jueves, 20 de diciembre de 2012

Hamulab en Navidad





 


En la oscuridad de la noche, la luna se abría paso a través de las nubes. Haissa sentía miedo. Su compañera de travesía le tomaba la mano y le acariciaba el cabello. Hacía unas horas que habían partido desde la otra orilla, y nada hacía presagiar que el pequeño Hamulab se aventurara a asomar su rostro de ébano en esa noche de diciembre.

Todavía faltaban unas semanas para que la gestación de la joven llegara a término, y por eso no le dio importancia a aquellas mínimas molestias que notara en sus riñones cuando la pequeña embarcación comenzó su vaivén silencioso al adentrarse en el mar abierto.

Haissa y su compañero Haimehe decidieron viajar a las costas españolas al igual que muchos que les precedieron. La utopía de una vida mejor para su pequeño hijo les alejaba de una tierra que nada podía ofrecerle. No viajaban solos aunque, en medio de aquel mar, por suerte en calma durante toda la travesía, la soledad se había aposentado sobre sus cuerpos como si se tratara de una segunda piel.

Cada uno de aquellos ojos, tan oscuros como la misma noche, estaba inmerso en sus propios pensamientos. No sabían qué les esperaba al llegar a la costa. Les habían contado que posiblemente hallaran unas manos tendidas ofreciéndoles abrigo y cobijo, pero también podían encontrarse con un viaje de regreso.

Haissa, estoicamente había cogido un hatillo con sus escasas pertenencias y conminó a su compañero a que la siguiera. Acarició con ambas manos su abultado vientre y echó a andar hacia la playa. Haimehe la siguió sin rechistar, y ambos se embarcaron al llegar la noche.

 


Entrada la madrugada, la joven comprobó claramente que aquel dolor de riñones no obedecía a un intento del pequeño Hamulab por acomodarse en su cada vez más pequeño espacio, y cuando sintió su ropa interior empapada por el agua, supo al instante que no era debido a aquella que se introducía en la embarcación, procedente del suave chapoteo del mar. Se dio cuenta de que había roto aguas y, ahora, todo el coraje se le escurría mezclado con aquel líquido amniótico que anunciaba el alumbramiento de su pequeño.

Los hombres se echaron a un lado y varias mujeres, tan jóvenes como ella, se agruparon para ofrecer sus manos a la nueva vida que asomaba, y sus más tiernas palabras a la joven madre, suministrándole un poco de tranquilidad que hiciera más fácil el momento del parto.

Hamulab no se hizo esperar demasiado. Al parecer tenía prisa por arribar a la costa. La luna se quiso sumar al momento y se abrió paso entre las nubes alejándolas con firmeza. Algunas estrellas acudieron prestas a su llamada, y Haimehe pudo observar  de reojo, cómo una estrella fugaz cruzaba en loca carrera por la bóveda celeste.

Las mujeres abrieron sus fardos y arroparon al pequeño. El Mediterráneo, mansamente aportó una pizca de su alma y con ella se lavó el cuerpo de Hamulab que, al contacto con ella, rompió a llorar y a llenar de aire sus minúsculos pulmones.

Haissa, desfallecida por la labor del alumbramiento, no tenía fuerzas para cubrir de cariño a su niño, pero muy pronto llegó la aurora mostrándole sus más preciados colores y los perfiles de los tejados de las casas próximas a las playas almerienses. Sentía frio. Todos en la embarcación lo sentían, pero el fuego de la esperanza prendía en la voluntad de aquellos cuerpos tan oscuros en su piel como hermosos y puros en su interior más absoluto. Descendieron de la patera y, con el agua cubriéndoles hasta la cintura, se abrieron paso; unos a nado, los otros, con el incrementado esfuerzo que el caminar dentro del agua ocasiona.

La nueva madre contó con la ayuda del joven padre para llegar a la orilla, y el pequeño Hamulab, alzado en lo alto, como dispuesto a ser ofrecido a un adorado Dios, llegó sano y salvo a tierra andaluza.

La luna, con su presencia le otorgó la luz que abrió sus ojos; el agua del mar, el estremecimiento que abrió sus pulmones en un fuerte llanto; y el sol, con su precipitada aparición sobre las aguas, el calor que su pequeño cuerpo precisaba.

