Hace un calor espantoso para esta época del año. Eso no me
detiene. El sol me pega fuerte, son las cuatro de la tarde. Es la hora de la
siesta pero ya dirijo mis pasos hacia la calle El Calvario. El señor Vicente Chenovart
me espera. Posiblemente lo pille dando una cabezadita y me incomodo. Pienso en
dar la vuelta y volver a casa. Pero no…, él me está esperando, lo sé. Le dijo a
una amiga que yo iba a ir a visitarlo. Le sugerí dejar nuestra cita para una
hora más tarde y no aceptó. «A las cuatro estará bien»: dijo.
A medida que llego hasta su puerta me pregunto si sabré con
certeza cuál de ellas es. Solamente estuve una vez y quizá me confunda con la
de algún vecino, y no son horas de ir llamando a puertas y disculpándome por el
error.
No hay confusión pero me aseguro telefoneando a Rafa, su
nieto, antes de llamar al timbre. Rafa vive con su abuelo, él es quien me abre.
Pero también está Olivia Chenovart, la hija de mi nonagenario amigo.
Sí, nonagenario, porque mi cita de hoy es con un señor de
noventa y cuatro años. Como me temía, lo pillo echando su siesta. Intento
disculparme y volver en otro momento pero Olivia me indica que no hace falta,
que en un momentito su padre estará conmigo. Y así es. Sale de la habitación en
cuanto le dicen que ha llegado la señora que va a entrevistarlo.
Aparece con su cabello blanco completamente despeinado y
arreglándose el atuendo. «Lo pillo en mal momento» le digo a modo de disculpa.
Él resta importancia a mis palabras y se acomoda en un sillón que doy por hecho
que es «su sillón». Yo también tomo asiento junto a él.
Guarda silencio a la espera de que yo comience mi rueda de
preguntas. «No, no le voy a hacer preguntas —le digo—. He venido a escucharle
en todo aquello que quiera usted contarme». Se sorprende y entonces le explico
que no soy periodista y que mi intención es deleitarme con lo que me cuente.
Más tarde posiblemente escriba algo para mi blog, pero en ese momento tan solo
pretendo que me cuente cosas. Yo sé que a él le gusta hablar. Hablar de
cualquier tema, pues muchos son los que domina.
Y toma la palabra para hablarme primero de su nacimiento.
Fue en Francia, donde sus
padres eran emigrantes. «Casualidades de la vida —me dice—, resulta que mi
padre era de Albalat y mi madre de Estivella, pero no se conocían. Se
conocieron allí y allí fue donde se casaron, donde yo nací y donde comienza mi
historia.
Cuando cumplí dos años vinimos a vivir aquí y siempre me
consideré español. No es que no me guste Francia, que sí que me gusta. Me gusta
su modelo de sociedad. La gente allí es consciente, es coherente con lo que
hace. Nosotros somos más como… como más
viva la Virgen. Por eso nos miraban mal. Pero es que tenían motivos para
ello. Los españoles eran muy trabajadores pero muy brutos. Francia se ha
preocupado mucho por la educación de su gente. El gobierno se preocupaba de que
los chiquillos fueran a la escuela, no los quería ver por ahí por las calles.
Los quería escolarizados»
Llegado a este punto me sorprende con un poema de Moratín que
recita sin olvidar uno solo de sus versos: Admirose
un portugués, /al ver que en su tierna infancia /todos los niños en Francia
/saben hablar el francés. /Arte diabólico es, /dijo torciendo el mostacho,
/pues para hablar el gabacho /un Fidalgo en Portugal /llega a viejo y lo habla
mal, /y aquí lo parla un muchacho.
