Miércoles, 30 octubre de 2024.
Salimos de casa a las 9:30 de la
mañana. Aún estoy convaleciente de la bronquitis que me hizo guardar cama
durante dos días la semana pasada. Aun así, no hemos querido cancelar la
reserva del viaje.
Hoy tampoco conozco el destino. Hoy
no me importa el lugar al que vamos. Hoy me resulta del todo indiferente porque
tengo la certeza de no disfrutarlo.
Es octubre y es nuestro cuadragésimo
quinto aniversario. De nuevo vamos hacia el norte en busca de la otoñada. Ya sabe
cuánto me gusta la gama de colores que lucen los bosques pirenaicos. Pero la
incertidumbre se nos acomoda entre las botas de montaña y los bastones. El dolor
y la impotencia hace horas que se han convertido en una segunda capa de nuestra
piel.
He dormido poco y mal. A las tres
de la madrugada visionaba en diferido la comparecencia del presidente de mi Comunidad.
«Tenemos los medios, pero no tenemos accesibilidad al lugar. En cuanto tengamos
acceso rescataremos a toda la gente»
Ese entrecomillado se ha quedado fijado
en la mente. Después he recordado las
imágenes que han ido pasando por redes. «Pero
no podemos emplearlos de momento». y lo peor de todo, había ya una víctima y
eso me ha producido un enorme dolor.
Esas imágenes,
sumadas a estas declaraciones me han indicado lo que vendría después. Imposible
ya dormir de forma relajada para emprender un viaje placentero en la mañana.
Vamos pendientes del parte meteorológico que nos muestra el radar. Tendremos lluvia. Tal vez mucha. No obstante,
viajamos siendo conscientes de que este va a ser un aniversario difícil de
disfrutar. Ni siquiera pensamos en él ni recordamos aquella tarde de hace
cuarenta y cinco años. ¡Qué más da!
Por la autovía Mudéjar nos hemos
cruzado con dos unidades de la UME que acudía en auxilio de las víctimas, que
ya sumaban en ese momento trece fallecidos y decenas de desaparecidos. Dos barcas
formaban parte del equipamiento.
«Debieron venir anoche», he pensado. Pero mi opinión es irrelevante,
aunque sigo pensando lo mismo. Ayer tarde, antes de que saltaran las alarmas,
ya había vecinos de uno de los pueblos afectados pidiendo que alguien llevara
barcas.
Paso todo el trayecto hasta la
primera parada atendiendo a las noticias en directo del canal autonómico
de radio y TV. Las imágenes que muestran son cada vez más estremecedoras.
Nosotros no pillamos lluvia por la autovía, aunque parece ser que está cerca y
cae con fuerza por la zona de Aragón. Tenemos suerte y llegamos sin
contratiempos a nuestro destino a las puertas mismas de Irati.
¡Qué bonito hubiera sido este
aniversario!
Como aún no estoy recuperada del
todo, la ruta que realizamos es suave. Los dorados del bosque son preciosos, y
la hojarasca en las orillas del camino me incitan a que las fotografíe para mi
cuaderno de viajes. El otoño con su alfombra de ocres insiste en que le preste
atención y comparta mis sensaciones cuando vuelva al hotel y tenga de nuevo
cobertura.
Hago esas fotos, pero no las
disfruto como tampoco disfruto la ruta. Hay mucha gente siguiendo el camino. Hasta
el parque han llegado autobuses con jubilados y varios coches familiares con chiquillos.
Ciclistas, senderistas… Nunca
hicimos nuestro recorrido cruzándonos con gente, o caminando junto a otras personas que dirigen sus cámaras hacia el mismo lugar en que lo hacemos
nosotros. Ellos sí se muestran felices, sobre todo los niños.
Yo intento desconectar de la
tragedia. No pensar en ella y centrarme solo en la maravillosa sensación de
hundir los pies en ese lecho mullido de hojarasca. Deseo, no… «necesito» sentirlo
a través de las botas. Intento la sonrisa feliz de otras veces cuando poso
junto a ese árbol que me envía hojitas doradas a modo de lluvia, pero no acabo
de conseguirlo. No puedo salir natural. He hecho fotos bonitas, aunque no
tantas como en los otoños anteriores. Por suerte, sigo sin cobertura y no me
llegan los mensajes. Consigo evadirme un poco del drama.
Al finalizar la ruta, que ha sido
solo de cuatro horas, compruebo durante la comida que el nivel de saturación de
oxígeno marca 100% en mi reloj de pulsera, y que las pulsaciones han oscilado
entre 110/135. En los tramos de subida
aún me canso.
Ahora llueve. Nos aseamos y
esperamos a la hora de la cena. Yo he cargado el móvil y he respondido a las llamadas recibidas durante las cinco o seis horas que he estado con el teléfono inactivo. Varias
amigas de Madrid y de Murcia estaban preocupadas por nosotros porque nuestros
teléfonos daban apagado. Compruebo que tanto en mi casa como en la de mis hijos
está todo bien y leo el último libro de relatos de un amigo.
Él ve en la televisión un
programa de la TV Navarra y de vez en cuando dan datos de lo sucedido en
Valencia. Me comenta que van saliendo a la luz detalles sobre la crecida de
ríos y barrancos. Alguien dice que abrieron las compuertas de un pantano
cercano a los municipios afectados sin avisar, pero es una posibilidad que, ni
se sabe ni se sabrá nunca. Sea como fuere, la tragedia es de grandes dimensiones; jamás conocidas en el territorio español. En el momento de
escribir estas líneas ya hay contabilizados doscientos fallecimientos. Habrá más.
Muchos más. Y habrá también muchos desaparecidos.
Hay por delante muchas horas de
duro trabajo y yo recordaré el drama en cada aniversario venidero, así como la
nefasta gestión de quien, henchido de orgullo y satisfacción, eliminó de un
plumazo la Unidad de Emergencias Especiales de mi tierra. Una unidad incapaz de
detener la Dana, pero que hubiera salvado muchas vidas de las que han perecido, y cuyo número aún desconocemos, en el interior de los vehículos atrapados entre
el barro y las aguas, en las carreteras, en los garajes de las fincas y…
Hoy no puedo ilustrar la entrada
del blog de mis apuntes de otoño con una imagen bonita del «otoño en Irati»,
tan solo ese lazo negro acompaña a la que intuyo como última de mis otoñadas
pirenaicas.
Cuando termino de pasar mi
nota del cuaderno al ordenador, se siguen registrando víctimas y detalles de los
que prefiero no comentar en este blog, aunque no puedo callar la nefasta
gestión de quienes enviaron la alerta a los móviles a las 20:30 de la noche,
cuando había personas que ya llevaban horas, si no fallecidas, agonizando en el
interior de sus vehículos o en los bajos de sus casas.
Muy mal. Muy mal y muy triste
a la vez que indignante.