No hubo oro,  mirra ni incienso. El oro lo aportó aquel grueso papel con el que, a modo de manta, cubrió el cuerpo del recién nacido un funcionario de Asuntos Sociales. El aroma mediterráneo que impregnaba su arrugada piel, y la suavidad de aquellas manos blancas que palpaban su cuerpo en busca de alguna herida, lo coronaron como si fuera un Mesías.

Horas más tarde Hamulab era visitado por todos los medios informativos. Su rostro de ébano dormía plácidamente en una pequeña cuna en la aséptica sala, ajeno a las cámaras que en vano intentaban fotografiar su pequeña cabecita envuelta en un gorro de lana. Afuera, en la calle, la noticia corría de boca en boca: "El niño nacido en alta mar, a bordo de una patera, estaba sano y salvo y contaba con el cariño de cuantos habían visto las noticias en el último telediario".

 

 
Era el día de Navidad, y aunque lo acontecido nada tenía que ver con los hechos ocurridos dos mil años antes, muchos rostros elevaron la mirada al cielo; unos, dando gracias a Dios por la vida de Hamulab, los otros, pidiendo a ese mismo Dios que debilitara a los Herodes que, a buen seguro, habría de encontrar en su camino a medida que el tiempo transcurriera y se viera forzado a abandonar la seguridad que el interior del hospital le proporcionaba en estas, sus primeras horas de vida.

 

 Ocurrió en las costas de Almería, en un mes de diciembre.



De: Cuentos de Invierno
Fotografía: Ismahell



domingo, 16 de diciembre de 2012

Inusitada declaración de amor





Cuanto siento por ti no cabe en mil versos...

Porque, aún hoy, me ves guapa y me lo dices en voz alta.
Y entonces yo, siento que soy guapa.

Porque ya no me besas con pasiòn,
pero me besas a diario, y lo haces con amor.

Porque me miras disimuladamente cuando crees que no te veo,
pero sí que te veo, y observo la sonrisa en tu rostro.

Porque, republicana, me haces sentir reina.

Porque, a veces te llamo y tú no me escuchas,
pero te sé a mi lado.

Porque mi dolor, por mínimo que sea, es tu dolor;
mi preocupación, la tuya, y mi silencio tu desasosiego.

Porque sigues siendo mío
sin que nada te obligue a propiedad.

Porque, aunque mis pechos perdieron la firmeza de los primeros días,
enciendes la luz de la alcoba cada noche si intuyes mi desnudez.

Porque adivino tu paciencia, cuando, llegado el día,
mis neuronas se relajen y quizá no logre entenderte.

Porque si me miras fijamente a los ojos,
todavía me sonrojo.

Porque tu respeto es mi respeto,
y porque sé que estás ahí,
y lo estarás aunque no estés,
y yo estaré en tu lecho, aunque tampoco esté.
Y cuando tú cierres tus ojos o yo cierre los míos,
ambos estaremos gozosos por el camino recorrido.

Ya ves que...
cuanto siento por ti, no cabe en mis versos.




Del poemario: Espontáneos
Ilustración: Blas Estal.


domingo, 9 de diciembre de 2012

Crónica de un itinerario


 
La Calderona nevada
Vista desde Albalat dels Tarongers

 
Desde mi asiento de última fila observo a la gente. El autobús hoy ha tardado un poco más de lo habitual en llegar. La máquina expendedora de billetes no funciona y el conductor tiene que escribirlos a mano. Eso ha provocado la demora.
 
Sin embargo, este retraso ha resultado gratificante. Mientras esperaba, una magnífica panorámica del paisaje ha ejercido de anfitriona. Esta mañana la sierra parece vestirse con sus mejores galas para deleite de quien, como yo, gusta de contemplar la naturaleza

 
Hace bastante frio y un grupo de vecinos se ha cobijado bajo el porche de la Casa del Pueblo. Comentaban el concierto del pasado fin de semana en el auditorio: «Cuando llega el día de La Purísima al ayuntamiento le gusta lucirse» ha dicho uno. Yo he permanecido atenta, pero como viene siendo mi costumbre, sin intervenir en la conversación. Normalmente suelo esperar al autobús escuchando la radio en el pequeño reproductor, con los auriculares puestos; o leyendo algo de lo que llevo en el bolso. Hoy no; hoy me apetecía escuchar las voces cercanas, hablando la lengua cercana, contando cosas de la tierra cercana…