«Quiero decir con esto —prosigue— que se preocupaban mucho
por la educación y el respeto. A los españoles que fuimos allí a trabajar lo
que nos preocupaba era comer porque fuimos muertos de hambre. Claro que…
Francia se lo podía permitir. Por ser una nación colonialista tenía muchos
ingresos provenientes de las colonias. Bélgica tenía El Congo Belga, y mantenía
al gobierno y a las instituciones con los millones que sacaba de allí. El
territorio francés tenía la Indochina y una gran expansión. Y claro, vivían de
la renta de esas naciones y podían permitirse vivir mejor. La justicia también
era más justa…»
No cabe duda de que pasar una tarde con el señor Vicente es
como asistir a una clase con un maestro. Al hablarme del funcionamiento de la
justicia en el país vecino, me cuenta la anécdota de unos primos de su padre
que salieron bien librados tras herir, de un disparo en la pierna, a un francés que se reía
de éstos porque cargaban con un somier por medio de la calle. Aunque no obvia
la referencia al chovinismo francés.
«Si hablamos del
chovinismo francés —recapacita más para sí mismo que para que yo lo escuche—
que es el orgullo ese de considerar a todo el mundo más idiota que ellos…
claro, hay que tener en cuenta que ellos tenían mucha gente culta: Chateaubriand, Dupanloup, Charcot… Podría
añadir otros —Y aquí hace referencia a los periodistas y escritores de aquella
época, sin olvidarse, por supuesto, de Víctor Hugo y Los Miserables—. La cuestión es que, efectivamente, eran los más
cultos de Europa, pero eso no los legitimaba para considerar analfabetos al
resto de los europeos.
Como te decía —continúa—, a los dos años me vine para España
con mis padres. En la escuela era de los más aplicados y esto me costó un disgusto.
El maestro quería que le dijera dónde estaban los Pirineos. Se pensaba que yo
no quería responderle. Me pegó tan fuerte que me reventó un pulmón y tuve una
fuerte hemorragia. Me trajeron a casa y cuando vino el médico dijo que llamaran
al cura para que me diera la comunión porque pensó que no iba a pasar de la
noche. Pero cuando llegó yo le dije que no la quería. Yo lo que quería era
tomarla como mis compañeros. Me vieron muy grave, pero pasé esa noche y la
siguiente y muchas otras. Y me recuperé del todo. Volví a ponerme en forma y
pasé muchos años sin tener hemorragias.»
¿Nadie le exigió cuentas al maestro?, le pregunto entre
sorprendida y fastidiada. «Mi padre era entonces el alcalde de Albalat, pero mi
familia era muy moderada y pensó que la reacción del maestro se debió a un “mal
pronto” y no hicieron nada. El hombre se marchó y yo seguí en el pueblo.
Y así, cuando me di cuenta me sorprendió la guerra. A los
diecisiete años tuve que ir al Frente. Me llamaron para formar en el de Madrid.
Me sirvió para conocer otras tierras y otros chicos. Había un río, el Jarama. Y
al frente lo llamaron así: “Frente del Jarama”. También había mucha desolación.
Antes de llegar yo, hubo una batalla en la que murieron quince mil
combatientes, tanto de uno como de otro bando. No había modo de enterrarlos a
todos y se veían por el suelo a miedo cubrir por la tierra.
Yo llegué allí sin tener preparación militar. Coincidí con
uno de aquí del pueblo. Le pregunté cómo se encontraba y me respondió que muy
mal. En cuanto comía hacía de vientre. Era por el miedo. El sonido de las balas
al pasar le causaba verdadero terror. Se descomponía del susto. Esas eran las
cosas de la guerra.»
Usted era muy joven. Tenía diecisiete años, le digo
intentando visualizarlo de adolescente, cargado con un fusil que ni siquiera
sabía manejar. Esa visión me duele. En un momento en que nos esforzamos por
tener a nuestros chavales escolarizados hasta los 16 años, me duele
profundamente imaginarme a la generación de mis padres en medio de una batalla,
expulsando de sus tripas, a causa del miedo, la comida recién ingerida.
