mostrar indicio alguno de tener prisa, pero ahora no prestaban interés por nuestra actividad, y aquello me frustró un poco, ya que me había acostumbrado a que, de alguna manera, nuestro trabajo literario tuviera alguna repercusión. Probablemente su falta de atención se debiera a que no terminaran de entender muy bien qué era aquello de Hombres de Tierra y Hombres de la Intolerancia.
...Surgieron del fondo de la noche, cuando los suspiros se vuelven transparentes, las sombras se visten de luz y los corazones de los Hombres y de las Mujeres de Tierra se cubren de duelo.

La historia de aquel miércoles había llegado a su fin. Ninguna de las cuatro nos atrevimos a preguntar a Fátima cómo se le había ocurrido escribir aquella historia tan dramática, ni tampoco si había sufrido en carne propia aquello que relataba. Sin embargo, Concha no pudo evitar acariciarle la cicatriz que tenía en una de sus manos y que también se apreciaba en su mejilla derecha y, quién sabe, si en el interior de su propio cuerpo. Eran quemaduras que habían dejado su huella, pero, según decía, causadas por un accidente en la cocina. Ahora no estábamos tan seguras.
Aquella tarde no hubo tampoco comentario del texto. Nos quedamos en silencio, pedimos otro café a Reyes y las dos fumadoras terminamos nuestra cajetilla de tabaco. Tal vez yo debí haber preguntado a mi amiga si ella se encontraba en el interior del palacio sin techo cuando los Hombres de la Intolerancia hicieron su aparición en medio de la noche. Todavía hoy sigo con mis dudas. Pero, ni entonces quise, ni ahora tampoco, hurgar en una posible herida que, probablemente, necesitaba ser contada a modo de una de nuestras historias para no retorcer las entrañas de su protagonista.
Afuera en la alameda la temperatura alcanzaba los doce grados, sin embargo, la cercanía del mar y la ausencia de sol hacían que nuestros cuerpos se sintieran como si en realidad hiciera mucho más frío.
  «Es el frío térmico o algo así», comentó Ana que, inmediatamente, se puso a explicarle a Paqui en qué consistía aquella sensación térmica.
«O sea, que yo siento aquí más frío que si me encontrara en mi pueblo con cuatro grados bajo cero ¿no?»
«Más o menos», le respondí mientras me despedía de ellas. Ana se marchaba ya para casa de su madre donde le esperaba otro café con leche en compañía de sus hermanas. Su marido llevaba turno de tarde y los niños ya estaban muy creciditos como para echarla de menos en casa. Paqui y Concha se iban a coger el autobús para el centro donde, seguramente, sus maridos tampoco tardarían en llegar a casa para ponerse cómodos y reclamar su cena. Sus niños y niñas también pasaban ya de la ausencia materna en el hogar; y yo..., yo permanecí un rato más en la acera de El Loro Verde, frente a la alameda, con las manos metidas en los bolsillos y la bufanda y el gorro tapándome las orejas. Contemplaba la forma de caminar de Fátima que se alejaba acera arriba, hacia su piso en el arrabal. También a ella la esperaba un hogar con todo lo que ello conlleva, pero la forma de vida dentro de aquellas paredes en una casa de las afueras era diferente a la nuestra; sencillamente se vivía con otras ideas y otra disciplina unida a un Credo distinto. Su paso era firme y orgulloso, su figura esbelta, y cubierta hasta los tobillos por una chilaba de basto paño marrón. Un pañuelo anudado al cuello le cubría la cabeza y el cabello negro y abundante; pero, por suerte para ella y para nosotras, sus ojos negros se mostraban seguros y desafiantes, en un rostro descubierto que exponía valientemente al frío de la tarde de invierno, de aquel miércoles de enero.


Finalista en el certamen  organizado por la Associació de Dones BALADRE "trencant silencis, any 2000".
Publicado en la antología: Trencant silencis.