 
Mientras las escuchaba, los picos de las tres montañas más altas se asomaban por encima de las nubes, el resto de sus cuerpos permanecía oculto por estas. Este es sin duda un espectáculo natural precioso, y además gratuito. A sus pies, la sierra se relaja allí donde el puente se extiende sobre el rio que, aunque sin caudal, impone por su magnitud. Al tiempo que lo observaba el autobús ha hecho su entrada al pueblo, privándome de mi éxtasis visual.

 
También la lluvia está a punto de llegar; y se prevé fina, fría. «Aguanieves» la define uno de los vecinos mientras sube al vehículo y otro increpa amigablemente al conductor por la tardanza. Este se involucra inmediatamente en la conversación de los recién incorporados al pasaje y se pone nuevamente en marcha, dejando atrás la pequeña población con su paisaje circundante y enfilando por la estrecha y sinuosa carretera camino de Petrés, donde volverá a detenerse para recibir a los viajeros que desde allí se unen a la comitiva sobre ruedas.

 
El pasaje forma una peculiar familia. Siempre somos los mismos rostros, y de igual manera, siempre son los mismos, los motivos que llevan a cada uno de nosotros a bajar a la ciudad. Aquí todos saben un poco de la vida de todos, aunque la relación queda interrumpida cuando abandonan el autobús en el viaje de regreso, a eso de las dos de la tarde.

 
La señora morena con voz de soprano se apeará justo enfrente del centro comercial; en esta ocasión la acompañan dos amigas de su pueblo. En la parada del hospital lo hará el grupo de los enfermos y convalecientes: el señor que tose con tos desde dentro y su mujer que siempre va con él; la señora que operaron de la rodilla y su hija que le habla fuerte porque ella, la madre, no termina de acostumbrarse al audífono nuevo; también se bajan aquí la mujer que no ve bien y su marido que la lleva del brazo; y una señora más joven, de pelo rubio y aspecto extranjero, con acento del este, que viene a cuidar a una anciana que está ingresada en el hospital; la cuida previo pago, algo inferior a lo que cobran las cuidadoras nacionales.

 
Al iniciar de nuevo la marcha mi mirada se dirige inconscientemente hacia la puerta del tanatorio, y una vez más, el recuerdo me introduce en su hall y en una de sus salas. También de nuevo, reacciono volviendo la cabeza hacia los restos de la fortaleza romana y las montañas. El silencio parece querer abrirse paso en el autobús en el que el grupo de personas se  ha reducido considerablemente. Solo tres o cuatro pasajeros comentan las controversias políticas y no políticas con que la televisión los ha mantenido ocupados durante los últimos días. Casi todos se bajarán en la siguiente parada, donde tienen cita en el centro de especialidades o en la oficina del INEM.
 
Ahora ya se acomodan el abrigo y cuando se apean se arrebujan cuellos y bocas con la bufanda. Yo seguiré hasta el final del trayecto. Me gusta observar desde la ventanilla cómo los viandantes caminan por las aceras. Algunas caras esperando en los semáforos me son familiares; y hay tiendas que han cerrado sus puertas por la crisis, mientras que otras se  han aventurado a abrirlas. Son nuevos comercios que junto a los bares presiden la avenida.

 
El conductor me da un toque: «Señora, se acabó el viaje» me grita desde su asiento de primera fila. Yo, en vez de bajarme por la puerta trasera, llego hasta él y me despido. «Hoy no volveré» le indico para que no me espere en el viaje de vuelta. Me desea una feliz jornada y me ofrece un obsequio. «Regalo de la casa» me dice. Le agradezco el gesto y ya en la calle abro mi regalo con curiosidad. En el envoltorio leo: “Feliz Navidad”, y al quitarlo cuidadosamente para no deshacer el lazo de un rojo brillante, me encuentro con un cuadernillo confeccionado a la manera artesanal, cosido con una fina cuerdecita de cáñamo y unas cuantas páginas escritas a mano en papel reciclado. Tiene como título: Crónicas del viaje, y en su primera página se lee: «Con afecto a mis pasajeros habituales. Firmado: El conductor».
 
