Es la voz de mi madre. Cada día, varías veces, la oigo de nuevo, como si todavía estuviera aquí, en mi cocina que adivino como la suya.
Pero no estoy en su cocina. Tampoco estoy en su casa, ni en su calle. Ni siquiera estoy en nuestro municipio. Lo abandoné hace algo más de trece años y cada vez lo siento más lejano, más extraño.
Estoy viviendo el tiempo incierto del confinamiento. A veces tengo miedo. No tanto a la muerte como al dolor que produciré en aquellos que más me quieren. Es su dolor lo que me aterra. Dicen que soy individua en situación de riesgo, o algo parecido. Debe de ser por mis continuas bronquitis. La última la padecí hace apenas tres meses, justo cuando comenzó la pandemia. Me duró más que la anterior. Cada vez dura más y la recuperación es más lenta. Aún no me había recuperado del todo cuando me recluí en casa. Ahora ya estoy tan acostumbrada a no salir a la calle que es como si nunca hubiera salido. No la echo de menos en absoluto.
Es una sensación extraña. No he visto televisión en todo este tiempo. Tampoco he leído un solo libro ni he escrito poemas ni apuntes. Bueno, en realidad sí que he escrito algo, pero nada que estuviera relacionado con mi experiencia del momento. No deseaba regocijarme en mi incertidumbre, mi pena o mi rabia. Me limité a ser testigo de la incertidumbre, la pena y la rabia de los demás.
En mi casa hay mucho ruido de niños, de vajilla, de todo aquello que dota de vida a una casa. No estoy sola en mi confinamiento y no tengo momentos de silencio que permitan centrarme en algo que requiera más de cinco minutos de atención. Cuando he necesitado intimidad me he encerrado en mi habitación, más que por huir del trajín por no aislarme de mí misma. Necesito estar a solas conmigo y hablarme, escucharme, poner mi propia voz a mis miedos, a mis silencios y a mis reproches, a la indignación y a la impotencia que a veces me supera...
Esa voz, ese tono y esa forma de decir que cada vez más se confunden con esa otra voz, ese otro tono y esa otra forma de decir que oigo tras de mí cuando, al volver a la cocina y encontrarme un vaso sobre el banco de granito me ordena: “Ese vaso, enjuágalo y a su sitio”