Ilustración: Débora Trácheter; Arte digital



domingo, 13 de mayo de 2012

El Pato Doctorado. Cap. II

Cap. II

 



Ya llevaba más de un mes viviendo entre aquellos dioses, y el pato irradiaba felicidad. Era uno más entre tantos. El temor a verse rechazado por su aspecto diferente se disipó al segundo día de su llegada. Nadie se metía con él por ser un pato. Claro que... además de doctorado, su color era claro. Hubiese sido de otro modo de haber sido diferente su color. Aquello le confundió un poco al llegar. A los racionales no les importaba que hubiera otros de menor rango, pero si a ese rango inferior se le unía el color oscuro en su piel, ¡entonces andaban listos! Se permitía que se les marginara e incluso que se les apaleara por las calles. El pato se dio cuenta muy pronto de que entre estos seres de rango inferior de piel oscura, había excepciones. Los había que gozaban de grandes privilegios. En casi todas las ciudades surgían, y su presencia era muy apreciada. No eran doctorados como él, pero eran muy hábiles jugando en los estadios. Las gentes los aclamaban y querían parecerse a ellos. No comprendía muy bien aquella situación, pero los seres racionales, que eran sabios, la aceptaban, por tanto, él la admitía como un valor a tener en cuenta y así lo anotó en su diario.
Cada día aprendía cosas nuevas que iba registrando en sus notas, y le llenaba de gozo verse rodeado de personas que le saludaban al paso y que le pedían sus opiniones para temas serios, como por ejemplo, el que le tendría ocupado durante la mañana siguiente. Se trataba de una polémica surgida a raíz de algo que a los dioses les incordiaba bastante, pero que no creían conveniente erradicar.
Aquella noche durmió inquieto por la ansiedad que le producía asistir a un programa televisivo, pero cuando despertó, y tras su ducha diaria se abrillantó el pico, volvió  a sentirse feliz de ser un pato doctorado.
Las cámaras le fascinaron y la atención con que le agasajaron aquellas figuras esbeltas que le maquillaron el pico y acariciaron sus plumas, le hizo sentir sobre su cabeza como si una aureola dorada le acompañara en todos sus movimientos. El tema era mucho más complejo de lo que le pareció en un principio y se prolongó durante mucho tiempo sin quedar nunca zanjado: Algunos dioses eran fieles seguidores de otro dios superior, y otros, por el contrario, eran grandes detractores de ese mismo dios. Se trataba de una cuestión que al pato le tenía muy confundido. Bien mirado, la cosa era muy simple, pero todos se empeñaban en complicarla. Le costó mucho analizar el tema y no veía otra salida, si quería ser honesto, que ponerse de parte de aquellos que negaban a aquel dios tan difícil de entender. Sin embargo..., ¿qué razón había para que aquella mayoría de seres le defendiera tan apasionadamente? ¿Cómo podían en su sabiduría dar por cierto algo que carecía de lógica? Como fábula para los niños era de lo más fantasiosa la idea de la creación según la contaba aquella Biblia; pero él la había leído hasta el final y no entendía que se le siguiera dando crédito en la época actual. Además, quienes con más ahínco la defendían faltaban a ella.
Todas las guerras derivaban de aquella cuestión y costaron, costaban y, por lo visto, seguirían costando muchas vidas. «Defienden a un dios que atenta contra la vida en su esencia más profunda ‒pensaba‒. Es de locos; ¿cómo podré explicar esto en mi ciudad?»
La religión aún se complicaba más si intentaba comprender todas las escisiones que habían surgido a lo largo de los siglos, desde que el primer visionario se atribuyera para él mismo y para su pueblo, los beneficios de aquel dios.
«Pero había llovido mucho desde entonces –reflexionaba el pato‒. Los profetas pasaban de moda y otros nuevos aparecían y creaban nuevas escuelas. Y a cada nueva escuela correspondía una nueva guerra y nuevos muertos. Así que, la confusión aumentaba al observar cómo, quien justificaba tantos muertos y mártires por causa de aquel dios extravagante, ahora se escandalizaba por una ley del aborto que protegía, no sólo a las mujeres, sino, sobre todo, a aquellos futuros niños, carne de cañón de futuras guerras».