 
 
De: Cuentos de Invierno 
Fotografía: Ismahell

 

martes, 27 de noviembre de 2012

El abuelo


 
 
Sueña el abuelo que juega con las manos de sus nietos y las siente delicadas como plumas en el viento.
Mira al pequeño a los ojos y en ellos vislumbra al hijo que agoniza de dolor.
Siente que el tiempo se acaba y que no verá crecer esas manos delicadas que en sueños acariciaba.
Sus ojos miran muy lejos intentando no ver nada. Sabe que ha de partir hacia su última morada y piensa en aquellas manos pequeñas y delicadas.
Manos que no besará porque hay una gran distancia. Distancia que se agrandó cuando se elevó su alma.
 
Hoy, sin embargo, el abuelo, desde una estrella muy alta, sonríe al ver a sus nietos cuando miran hacia el cielo.
Las manos se han hecho grandes, y en el pecho de aquel hijo que sufría agonizante  late un nuevo corazón que se enfrentó con la muerte para poder ver crecer a aquellos niños distantes.


Unas letras viejas.
Ilustración: Marina R. Soler
 
 
 
 

jueves, 15 de noviembre de 2012

Las Hilanderas


 

 
 


La tarde era lluviosa y yo observaba con mi pequeña y chatuza nariz pegada al cristal de la ventana de la cocina, cómo las gotas de lluvia se estrellaban violentamente contra los pequeños charcos que se habían producido en los desniveles del suelo de cemento del pequeño patio, incrementando su deterioro

Desde detrás me llegaba el suave calorcito desprendido por la cocina de carbón, ante la que mi madre permanecía agachada mientras abría la pequeña puerta del horno y procedía a sacar unos suculentos boniatos.

No estábamos solas en la cocina; nos acompañaban dos de las vecinas a las que el roce y la familiaridad de aquellos días habían ascendido a la categoría de «tías».

El silencio era absoluto entre aquellas paredes pintadas de humedad, en cuya parte superior aún mostraban los colores de la última mano de pintura aplicada en la primavera anterior.

Cansada de contemplar los borbotones de la lluvia decidí dirigir mi aburrimiento hacia la lámpara del techo. Mi padre había cambiado la bombilla esa misma mañana y, para mi deleite, cambió también el papel de celofán que la cubría a modo de pantalla; ahora era de un rosa fuerte que se extendía como largos dedos por la superficie blancuzca sobre nuestras cabezas.

Mi madre y mis dos «tías» seguían en su mutismo pero sus manos no paraban quietas. Alrededor de la mesa donde unas horas antes habíamos dado buena cuenta de unas lentejas viudas, mi madre se esmeraba en deshacer un viejo jersey cuya lana ovillaba abrazando los cuatro dedos de su mano izquierda, y que ya había alcanzado el tamaño de una pequeña pelota. Yo sabía que, en breve, cortaría la lana con sus propios dientes dando por finalizada esta bola y comenzando una nueva; esta, tal vez, con las mangas de la vieja prenda de color azul marino que hasta hacía unos meses había resguardado del frío a mi hermano mayor.

Una de las tías se entregaba a la misma tarea pero, a diferencia del jersey que deshacía mi madre, el de ella era rojo apagado, quizá descolorido. La otra tía-vecina no ovillaba la materia deshecha, sino que descosía un tercer jersey, este de color blanco, cuyas mangas habían sido ya desprendidas del cuerpo del mismo.

Desde mi rincón yo observaba su quehacer silencioso cuando un estremecimiento recorrió mi pequeño cuerpo al ver a las tres mujeres echar mano de sus pañuelos mientras entraban en un colectivo llanto.

Pude escuchar entonces la voz sobrehumana que vomitaba la radio de madera apoyada en una balda adosada a la pared: Ama Rosa se despedía hasta la tarde siguiente. Por suerte para mí, el Negrito del África Tropical vino en mi auxilio y me hizo ser consciente de que no ocurría nada grave.

Mi madre y mis tías se sonaron sus respectivas narices, se repartieron los boniatos y, guardando cada una sus deshechos y pelotas en un pequeño canastillo de mimbre, se despidieron hasta el día siguiente.

