Querida niña
de finas trenzas y rasgados ojos. Cuánto me gusta cerrar los míos y
contemplarte en tu pequeña habitación, con tus libros de texto, juntando las
primeras letras, sumando y restando tus primeras cuentas de llevar…
Me gusta
invocar aquellas horas en las que ambas recitábamos al unísono aquello de: Un conjunto B, es subconjunto de un conjunto
A cuando todos los elementos de B pertenecen a A.
Tú
descubrías entonces la dificultad que entraña la formación, y yo la
preocupación por ofrecerte una educación acorde a tus aptitudes y a mis
posibilidades. Tu tenacidad te llevó por el camino de las ciencias que a mí tanto
me cuesta comprender; y tu afán por avanzar cada vez más, te ha situado en un
nivel que jamás alcanzaré.
El orgullo
que siento por tus metas alcanzadas se da de bruces hoy por la amenaza de tu
autoexilio hacia un país lejano, más allá de mis cuidados. ¿Cómo podré disfrutar
de tu sonrisa si no comparto tu espacio? ¿Cómo responder a tu solicitud cuando
a deshoras me precisaras, si mi mano no te alcanza? ¿Cómo leer en el grito de
tus ojos, aquello que tu voz silencia cuando vives tus horas bajas?
La ciencia
occidental se viste de mujer, camina de mujer y se maquilla como mujer. Y
mientras, en España se van desempolvando los viejos hábitos que pretenden de la
mujer española que vista de nuevo con teja y mantilla. Parece que hay prisas
por abrir viejos baúles y volver al estado de letargo al que estuvo sometida la
mujer durante los años grises. Se proclama desde los púlpitos y el mensaje se
introduce solapadamente entre los poderes que dictan las leyes y las políticas
de Educación.
Esta es la
razón que urge a levantar mi voz y decir
bien alto hoy, en este día en que los derechos fundamentales de la mujer son
los protagonistas, que escribiré en mayúsculas, y en negrita si es preciso, mi
descontento ante el muro que este retroceso supone.
Hace ya mucho tiempo que las mujeres inmigrantes comenzaron a llegar a nuestro país en muy malas
condiciones. Algunas, engañadas y puestas al servicio de la avaricia del
proxeneta. Otras llegaron para ser utilizadas como mano de obra barata.
Pensando en esas mujeres escribí infinidad de versos. De esto hace casi quince
años. Algunos de aquellos poemas los guardé y otros, una vez pasado el momento
de indignación, los rompí en muchos pedazos; quizá guiada por mi impotencia, o por propio egoísmo; no dejando
constancia y mirando para otro lado, el problema de esas mujeres se hacía
inexistente.
Hoy, son
nuestras hijas quienes abandonan su país en busca del futuro que aquí se les
niega. A ellas que parten, y a aquellas otras que vinieron, van dirigidos estos
viejos versos:
Déjame soñar con la otra orilla
donde otra realidad me dibuja los caminos sin fronteras,
sin lazos de absurdos disfraces de una cultura docta y bella,
déjame exhalar desde lo alto de tu muralla
el aroma de otras ideas
y que pueda dibujar en mis retinas el contorno de un césped inmaculado
donde retozan los deseos adolescentes ocultos bajo la hierba
en la noche oscura.
Déjame sentarme junto al arcén que bordea el asfalto caliente
al llegar la tarde
donde yacen las voces de la idea misma,
donde el caucho chirriante es el canto de mi sombra
estirada y muda.
Permíteme quedar en esta parte donde pueda conversar
con mis silencios
viendo pasar de largo a las sonrisas ajenas a mi presencia
de barro cocido.
Déjame quedarme en esta orilla
y observar las luces de colores intermitentes de los locales del placer,
para olvidar la rigidez de sus cuerpos de carne.
Déjame gozar por un instante de la ingravidez
de mi cuerpo de piedra
para no soportar el peso de la impotencia
cuando en la noche
el prostíbulo mancilla el vacío de mi sueño.
Aleja de mi boca el sabor acre de ebrios jadeos
al amanecer el día
y aleja también de mi mirada
el reflejo de mis ojos rasgados ante el espejo de las horas
impuras de la tardenoche
en el corrupto váter del bar al otro lado de la carretera.
Déjame permanecer en esta orilla de la realidad
donde los grises poetas
escriben sus versos con la sangre de la despedida,
y déjame soñar con otras brisas de otros mares diferentes
donde en otro tiempo floreció la belleza.
Déjame vivir el instante mismo del deseo
para que pueda albergar la esperanza
de acariciar la divinidad de unas manos viejas
agrietadas por la labor de la tierra.
Deja que respire en un segundo
el aliento de mis horas allá en la otra orilla del gran mar,
allá en el horizonte de mi origen
donde las últimas piedras me hablan de la historia en una lengua extraña
que fue mía y que ya no comprendo.
¡oh, mi orilla virgen...!
hermana virginal de mi cuerpo y de mi hambre
cuando el sueño de lo absurdo me arrancó de ella
y me trajo hasta este lado
donde los hombres prostituyen mi cuerpo en las noches
y las mujeres me desprecian y rechazan en las mañanas
dándome a frotar cada rincón de sus pulcras alcobas tapizadas,
hallando en mis manos mestizas
la mano de obra barata con la que abrillantar sus fachadas
de elegante cristal tallado...
Déjame soñar con la otra orilla
donde otra realidad me susurra al oído
que hay caminos sin fronteras
y paz en todas las lenguas.
Del poemario: La otra realidad
Ilustración: Débora Tráchter