miércoles, 6 de febrero de 2019

El ciclo






Se supone que debería haber escrito estos Apuntes hace ya algún tiempo. Quizá debí seguir con mi costumbre de tomar mi boli de gel azul y relajarme frente a los folios, en la sobremesa, acompañada de la música suave de cualquiera de los videos que a diario selecciono. Esos fieles compañeros que se cuelan entre las líneas de todos mis textos.  Como en este preciso instante, en que Michel Pépe parece observarme desde el interior de los auriculares.

No ha sido fácil prescindir de la pluma durante todo este tiempo. No obstante, ha sido agradable dedicar el tiempo a otros menesteres.  Poesía y Vida… La segunda así, con mayúsculas. Vida inocente, de tierna piel y translúcidos huesos. Vida de mirada limpia y dulce voz, a veces exigente.

Ha sido un paréntesis en lo cotidiano para volver de nuevo a «lo cotidiano» de otros días y otras horas. Tal vez de otra vida en la que ya no me reconozco. Es el círculo que se va cerrando. Apenas queda un pequeño segmento por el que entra y sale la quietud y la incertidumbre, el regocijo y la nostalgia.

A veces, a través de ese pequeño espacio me escapo al blanco y negro de esa vida que ya no me pertenece. Me sitúo de nuevo sobre un suelo de una calle de tierra, con casas bajas y rústicas aldabas en sus puertas entreabiertas.  Aspiro el humo de sus chimeneas sin que al hacerlo mis bronquios se congestionen. Una de las casas tiene su puerta a medio abrir, o a medio cerrar. Siempre me acerco hasta esa casa. Nunca a ninguna otra. Me asomo hasta la carbonera situada bajo la escalera que sube al gallinero y me permito ensuciarme las manos con la carbonilla que queda en el suelo oscuro del cubículo sin ventilación.

Las escapadas las realizo casi siempre en días grises, otoñales. Y a veces hasta siento el frío de aquellos otoños viejos. Otoñadas diferentes, en las que el frío se instalaba en el cuerpo junto con la humedad de las paredes recién abandonado septiembre. Me gusta entonces abrigarme, y pasar por la puerta de la panadería donde huele a pan caliente recién horneado. De vez en cuando me quedo rezagada y me alcanza la tarde. Unas señoras pasan por mi lado ajenas a mi presencia. Cuando se alejan su perfume a colonia barata permanece por un tiempo en el aire. Van a lo suyo, que no es otra cosa que llegar a tiempo a misa de seis. Cuando no tengo prisa espero hasta ver salir al cura: Alto, delgado, con una pequeña calva en su coronilla del tamaño de una hostia consagrada. Sé que lleva un anillo de oro en los dedos de una de sus manos. Los niños se le acercan para besar ese anillo. Él accede muy solícito. Sus manos son muy blancas y finas, poco trabajadas en el ladrillo o en la pintura. No son como las del carbonero que reparte los sacos con su carro. Se aleja tan tieso como cuando salió de la parroquia. No vive lejos de ella. Allí le espera la mujer que vive con él. Es su hermana, pero la gente, que en esos días grises no tiene tele ni internet y es mal pensada, cotillea por lo bajo y dice que no es cierto. Él no tiene hermanas. Lo sabe la señora que asegura haber nacido en el mismo pueblo que él.

Debo darme prisa y regresar al interior del círculo antes de que la vida me alcance en su último tramo.

Los días grises dan paso al cielo azul y limpio de la sierra. Es invierno, pero apenas hace frío. Los inviernos ya no son como los de los días grises. Me introduzco de nuevo en el interior del círculo, en mi ahora. No tengo intención de que el ciclo finalice todavía. Queda mucho por escribir, mucha poesía por leer y mucho cuidado que prestar a esos ojos recién asomados a la vida. Apenas tienen una semana y les da pereza permanecer abiertos más tiempo del que lleva succionar en ambos pechos. A su lado, junto a la pequeña cuna, él estaciona en batería su colección de coches de colores… El de patrulla, la ambulancia, el de bomberos y el helicóptero que se cuela como un intruso en la flota, lo mantendrán ocupado inventándose la historia del momento hasta que todos choquen entre sí al final de la rampa, improvisada con un trozo de cartón apoyado en el primero de los escalones que suben hasta las habitaciones.

Yo permanezco observando esos ojos y esas manos que, de alguna manera, son la prolongación de mis propios ojos y mis propias manos. Y sonrío mientras busco la forma de transmitir la emoción del momento. Un momento que sí me pertenece y al que me entrego en cuerpo y alma postergando mi cita con los folios y con mi boli de gel azul.





Fotografía: LEH

martes, 5 de febrero de 2019

Una niña mala




Mi madre decía 
que yo era una niña mala, 
más que mis hermanos.
Cuando hacía algo mal 
me recriminaba.
Yo no entendía de maldades
ni de bondades.
«El Señor te ve», decía. 
Y solo me veía a mí. 
A mis hermanos no.
Entonces comencé
a temer a ese señor
y me hice buena.
Hoy sigo siendo buena 
y ya no le temo...

Ahora temo a otros señores
cuando, en la noche, 
                 regreso sola a casa.



De. Los cuadernos de Uba
Fotografía: Ismael Murria