Yo me dirigí de nuevo hacia la ventana, pegué mi pequeña nariz al cristal y comprobé decepcionada que había dejado de llover, mientras, inconscientemente, estiraba las mangas de mi jersey de rayitas blancas y azules intentando cubrir mis manos hasta las puntas de los dedeos.
 
 
 
De: Episodios cotidianos y unos versos espontáneos - «Cuentos de otoño»
Ilustración: Blas Estal

 

domingo, 11 de noviembre de 2012

La primera caja de pinturas




 
Con la calidez de un sol de noviembre y la suavidad fonética de Enya difuminándose por el salón… Así, en completa comunión con una paz olvidada, observo por mi ventana a los niños en la plaza.

Son muy pequeños, tanto que tienen que ser ayudados por sus padres —o abuelos— para poder deslizarse en el tobogán recién instalado por el Consistorio.

¿Recuerdas cuando, de niño, pintabas tu propia plaza? Yo te observaba en silencio. Contemplaba los colores en el interior de aquellos diminutos tarros de cristal. Me fascinaba la imagen de aquellas pinturas acomodadas en la que entonces me parecía la más hermosa de las cajas de madera pulida que jamás hubiera visto.

Aquel día también tenía paz, y de igual forma, la música se difuminaba por toda la casa, pero no era Enya, ¡qué va…! Era la voz de nuestra madre que limpiaba el suelo arrodillada mientras cantaba Torre de Arena de Marifé de Triana, y que en mi imaginación me transportaba a un castillo diferente al de mis cuentos de príncipes azules y princesas perfectas.

A veces, lo que más llamaba la atención de mi curiosa mirada no eran los colores de tus dibujos, sino todo lo contrario: su ausencia de colorido. Sucedía cuando con un carboncillo entre tus dedos de menuda complexión, dabas forma creando de la nada en el grueso y blanco mate de aquella rectangular página, a unos fornidos personajes que los maestros italianos legaron a nuestra Historia para ser reproducidos por la avidez de los genios venideros. Otras veces, te olvidabas de aquellos grandes de la Historia y te recreabas en los elementos más contemporáneos, regalándome el deleite de contemplar a tu héroe: «El Capitán Trueno».

¡Qué no daría yo hoy por acariciar entre mis manos uno de aquellos cuadernos de dibujo de tu infancia! Por suerte, tengo la satisfacción de ver que todavía alguien conserva varios de aquellos dibujos enmarcados en una habitación, no muy lejos de mi casa. Alguien que compartía mi curiosidad y que, unos años mayor que nosotros, supo valorar ya entonces aquella destreza tuya para el arte.
 
 
De: Al pie de La Calderona
Fotografía: Ismael Murria

 

sábado, 27 de octubre de 2012

El otro Halloween






De nuevo caía la lluvia. En la calle anegada se dibujaban burbujas sobre los charcos formados junto a los bordes de las aceras, y los niños, camino del colegio, nos introducíamos en ellos a sabiendas de que, en breve, los calcetines mojados nos provocarían molestias durante toda la mañana.

Algunas mujeres caminaban deprisa cobijando sus cabellos, marcados a rulo, bajo los paraguas. Las había incluso que metían la cabeza en bolsas de plástico que utilizaban a modo de gorro con el fin de no despeinarse.

El día siguiente sería festivo y no habría escuela. «El día de Todos los Santos», nos había dicho la madre Milagros, muy seria ella. Nos contó que las ánimas saldrían del purgatorio y emprenderían su camino hacia el cielo. Nosotras, como buenas cristianas, deberíamos acudir a misa y rezar por los difuntos. También tendríamos que encender cirios en casa; tal vez palomitas de cera.

En mi casa no teníamos cirios, ni tampoco palomitas de esas. Tampoco teníamos, por suerte –según decía mi madre– muertos recientes, y los antiguos hacía mucho tiempo que permanecían en el olvido y ya nadie rezaba por ellos.

Esto suponía un pequeño problema para mí. La madre Milagros tenía muy mal genio, y en cuanto se enterara de que yo no había encendido los cirios para ayudar a los difuntos a salir del purgatorio, seguro que me castigaría de cara a la pizarra y de espaldas al resto de la clase.