Igualmente me duelen las escenas que me cuenta acerca de los cadáveres tirados
por el suelo a medio enterrar
«Sí, éramos La Quinta
del 41. Un día nos movilizaron para llevarnos a un frente diferente a hacer
una ofensiva. Éramos cuarenta o cincuenta mil soldados. Nos llevaron a uno que
se llamaba Brunete. Llegamos a un pueblo, Torrelodones, y paramos para hacer
estancia por la noche y atacar al día siguiente. Llovía mucho y pernoctamos en
una casa a la que le faltaba el techo. En realidad el techo le faltaba a muchas
de las casas de allí. Era por los bombardeos. Uno de los chicos que estaba
conmigo se quejó por eso y yo le dije: “¿Para qué quieres meterte en una casa
con techo? ¿Para que caigan allí las bombas? Vale más mojarnos en esta. Además,
igual es la casa de Quevedo, porque Quevedo decía: Es mi casa solariega, más solariega de todas, que por no tener tejado,
entra el sol a todas horas.” Y allí pasamos la noche. Caía un chaparrón
tremendo y a unos compañeros míos no se les ocurrió otra cosa que esconderse en
la alcantarilla. Y con tanta lluvia, bajó el agua por la montaña y los arrastró
hasta un pueblo que se llama Hoyo de Manzanares. Así que los demás dormimos en
la casa sin techo. Dormimos dentro del agua porque hacía menos frío dentro que
fuera. Caía nieve y agua.
Y… ¿qué más quieres que te diga? Pregunta, pregunta tú»
No tengo intención, le digo e insisto en que sé que a él le
gusta hablar y a mí escuchar. Por tanto, ambos acomodamos la postura en
nuestros respectivos sillones. Yo compruebo que mi grabadora sigue grabando y
le insto a que continúe por donde mejor le parezca. Él opta por dar por
finalizado el tema de la guerra pero sin dejar de lado las consecuencias de la
misma.
«Tenían a siete quintas militarizadas y a los abuelos
muriéndose de hambre porque toda la juventud estaba en los frentes. Y yo,
cuando se acabó la guerra, ¡hala, a la mili! Dos años de mili. Sin trabajar,
sin ganar dinero y mis padres sin ayuda. Así estábamos todos. Yo tenía mi
novia, que vivía unas casas más abajo —“Muy guapa, por cierto” le digo
dirigiendo mi vista a una de las fotografías enmarcadas que hay sobre un
pequeño mueble. Una de esas en blanco y negro en la que ambos posan jóvenes y
complacientes—. Queríamos casarnos pero en el frente no se cobraba nada y ella
ganaba poco, porque entonces una mujer de la limpieza ganaba quince pesetas al
mes. Y el tiempo pasaba. Primero la
guerra, luego la mili. Yo la hice en Valencia, pero eso fue después de haber
estado en la cárcel año y medio. La gente de derechas pensaba que por haber
ganado la guerra les había tocado el gordo de la lotería, pero no fue así.
Todos estábamos sin trabajo: los de izquierda y los de derecha. España estaba
destruida. Hubo quien quiso colocarse en
el ayuntamiento y pensó que yo, al tener más formación y saber escribir a
máquina, iba a ser un estorbo para sus planes. Cuando no se tiene disposición
para otra cosa hay que ir buscando enchufes como sea y al precio que sea, y lo
mejor es eliminar a los posibles rivales. Me acusaron de terrorista. Para ello
buscaron un cabeza de turco que se hiciera pasar por víctima. Dijo que le
habían disparado para matarlo y lo denunció a la Guardia Civil. Nos detuvieron
a varios que éramos de izquierdas y nos condenaron a muerte.
Cuando me detuvieron me presentaron unos anónimos donde ponía:
“Viva el comunismo, muera Franco”. Decían que yo era el autor de esos anónimos
y querían que los firmara. Pero yo, que tengo buena memoria, reconocí en
aquellas notas la letra del cabeza de turco que se hizo pasar por víctima de un
falso atentado cometido por mí. Me negué a firmarlos porque no los había
escrito yo, pero sí que firmé una hoja en blanco. “¿Sabe lo que ha firmado?”,
me preguntaron. Resulta que era mi pena de muerte. Entonces les dije que ya
todo me daba igual.
Tenían prevista la ejecución de nueve personas entre las que
me encontraba yo. Nos dijeron que podíamos pasar por capilla antes de la
ejecución. Yo no quise. “Total, a mí me da igual ir al cielo que al infierno,
por lo tanto no paso por capilla”, respondí.
