Se aproxima el otoño,
aún duermo con la ventana abierta, pero cubro mi cuerpo con la sábana y la
colcha de hilo fino. Las noches aceleran su llegada, los amaneceres se han vuelto perezosos y,
cuando traspaso el umbral de mi patio, una cálida sensación de hogar acaricia
mi rostro y me imbuye de paz. Es una calidez acogedora que emite escenas de
viejas películas, con protagonistas en blanco y negro. Escenas con olor a viejo
y humedad en el recuerdo.
A ratos se escuchan los
ecos de las voces infantiles, allá en el colegio, a las afueras del pueblo. Es
la hora del recreo y a alguien se le ha ocurrido la genial idea de rescatar del
olvido el juego de La Tula. Yo
también busco en mi propio desván costumbres viejas mientras, en mi cocina,
respiro el aroma de unas lentejas guisadas a fuego lento que empapan de vaho
los azulejos del frontal de la encimera. También es un olor añejo que me
transmite la visión de unas manos abriendo la olla e introduciendo una cuchara
de palo comprobando la evolución del guiso y que, satisfechas, vuelven a
colocar la tapa que sujetan con un paño.
Son manos de otro
tiempo, manos con pulso firme y ágiles movimientos que desprenden su propio
olor, olor a madre, olor a tierra y a cantares viejos.
Se asoma el otoño y,
aunque aún no ha llovido, siento el perfume que emana de la tierra tras la
lluvia, ese perfume especial que respiro cuando el seto del parque se pavonea
de su limpieza y me muestra su mejor sonrisa.
Es aroma trasnochado
que me regala la presencia de otros seres hoy ausentes y me muestra la
belleza de las cosas sencillas y cotidianas; esa belleza natural en que se
convierte la visión de unos pies cubiertos por botas de agua en su caminar
inquieto hacia la escuela.
Son imágenes en blanco
y negro que solo observo si, sumida en lo cotidiano, me asomo hasta los
recuerdos, y que tropiezan torpemente, cuando la realidad me reclama, con las
de una madre lanzando su táper a la
presidenta de turno.
Desaparecen los fotogramas,
bruscamente, y el aroma viejo cede su lugar y su tiempo al hedor de este nuevo
otoño, caliente, desordenado, incierto y testigo de la hipocresía y el
despropósito de los necios.
Fotografía: Pascual M. Blasco