A mis compañeras les incomodaba este castigo. A mí no. Al contrario; a mí me gustaba porque cuando me encontraba aislada con la mirada clavada en el verde del encerado, me entregaba a mis sueños de vigilia y volaba hacia la montaña donde habitan las hadas. A veces caminaba de la mano del príncipe guiándolo hasta el lugar donde, solo yo, sabía que se encontraba durmiendo su Bella Durmiente.

Sin embargo, ese día no hubo castigo. La madre Milagros no vino a darnos clase. En su lugar enviaron a la madre Corazón que era la encargada de enseñar costura a las alumnas más mayores.

A causa de la lluvia no pudimos salir al patio a la hora del recreo y nos quedamos en el interior de la clase jugando a adivinanzas y al veo-veo. Yo me descalcé porque mis botas de agua me rozaban allí donde el calcetín –mojado un rato antes por el chapoteo en los charcos– llevaba un zurcido que, con el roce, me estaba provocando una pequeña herida por la que quizá se me salieran las tripas.

«Eso no es de señoritas» me increpó inmediatamente la madre Corazón. No curó mi dolencia y yo, resignada, volví a introducir mis pies húmedos en los calcetines y en las botas de agua, tan azules y bonitas como despiadadas.

En mi regreso a casa me mantuve alejada de los charcos profundos mientras contemplaba extasiada cómo el humo que emanaban las chimeneas se disipaba nada más salir de ellas. El aroma especial de los días de lluvia se mezclaba con el de las comidas que, a esa hora, recién tocado el Ángelus, bullían en los pucheros de todas las cocinas. Los hombres del turno central no tardarían en salir de la fábrica y mi estómago se dejaba ya acariciar por el hambre.

Mi madre, que no se marcaba a rulo el cabello, llevaba el mismo peinado de siempre: una coleta recogida en la nuca y sujetada con horquillas para que no le cayera en cascada como a los caballos. Y aunque la gran cocina y las dos habitaciones de la casa no habían cambiado en nada su aspecto, algo en el aire se notaba distinto. Para empezar, por la tarde se suspenderían las clases. Algunas zonas del colegio se habían inundado y el río, en su desembocadura, se había desbordado anegando las casas bajas del barrio vecino. Así pues, «la tarde se adivinaba prometedora» pensé. Permanecería el resto del día en casa, al calor de la cocina de carbón. Además, yo guardaba celosamente un tesoro para cuando surgiera la ocasión de sacarlo y, sin duda alguna, esta era una ocasión muy, pero que muy propicia.

Mi tesoro consistía nada más y nada menos que en una hermosa caja de pinturillas Alpino, de las grandes, de las de doce pintus; todas igualaditas, todas afiladitas y rectas; con los bordes de la caja rígidos, como planchados con almidón, predominando aquel color verde tan especial de las altas cumbres en las que se suponía vivían mis hadas.

Seguía cayendo la lluvia… insistentemente, monótona, arrancando retazos melancólicos con cada burbujita recién dibujada en los charcos. Pero yo no me fijaba; estaba demasiado embelesada pintando montones de flores; rojas, amarillas, lilas, blancas; mezclando los colores intentando crear nuevas tonalidades. Y dibujaba cruces negras, muchas cruces; y dibujaba con los colores más brillantes pequeñas lucecitas que se elevaban sobre las cruces y que ascendían hasta un cielo sin nubes pintado de un azul clarito. Y cuando terminé de dibujar mis flores, cruces, ánimas y luces, me atreví también a dibujar una circunferencia cuyo trazo cubrí con más colores. Una circunferencia forrada de flores como la que en aquel preciso instante estaban llevando al colegio del convento y que, según decía mi madre a la vecina, era un obsequio para la madre Milagros. Un gran aro de flores con un gran lazo amarillo en el que unas bonitas letras doradas decían: Tus alumnas no te olvidan.


De: Cuentos de Otoño
Ilustración: Blas Estal

 
 

jueves, 25 de octubre de 2012

Silencio en La Calderona



 Norte de la sierra Calderona. Septiembre 2012


 

Los fríos se acercan por la próxima curva del tiempo. Ya han pasado varios meses desde la última excursión en moto por la sierra, y el paisaje sigue ahí, inmóvil, sediento y portando largos lutos sobre su cuerpo dolido.

