[…] Con las últimas horas
del estío, el peregrino, rezagado en su caminar sereno, se detiene en El Ayerbe
y adivina a Dios en el paisaje. Pero el tiempo apremia. La hojarasca comienza a
tapizar el suelo con un manto dorado y el caminante debe seguir su ruta por la
vía antes de que las primeras nieves cubran las señales del camino. Contempla
por última vez a la dama ferroviaria, preciosa arquitectura erigida en los
primeros años del último siglo, amplia, majestuosa… y humillada; con historias
de vida y muerte tras sus deterioradas paredes. El andén próximo al actual
paseo urbano y la oscuridad del viejo túnel, le recuerdan que hubo un día, no
hace mucho, en que los pasajeros continuaban viaje arriba, hacia la otra
orilla. Para muchos era un viaje sin retorno. Una historia que en ocasiones se
aprecia en el aire pirenaico, cuando, cerrando los ojos, aún se alcanza a
contemplar las imágenes de hombres y mujeres atravesando la frontera, con sus
maletas de tosca madera repletas de sueños rotos y de versos de despedida
ocultos entre los pliegues de sus escasas pertenencias: son los supervivientes
de una España rota que se desangra, pero esa… es otra historia.
La
primera vez que estuve en este entorno privilegiado fue hace casi treinta años.
Era agosto del año 1992 y España entera estaba volcada ese verano en la Expo de
Sevilla. Nosotros no. Nosotros queríamos montaña. Montaña, ríos, cielos azules,
silencio… y magia.
Unos
años más tarde, con mis hijos ya adolescentes, volvimos al Alto Aragón, a sus
valles, a sus tonalidades verdes y azules y, cómo no, de nuevo a la magia de la
vieja estación.
El
encanto nunca se rompió y después, ya solos, con los hijos fuera del nido, en el verano del año 2010 volvimos. Esta vez una escapada de tres días, únicamente para visitar el
entorno de la estación y realizar, dentro de nuestras capacidades físicas, dos
rutas de senderismo. Previamente a
nuestro viaje el Paseo de los melancólicos me había cautivado desde la pantalla
de mi monitor por un power point. La
imagen fue tomada en otoño, embelleciendo aún más el paisaje y aumentando mis
deseos de pisar aquellas pistas y senderos.
No
pudimos ir en otoño, pero no perdimos la ocasión de visitar aquel paseo. No
había ocres ni dorados, pero sí una maravilla de tonalidades verdes. A nuestro
regreso comencé a escribir lo que más tarde sería mi cuaderno de viajes:
experiencias que ya quedarían reflejadas desde unos meses más tarde en este
blog. Una de las primeras entradas de ese cuaderno fue precisamente CANFRANC -La dama ferroviaria-, cuyas líneas finales transcribo al principio de estos apuntes.
Valles,
lagos, cimas… y la magia de la estación y del túnel de Somport. De todo se
impregnaron mis ojos. Todo se quedó ahí, dentro de mí, en algún rinconcito que
no acierto a definir. Teníamos que volver. Y volvimos.
Han
pasado once años, algunas ausencias y también la llegada de nuevas y
escandalosas risas. Igualmente se han adquirido más canas, algunas arruguitas
en el rostro y un caminar más lento y reposado, tal vez por el peso de esos
once años, o quizá por el deseo de andar el camino sin prisas, fijando la
mirada en cada detalle. Y mientras lo recorríamos nos sorprendió también la
pandemia que paralizó todos nuestros proyectos. Un año en el que nos dio tiempo
a reflexionar y también, ¿por qué no? a reinventarnos.
Sea
como fuere, hemos llegado hasta aquí, con salud y con fuerzas renovadas. Y de
nuevo en el coche nos asomamos hasta las primeras cumbres pirenaicas. El
viaje es muy relajado, con nuestra música, la de siempre, y también con aquella
otra de aparición más reciente a la que nos hemos ido acostumbrando.
Los
picos más cercanos parecen sonreírnos. Los túneles... Una vieja canción,
italiana, y la cámara dispuesta a captar el detalle. Comienza la magia.