Nos llevaron en fila al paredón —¿En Valencia?—. No, no. Aquí
en Sagunto. Nos llevaban a las paredes del cementerio. Era allí donde fusilaban
a la gente. Pero cuando ya estábamos cerca nos hicieron detenernos. Íbamos por la
calle, en medio de dos curas del Juzgado, y al llegar cerca del cementerio algo
cambió. Nos dijeron que nos marchábamos para otro sitio y que no nos fusilarían. Yo no
sé si fue porque el autor de la farsa del atentado se dio cuenta de que se
había pasado de la raya y lo había puesto en conocimiento de alguna
personalidad. El caso es que nos metieron en un almacén y allí pasamos unos
días mientras iban sacando a otra gente para fusilarla. En aquel almacén había
condenados a muerte. Después nos pasaron al monasterio de El Puig y allí estuve
yo año y medio.
En la prisión aproveché para aprender cosas. Éramos tres mil
personas encerradas allí, y para mí significaban tres mil profesores. Podías
estudiar lo que quisieras, ya que había maestros para todo. Uno de los presos
era marqués de Rumoroso, de Santander. Tenía una academia en Barcelona con
mucho alumnado y 60 profesores. Era abogado y tenía mucha cultura. Había
también un grupo de aviadores en cuyas tertulias explicaban matemáticas; yo me
acercaba a ellos cuando se hablaba de álgebra. El ferroviario sabía ubicar cada
uno de nuestros pueblos porque su trabajo consistía en el empaquetado. En la
distribución de los paquetes colocaba en primer lugar los que iban lejos y
luego, por orden de cercanía el resto. Por eso sabía que mi pueblo hacía límite
con Petrés y Estivella. Pero sus conocimientos de geografía no paraban solo en
Valencia sino que conocía los límites de los pueblos de las demás provincias.
La cuestión es que yo aprendía de todos y también enseñaba a
los que sabían menos que yo. Había gente de todos los oficios y carreras. Lo
mismo podías aprender el modo de plantar el arroz como a dibujar. Yo dibujaba
desde siempre, pero allí aprendí a perfeccionar. Fue por las enseñanzas de un
prisionero que me enseñó a hacer dibujo industrial y dibujo para publicidad.
Uno de los dibujantes hacía verdaderas maravillas a plumilla. El día que iban a
fusilarlo me regaló su gabán. “Quédate con él porque a mí ya no me va a hacer
falta”, me dijo. Era un chico muy majo, templado y muy buen dibujante.
Todos los días había fusilamientos. Algunos se juntaban
conmigo y me contaban sus penas. Otros deambulaban medio idos hablando solos o
en silencio. Avisaban a sus familias para que vinieran a despedirse. Lo hacían
a través de las rejas. Por allí metían la cabeza los chiquillos para despedirse
de sus padres. Una de las últimas escenas de este tipo que yo vi fue la de un
hombre que era Secretario General de la UGT en
Puerto de Sagunto. Sus hijas tenían catorce o quince años, la mujer vino con un
crío más pequeño y el hombre le pidió que se lo enseñara. El chiquillo tendría
alrededor de un año. Esas penas las veías todos los días. Un día mataron a
treinta presos juntos. Eran todos del mismo municipio y los ejecutaron el día
de la fiesta del pueblo…»
El señor Chenovart se queda pensativo por unos momentos,
quizá recordando más de la cuenta aquello que no desea recordar. Tal vez por
eso, cuando retoma la palabra su conversación gira en torno a un tema
completamente diferente:
«Una vez, en el hospital, los que íbamos a ser operados estábamos
en una sala. Hablábamos del Spputnik, el
satélite que los rusos habían lanzado al espacio. No podíamos comprender cómo
aquel satélite iba dando vueltas por ahí. Pero claro, eso es muy sencillo. Aquella
explosión del Big Bang sembró el universo de semiejes y todos los cuerpos que
hay se mantienen por la gravitación universal. Por eso la regla: Los cuerpos se atraen en relación directa a
su masa e inversamente proporcional al cuadrado de sus distancias. O como Kepler: los radios vectores en tiempos iguales barren áreas iguales. El
universo está programado para que cada astro se mantenga en su órbita y no
choque con los otros. Porque si no, sería un caos.»
