Dicen
que el canto de las cigarras es premonitorio de un aumento del calor. Yo las
oigo desde la habitación donde intento escribir algo. Su sonido es muy intenso
y se mezcla con la música de Cortázar con la que amenizo hoy la escritura.
Ambos, Cortázar y cigarras, me distraen. Me relajan tanto que soy incapaz de
obtener un pensamiento ajeno, una escena, una imagen…
Hace
muchos meses que no escribo. Sufro lo que algunos llaman «fatiga pandémica». El
monitor guarda silencio, el nuevo cuaderno de notas permanece intacto, con sus
hojas recicladas a la espera de que deslice por ellas la pluma. Todos los días
lo acaricio y pienso en las manos que me lo regalaron, quizá con la esperanza
de que volviera a mis versos. Ahora también lo estoy mirando: su tapa dura y artesanal,
los elementos marinos que me hacen recordar mis orígenes.
Sí… mi
piel porteña se estimula cuando visualizo desde la distancia las calles de mi
infancia, la orilla de mi playa, las gentes del mercado y, sobre todo, cuando
recuerdo su aroma de antaño, esa mezcla de baladres y salitre. Es un olor que
impregna el recuerdo y que me aporta mucha paz.
Las
cigarras enmudecen y solo el piano de Cortázar se escucha en la estancia. La
luz del móvil me avisa de que tengo un mensaje nuevo. El ayuntamiento del
municipio que acoge mis días y mis impuestos me avisa de que el autobús de
Bankia ha llegado al parquin de la entrada del pueblo. Hace mucho tiempo que no
tenemos oficina. Tampoco servicio de transporte público, ni pediatra en el
consultorio médico…
Es
como si la vida, poco a poco, se fuera desactivando y yo no hallara acomodo en
esta etapa de aislamiento.
Tal
vez, solo tal vez, es porque mi piel porteña tira de mí mientras escucho la
música y veo por el rabillo del ojo, cómo el nuevo cuaderno de notas me hace un
guiño desde el atril, donde los folios del nuevo libro permanecen en la carpeta
a la espera de que les dé la luz primera.