Casi
sin darnos cuenta llegamos a Canfranc. Pasamos de largo la silueta de la
estación y vamos hasta nuestro alojamiento. Nos desembarazamos de la bolsa de
viaje y nos dirigimos al Aragón y a la estación. Ardo en deseos de ponerme de
nuevo frente a ella, y de quedarme muy quieta contemplándola. Una primera
visión me decepciona. Las obras de rehabilitación no han concluido y me
encuentro con el vallado que impide el posado perfecto. Los hombres aún están
trabajando y el ruido de las obras es molesto. No importa. Dirijo el objetivo a
lo largo de la fachada y me permito el saludo, primero solemne, en silencio:
«Qué ganas tenía de ti», le digo en un susurro como si pudiera alcanzarla a
través de las casetas de las herramientas de los operarios. Después miro
satisfecha a la cámara, la uve de la
victoria en alto, y me dejo fotografiar, después de muchos años, con la gran
dama ferroviaria a mi espalda.
Madrugamos.
Tenemos que ir a comprar pan y algo de fiambre para los bocadillos. Nuestra ruta
será de unas seis horas. Al igual que hace once años, emprendemos la marcha a las
diez de la mañana, desde el punto de partida de la ruta junto al túnel. Los primeros
pasos sobre el suelo del Paseo de los melancólicos me seducen como si fuera la
primera vez que lo veo. Comienza el ascenso hasta La casita blanca, antiguo
vivero que permanece como lo recordaba. Y vuelta a caminar… hasta el primer
mirador de San Epifanio, y luego hasta el segundo, y hasta el tercero.
Todo
es silencio, todo es un conglomerado de ramas, raíces…, naturaleza en su estado
más puro. El aire que entra en mis pulmones me recuerda que hace apenas un año
no podía subir las escaleras de casa sin detenerme en el primer tramo y
descansar. Me embarga la sensación de libertad a medida que ascendemos, y
pienso, ahora ya con angustia, en los meses de confinamiento y las posteriores
restricciones sociales. Vivo esos pensamientos como si obedecieran a una
pesadilla. No lo fue, llevo el testimonio de esa realidad asido a mi muñeca a
modo de pulsera. La mascarilla no me abandona en ningún momento, aunque ahora
es innecesaria porque todo el entorno es para nosotros. No hay nadie más. No obstante,
por unos instantes revivo la incertidumbre, la idea del «¿qué pasará?», y eso
me hace disfrutar más, si cabe, de este momento actual.
No es cuestión de mirar atrás en el tiempo, tampoco en nuestro trayecto. Hace ya
rato que dejamos de divisar la estación. Estamos a mucha altura y mi vista está
puesta, como siempre, en la persona que me precede en el camino y que me indica
dónde he de poner los pies para sentirme más segura y no resbalar. El precipicio
está muy cerca, no es cuestión de despistarse. Sigo sus indicaciones… y lo sigo
a él. Y acierto a verlo como la primera vez que vinimos. ¿Ha cambiado mucho? Un poco sí.
¿Le cuesta más subir que entonces? Apenas se le ve cansado. Le digo que se
detenga, quiero hacerle una foto en el sendero. Se gira, me mira y ambos
sonreímos.
Nos
encontramos ya en La casa de la Cueva. Aquí paramos a comer. Las rocas nos
sirven de apoyo. Vuelvo a tomar fotos, como hace once años, pero en esta
ocasión no hay glaciar alguno en los picos de enfrente.
Curiosamente
no me encuentro cansada. Quisiera subir hasta La caseta del vasco. Son apenas
veinte minutos más de caminata. Sé que puedo hacerlo. No llegar hasta ella es
como si me faltara algo en la ruta, como fallarme a mí misma. Pero nos
detenemos aquí. El camino se hace más difícil y mi equilibrio puede jugarme una
mala pasada. He hecho todo el trayecto respirando a buen ritmo, sin fatigarme,
y estoy completamente segura de poder llegar arriba. Pero mejor no arriesgarme.
Estoy satisfecha con la ruta y con mi capacidad pulmonar. Ahora queda desandar el
recorrido. El descenso siempre me preocupa más. Mis botas se agarran bien al
terreno, pero hay mucha altura y en algunos tramos poco espacio entre las
paredes de la montaña y el precipicio. He de mirar muy bien dónde y cómo
colocar los pies. Hay raíces a ras de tierra que tan apenas se ven.
Alrededor
de las cuatro de la tarde llegamos de nuevo a La casita blanca. Nos tomamos un
tiempo de descanso para recuperar fuerzas y disfrutar de la que posiblemente sea nuestra última visita al lugar. Más fotos, más recuerdos y más
notas para redactar cuando llegue a casa.
Caminamos
despacio hacia Los melancólicos. Hablamos poco, pero nos miramos mucho y
sonreímos. El paseo nos atrapa, nos envuelve…, y yo me dejo llevar por la
imaginación: Quiero pensarlo vestido de otoño.