De nuevo caía la
lluvia. En la calle anegada se dibujaban burbujas sobre los charcos formados
junto a los bordes de las aceras, y los niños, camino del colegio, nos
introducíamos en ellos a sabiendas de que, en breve, los calcetines mojados nos
provocarían molestias durante toda la mañana.
Algunas mujeres
caminaban deprisa cobijando sus cabellos, marcados a rulo, bajo los paraguas.
Las había incluso que metían la cabeza en bolsas de plástico que utilizaban a
modo de gorro con el fin de no despeinarse.
El día siguiente
sería festivo y no habría escuela. «El día de Todos los Santos», nos había dicho
la madre Milagros, muy seria ella. Nos contó que las ánimas saldrían del
purgatorio y emprenderían su camino hacia el cielo. Nosotras, como buenas
cristianas, deberíamos acudir a misa y rezar por los difuntos. También
tendríamos que encender cirios en casa; tal vez palomitas de cera.
En mi casa no
teníamos cirios, ni tampoco palomitas de esas. Tampoco teníamos, por suerte
–según decía mi madre– muertos recientes, y los antiguos hacía mucho tiempo que
permanecían en el olvido y ya nadie rezaba por ellos.
Esto suponía un
pequeño problema para mí. La madre Milagros tenía muy mal genio, y en cuanto se
enterara de que yo no había encendido los cirios para ayudar a los difuntos a
salir del purgatorio, seguro que me castigaría de cara a la pizarra y de
espaldas al resto de la clase.
A mis compañeras
les incomodaba este castigo. A mí no. Al contrario; a mí me gustaba porque
cuando me encontraba aislada con la mirada clavada en el verde del encerado, me
entregaba a mis sueños de vigilia y volaba hacia la montaña donde habitan las
hadas. A veces caminaba de la mano del príncipe guiándolo hasta el lugar donde,
solo yo, sabía que se encontraba durmiendo su Bella Durmiente.
Sin embargo, ese
día no hubo castigo. La madre Milagros no vino a darnos clase. En su lugar
enviaron a la madre Corazón que era la encargada de enseñar costura a las alumnas
más mayores.
A causa de la
lluvia no pudimos salir al patio a la hora del recreo y nos quedamos en el
interior de la clase jugando a adivinanzas y al veo-veo. Yo me descalcé porque
mis botas de agua me rozaban allí donde el calcetín –mojado un rato antes por
el chapoteo en los charcos– llevaba un zurcido que, con el roce, me estaba
provocando una pequeña herida por la que quizá se me salieran las tripas.
«Eso no es de
señoritas» me increpó inmediatamente la madre Corazón. No curó mi dolencia y
yo, resignada, volví a introducir mis pies húmedos en los calcetines y en las
botas de agua, tan azules y bonitas como despiadadas.
En mi regreso a
casa me mantuve alejada de los charcos profundos mientras contemplaba extasiada
cómo el humo que emanaban las chimeneas se disipaba nada más salir de ellas. El
aroma especial de los días de lluvia se mezclaba con el de las comidas que, a
esa hora, recién tocado el Ángelus, bullían en los pucheros de todas las
cocinas. Los hombres del turno central no tardarían en salir de la fábrica y mi
estómago se dejaba ya acariciar por el hambre.
Mi madre, que no
se marcaba a rulo el cabello, llevaba el mismo peinado de siempre: una coleta
recogida en la nuca y sujetada con horquillas para que no le cayera en cascada
como a los caballos. Y aunque la gran cocina y las dos habitaciones de la casa
no habían cambiado en nada su aspecto, algo en el aire se notaba distinto. Para
empezar, por la tarde se suspenderían las clases. Algunas zonas del colegio se habían
inundado y el río, en su desembocadura, se había desbordado anegando las casas
bajas del barrio vecino. Así pues, «la tarde se adivinaba prometedora» pensé.
Permanecería el resto del día en casa, al calor de la cocina de carbón. Además, yo guardaba celosamente un tesoro para
cuando surgiera la ocasión de sacarlo y, sin duda alguna, esta era una ocasión
muy, pero que muy propicia.
Mi tesoro
consistía nada más y nada menos que en una hermosa caja de pinturillas Alpino, de las grandes, de las de doce pintus; todas igualaditas, todas
afiladitas y rectas; con los bordes de la caja rígidos, como planchados con
almidón, predominando aquel color verde tan especial de las altas cumbres en
las que se suponía vivían mis hadas.
Seguía cayendo
la lluvia… insistentemente, monótona, arrancando retazos melancólicos con cada
burbujita recién dibujada en los charcos. Pero yo no me fijaba; estaba
demasiado embelesada pintando montones de flores; rojas, amarillas, lilas,
blancas; mezclando los colores intentando crear nuevas tonalidades. Y dibujaba
cruces negras, muchas cruces; y dibujaba con los colores más brillantes
pequeñas lucecitas que se elevaban sobre las cruces y que ascendían hasta un
cielo sin nubes pintado de un azul clarito. Y cuando terminé de dibujar mis
flores, cruces, ánimas y luces, me atreví también a dibujar una circunferencia
cuyo trazo cubrí con más colores. Una circunferencia forrada de flores como la
que en aquel preciso instante estaban llevando al colegio del convento y que,
según decía mi madre a la vecina, era un obsequio para la madre Milagros. Un
gran aro de flores con un gran lazo amarillo en el que unas bonitas letras
doradas decían: Tus alumnas no te olvidan.
De: Cuentos de Otoño
Ilustración: Blas Estal
De: Cuentos de Otoño
Ilustración: Blas Estal