A estas alturas de la conversación yo ya estoy un poco
perdida entre las estrellas, pero continúo escuchando con atención. Mi
nonagenario amigo me habla de los astros y de su órbita alrededor del sol, de
los signos del zodiaco y de la importancia de la luna en las mareas y en la
fecundidad de la tierra... «Él no ha estudiado —me dice— pero sabe de muchas
cosas». Me habla de la metamorfosis y me cuenta anécdotas vividas con sus amigos
en sus excursiones al pico de El Garbí. «Para saber cosas de la naturaleza hay
que vivir en la naturaleza», asegura. Conoce muchas plantas y sus propiedades.
Por citar algunas alude a las catárticas, narcóticas, herméticas,
cefálicas…
Llevamos ya mucho rato hablando y se toma un pequeño
descanso. Yo aprovecho para preguntar a Olivia, la hija, cómo es un día normal
en la vida de su padre. Me responde que normalmente lee el periódico a diario,
aunque la vista le va limitando bastante. Escucha los informativos y está al
tanto de lo que ocurre, tanto en nuestro país como en el resto del mundo. Se
indigna mucho con el tema de las niñas secuestradas en Nigeria. Algunos ratitos
va a la huerta, siempre acompañado; y cuida de sus gatos. Su cabeza sigue
teniéndola muy lúcida. Al retomar la palabra nos pone al día sobre los últimos
acontecimientos en Grecia, de su historia y riqueza, de sus pintores y
escultores Fidias, Apeles…, al citar a los siete sabios
me indica que de Platón tiene LA
REPÚBLICA. «Conozco muchas cosas porque me he interesado por todo»
Debido a su intervención de cataratas de la que no quedó muy
bien, no puede leer todo lo que quiere, le cuesta mucho. A la huerta va poco
pero podría entretenerse mucho en ella. Sin embargo, su vida laboral no solo se
desarrolló allí. Trabajó en las canteras rompiendo piedra para los Altos
Hornos, y después en la siderúrgica haciendo vigas y carriles y calentando los
lingotes a más de novecientos grados. En la fábrica trabajaba por la mañana, y
por la tarde se iba a la labor de las viñas, a injertar o podar los naranjos…
Tiene mucha idea de las tareas del campo. Las plantas se
pueden transformar de un modo a otro. Conoce el injerto y la forma para que un
mismo árbol dé diferentes clases de fruta, y me recuerda que de la mezcla de
los dos gases, hidrógeno y oxígeno, surge el agua. Pero reconoce que no todas
las combinaciones son aconsejables.
Cuando veo la hora me doy cuenta de que me he excedido mucho
del tiempo que quería dedicar a esta visita. Tan solo un detalle me queda
pendiente y al que no quiero renunciar. Esta vez sí que pregunto: ¿Cuándo
empezó usted a dibujar?
«Yo he dibujado siempre, lo que pasa es que no he guardado
nada. Mi hija se llevó bastantes cosas y otras deben de estar por ahí, en algún
lugar que ahora no recuerdo»
En algún lugar que
ahora no recuerdo…
Suena paradójico que no recuerde dónde guarda sus dibujos, pero recuerde a la
perfección las teorías sobre el espacio, los versos de Quevedo y de Moratín,
los nombres de los siete sabios de Grecia y los de sus pintores, los de los dramaturgos
franceses…
Rafa acaba de bajar de las habitaciones superiores con una
caja llena de dibujos a plumilla. Algunos incluso a lápiz. Yo sonrío mientras
paro mi grabadora y me dirijo a la mesa del comedor. Allí, Olivia y el chico
han desparramado por la mesa todos los dibujos, y entre los tres nos dedicamos
a la tarea de seleccionar uno con el que ilustrar este artículo. Mientras
tanto, el señor Vicente Chenovart permanece pendiente de uno de sus gatos al
que, al parecer, le cuesta tomarse su medicina.
Ilustración: Vicente Chenovart