Cada vez me gusta más caminar por ciudades y pueblos, fijarme
en las gentes que transitan por sus avenidas y senderos, en sus formas de
mirar: los primeros, hacia el frente, con prisas; los segundos, disfrutando,
inconscientemente, del colorido, del aroma de la tierra…, sin más prisas que
las que les marca la salida y puesta de sol. Ni unos ni otros se percatan de
aquello de lo que se impregnan. Simplemente son parte del paisaje, una parte
esencial que contribuye a su historia.
Yo, como cada otoño y de la mano de una excelente compañía,
he dirigido mis pasos tierra adentro. La provincia de Teruel reclama de nuevo
mi presencia, mi cámara y mi bloc de notas. En esta ocasión el destino
escogido es la comarca de las Cuencas Mineras. Nuestro primer contacto con la
zona es en Las Parras de Martín, un municipio al pie de la sierra San
Just, pueblecito muy pequeño, apenas veinte vecinos —según me cuentan—, ningún
bar a la vista del visitante, ningún escaparate mostrando las exquisiteces del
terreno. Tal vez porque su principal atractivo es el río Martín, un cauce sin
pretensiones de grandeza, pero suficiente para albergar la vega y ofrecernos en
su transcurso varios y atractivos parajes naturales de bellos colores. Nuestra
intención es continuar la ruta hasta El Pozo de las Palomas, pero nos hemos
demorado bastante en nuestra llegada y, tras caminar dando un paseo y
deleitarnos con esos colores, nos dirigimos hacia Utrillas, capital de la
comarca, donde nos instalamos y preparamos la salida de la tarde.
Un recorrido por el perímetro del municipio me va poniendo en
antecedentes sobre sus gentes, sus costumbres y su medio de vida. La esencia
minera se aprecia en cada rincón, los elementos que visten sus plazas y parques
están directamente relacionados con la minería: vagonetas, monolitos dedicados
al minero, edificios antiguos que en algunos puntos siguen mostrando la huella
del duro trabajo; incluso el olor a infancia en blanco y negro se desliza de
vez en cuando si cierro los ojos y me dejo llevar por mis propios recuerdos,
junto a la siderúrgica que fue mi sustento.
Queremos llegar hasta las instalaciones del Pozo
Santa Bárbara y montarnos en la Hulla, la locomotora a vapor rescatada del
tiempo para deleite de vecinos y visitantes. Tenemos la suerte de encontrarnos
con un señor que nos acompaña hasta el lugar. Nos cuenta que él estuvo
trabajando en la mina, y nos habla de aquellos días y de su amigo Israel, a
cuyo funeral asistirá dentro de un ratito. Cuando nos despedimos comprobamos
que nuestros deseos quedan frustrados ante la imposibilidad del encendido de la
locomotora, debido a las obras que se llevan a cabo en el circuito. No
obstante, la tarde y el entorno se muestran propicios para un buen paseo y la captación de imágenes:
Los carriles y demás mecanismos y herramientas colocados en sitios
estratégicos, todo el perímetro del parque, los rayos del sol tardío
filtrándose entre las ramas salpicadas de ocres de los árboles... Me gustaría
fotografiar cada detalle, me agacho hasta el suelo para tocar con las manos y sentir
el tacto de una pequeña porción del balasto, bajo las traviesas, y es una
sensación extraña, anacrónica.
Se ha hecho la hora de visitar el Museo de la Ciencia y Arqueología
Minera de Utrillas. Allí nos recibe Ylenia, quien nos contará con
gran precisión la historia de la mina, desde sus principios hasta el momento
actual. A través de diferentes salas nos va mostrando documentos, fotografías,
instrumentos, maquinaria y todo lo relacionado con el trabajo de extracción del
mineral; vitrinas con distintos tipos de carbón, sus calidades y características.
En una de estas salas me detengo embobada en la esquina donde aparece una
fragua y su yunque. ¡Cómo me gustaría fotografiar ambas cosas! «Me trae
recuerdos de mi infancia —le digo a Illenia—. Mi padre tenía un taller de
calderería y lo recuerdo junto al yunque, retorciendo las formas». A estas
alturas de nuestra visita ella ya está al corriente de nuestro origen
siderúrgico y del vínculo que tenemos con las otras minas, las de Ojos Negros.
Pero ahora estamos en esta, en la de Utrillas, en la que,
gracias a las nuevas tecnologías, el museo cuenta con una reproducción de su
interior. Nada más entrar aprecio una bajada de temperatura, aunque
sorprendentemente no noto la sensación de claustrofobia que he sentido en otras
situaciones parecidas. A medida que nuestra amiga nos va explicando el trabajo llevado
a cabo en los días de máxima producción, yo voy alejándome del color y vuelvo a
situarme en la vida en blanco y negro, en el trabajo penoso y escaso salario. «No
estaban mal pagados para la época —dice—,
pero sí que era un trabajo muy duro». También indica que no hubo muchos
accidentes, y que las ratas eran muy estimadas como detectoras de gas. «Si las
ratas corrían, los mineros también».
Con la proyección de una película sobre todo lo visto y
escuchado a nuestra guía, da por finalizada nuestra visita al museo. Es hora de
caminar hasta el hotel y de salir a cenar. Mañana, tras el descanso y con una
hora de más, debido al cambio horario, visitaremos otra joya turolense:
Albarracín. Pero, de eso, ya os hablaré en la próxima entrada.