El pato llevaba una comida de pico tremenda y ya no pudo soportarlo más cuando oyó por radio que alguien, en nombre de aquella iglesia que se creía a sí misma un manantial de virtudes, se oponía tajantemente a la campaña que se llevaba a cabo en los medios de comunicación y en los institutos, a favor de la utilización de los preservativos.
Pasó mucho tiempo en estas reflexiones. Ya no anotaba nada. Ahora lo grababa todo en cintas, y ya tenía muchas, demasiadas... Le llevaría toda una vida poder transmitir a sus antiguos vecinos todos sus conocimientos. A veces le parecía que en la sociedad racional la necedad abundaba más que en la animal, pero cuando le asaltaban estos pensamientos los rechazaba enseguida, ya que no podía dejarse llevar por el sentimiento de vejación y resignación que contemplara en el rostro de la mula en la noria. Él no; el Pato Doctorado vino en busca de su sueño y llegaría hasta el final.
De momento tendría que dejar de lado el tema religioso y centrarse en otro que requería ahora su atención. Se hablaba mucho en esos días de una carta, y él pensaba que se trataba de una nota dirigida a alguien con algún recado. Pero no era eso. Era una carta muy importante en la que se decían cosas muy bonitas, pero que por otra extravagancia de los racionales, esas cosas tan fáciles de realizar no se llevaban a cabo y se incumplían todos sus puntos.
Derechos Humanos era el nombre de aquel documento, y el pato no pudo dejar de pensar en algo que le dijo la vieja mula, pero que él no quiso escuchar. «No son racionales, sino humanos» –Creo que dijo, pero no le oí bien. También dijo algo de crueldad. Bah... era una vieja resignada– pensó.
Curiosamente, en los días en que tanto se hablaba de aquellos derechos, varias mujeres fueron asesinadas por sus parejas, y se veían en televisión imágenes de niños que empuñaban armas cuando debían estar en las escuelas aprendiendo la sabiduría de los dioses. «¿O es que va a resultar que no son dioses…» se preguntó sobresaltado.
Ahora, al acostarse se sentía más cansado. Su cerebro se sobrecargaba de sentimientos contradictorios. Ya no se abrillantaba su pico cada mañana, y el título enmarcado en madera noble no le llenaba del orgullo de otros tiempos. Decidió no pensar tanto en las cosas complicadas y dedicarse solamente a su trabajo en la clínica. Sus pacientes le admiraban pues no todos los patos llegan a doctorarse. Él se limitaba a darles las gracias y recetarles sus medicinas para la tos. Había un anciano a quien estimaba mucho y que le contaba historias de su pueblo. Un día le contó que todos los vecinos trabajaban para el mismo amo y que hubo muchas luchas obreras para conseguir mejoras laborales.
 –Teníamos un gran monstruo que escupía humo por sus bocas.
 ‒¿Por sus bocas? –se sorprendió el pato.
 –Sí. Tenía tres; enormes. Y daban de comer a todo el pueblo. Luego aquello se perdió en una reconversión y ahora mi pueblo ya no es el mismo.
‒¿Y por qué? –preguntó.
‒Porque, querido pato, ahora cada vecino tiene su propio amo.
‒Pero; anciano, los dioses son sabios y no esclavizan a sus semejantes.
Dime pato: ¿tú has nacido de un huevo o te has caído de un árbol? Te estoy hablando de amos, de hombres, y tú me sales con dioses.
–Anciano, yo ya no sé qué soy yo –finalizó el pato cogiéndose la cabeza con las manos.
–Por lo menos tienes tu doctorado, así no te pillará el lodo como a otros. Mira hacia el sur del país y comprueba tú mismo la sabiduría de los dioses que tanto admiras. –y el anciano se marchó, encorvado y con la mirada perdida.
El pato comenzó a sentirse mareado. Por unos instantes confundió al anciano con una mula, y recordando la tragedia del gran parque natural del sur, dio por terminada su jornada y se encaminó hacia su casa, andando como lo hacen los patos. «Tomaré un baño caliente y planearé unos días de vacaciones» decidió.


Continuará…


De:Cuentos del Puerto, El Pato Doctorado 1999
Ilustración: Lamber