Ahora que el paseo a pie de monte
resulta tan placentero, no queda más remedio que espolsarse el olor a invierno
y sonreír a esta primavera que, un año más, llama a la puerta con el pulso tímido
y la intención firme. En la calle el aire huele diferente; arrastra tras él
aromas que ya se me antojan viejos. Llega la luz y con ella el optimismo.
Yo, tras un catarro mal curado, atenúo
sus consecuencias tomando baños de sol en la terraza, y espero con paciencia a
que las fuerzas me permitan nuevamente disfrutar de una breve excursión por los
alrededores. Los almendros están en flor, los naranjos ya visten sus aderezos
blancos y la huerta se me insinúa desde sus tonalidades verdes.
Mientras tanto, por alguna extraña razón,
o quizá por el esfuerzo que supone centrar mi atención en la lectura o el
estudio, mi inactividad me ha llevado inconscientemente a rescatar del armario
de antigüedades la vieja caja de costura; la que era de mi madre y que heredé
de forma involuntaria.
Por un momento, al abrirla, he perdido
la noción del tiempo. Su contenido ha cobrado voz y me ha saludado al estilo de
dos viejos amigos que se reencuentran tras años de ausencia. Ahí estaba la
cinta métrica, amarilla y pulcramente enrollada sobre sí misma; la cajita con
agujas de varios tamaños; el acerico relleno de serrín, cuya tela de vivos
colores me ha recordado inmediatamente a la antigua prenda que cubrió mi cuerpo
adolescente, cuando todavía no conocía la indignación que producen las
injusticias. Había también unos metros de cinta elástica, blanca y negra; y en
una pequeña cajita rectangular con varios compartimentos, una buena cantidad de
botones de todos los tamaños, algunos con formas caprichosas y otros de una
elaborada fantasía. Curiosamente, mi vista se ha deleitado con aquellos
nacarados que suelen sujetar las ropitas infantiles. Estaba la tijera, bobinas
de hilo de diversos colores, dos dedales, uno de ellos del tamaño de una
falange infantil…
En la antigua caja de se amontonaban irrecuperables
y ricas vivencias, y olvidándome de las tareas pendientes, he colocado el
sillón de la terraza junto a la mesa, al lado del limonero y del romero; me he
acomodado y expuesto mi cuerpo a la caricia de un sol que se despide ya del
gris invierno, a la vez que, con los párpados entornados, observaba en mi
regazo el viejo costurero. Mientras reparaba
en el pulido huevo de madera que servía para zurcir las patatas de los calcetines, he recordado que tenía algunas ropas
en desuso desde hacía mucho tiempo; bien porque se les habían caído algunos
botones para los que no tenía repuesto, o porque el elástico de la cintura se
había soltado y nunca tenía tiempo de arreglarlo; o, lo más probable: por la
desidia.
De pronto me he encontrado
reflexionando sobre esa especie de orgullo femenino que a algunas mujeres nos
impide realizar las viejas tareas femeninas de cosido y bordado por no estar
acordes con los roles de la mujer actual.
Hoy no hay lugar para costuras y
remiendos en nuestras vidas, independientemente de ser hombre o mujer. Si se
nos rompe la cremallera del pantalón, se tira este y compramos otro. Ya no recurrimos
a remiendos para nuestros quebrantos, ni siquiera para el amor. Si se queda
raído por el uso excesivo, no buscamos el apaño, sino que nos despojamos de él
y adquirimos otro nuevo cuando la ocasión lo merece. Y si esa ocasión no llega,
pues «adiós muy buenas».
Perdida en mis pensamientos no me he
percatado de la retirada de un sol que, quizá aburrido por mi soliloquio, se ha
ido alejando disimuladamente hasta desaparecer tras la súbita alianza de unas
nubes que hasta hace poco eran solamente manchas dispersas en el cielo azul.
Ahora guardo mi caja de costura y
sonrío satisfecha al comprobar que he recuperado para mi ropero un viejo pijama.
Del interior del costurero han desaparecido varios botones y unos centímetros
de cinta elástica. En la terraza, las gotas de lluvia salpican sobre las hojas
del limonero y el romero emana su aroma hacia el interior de la casa. Quizá
mañana, si no llueve, me atreva de nuevo a recuperar algún retazo de viejas
costumbres; un pequeño lápiz plano, rojo, con el grafito gastado, y medio
escondido en los pliegues de mi memoria, me reta a que me asome hasta el banco
de trabajo, junto a la fragua y el yunque, en el viejo taller con olor a hierro
y el suelo de tierra.
Imagen: tutartaideal.