Las últimas lluvias han anegado su lecho de ceniza incrementando la herida de una tierra que se resiste, que implora con voz ahogada y que perece, bajo la imprudencia de la supremacía humana, o, quién sabe, si por la avaricia de desaprensivos intereses económicos.

En La Calderona ya no hay sonidos de vida. El silencio se extiende sobre los esqueletos calcinados de la arboleda como un réquiem que llora los trinos alegres olvidados en la memoria. No hay llamadas de cortejos a través del frondoso ramaje. Las aves perecieron, como perecieron los insectos que, ignorantes de su drama,  sucumbieron sobre un suelo de tierra abrasador,  bajo la piedra ennegrecida o anegados por la lluvia inesperada lanzada desde el hidroavión que desde las piscinas municipales o playas próximas acuden a la llamada de auxilio, con su panza llena, intentando apagar las llamas que se extienden.

Las brigadas, impotentes, laboran con los medios a su alcance, escasos tras los recientes recortes presupuestarios, y los vecinos de los municipios afectados toman lo justo y escapan del fuego, huyendo hacia los pabellones habilitados como refugios. Atrás se quedan sus hogares, expuestos a la lengua de un incendio que amenaza con su abrazo mortal a la sierra, a toda ella, a todas sus laderas, porque… los focos están por todas partes, diseminados por distintos lugares. El aire caliente ruge, con un rugido fuerte que se mete en el alma de la montaña, y que la asfixia hasta robarle el último aliento.

Después de la tragedia se instala el silencio y llega la hambruna para aquellos que se escondieron en las madrigueras o en el fondo de las cuevas que, libres ya de inquilinos partisanos, les brindan cobijo. Ahora se asoman olisqueando inquietos, con la incertidumbre de quien conoce el olor inconfundible del drama.

La comida escasea y la sed no halla un arroyo en el que posarse. Las aguas del Palancia perecen amordazadas en el escaso caudal de la presa que las atesora; y yo camino con pasos inciertos sobre el sendero, mientras lloro sin lágrimas por esta sierra que no reconozco en su negrura. ¡Me duele tanto su ceniza! Lamento tanto su progresiva agonía que quisiera arrancarle un trozo de alma y portarla en mi mochila, allí donde antes se mezclaba alegre el aroma de los tomillos y romeros perfumando mis cuadernos de notas y bolígrafos.

La Calderona se muere por la mano del hombre, como se mueren los mares y se mueren los ríos. A veces, cuando llega el invierno, una torrencial lluvia le lava la cara y parece más linda. Pero los colores perdidos y las voces silenciadas por el fuego ya no sonríen al posado de mi cámara. Tan solo los lutos de sus esqueléticos troncos me observan con la tristeza de aquellos ojos que, habiendo tomado la última copa, se despiden cerrando los párpados, y sellando sus labios.
 
Fotografía: P. M. Blasco


lunes, 22 de octubre de 2012

Llueve sobre la ciudad

 
 
 
 
 
 
 

Una lluvia finísima se acomodaba hoy sobre el asfalto de la ciudad. Los vehículos guardaban la distancia de seguridad y los peatones esperaban el cambio de semáforo apostados en la acera, debajo de los balcones. Mientras la observaba me daba cuenta de que echo de menos los charcos de antaño, como echo de menos los colores grises de la lluvia vieja. La nueva, la de ahora, brilla en distintos colores procedentes de las luces de los escaparates que se reflejan en la suave película formada en el suelo.

Ahora parece que llueve en colores sobre el asfalto. Desde mi balcón, dirijo la mirada hacia poniente y contemplo la serpenteante avenida como se contempla la silueta del rayo en la noche oscura. Es la hora del crepúsculo. La calzada todavía está mojada y los postreros rayos del sol se asoman tras las últimas nubes, alargando sus dedos hasta rozar las luces de los focos de los coches y de las farolas que comienzan su andadura nocturna. La magia cobra vida y comienza el espectáculo. Es un abrazo luminoso que dura solo un instante. Después… la noche.

Los empleados del supermercado se despiden; los de la tienda de electrodomésticos salieron antes y bajaron las pesadas persianas. Tan solo la agencia de viajes permanece abierta. Unos clientes de última hora mantienen a las empleadas atareadas entre folletos. Con disimulo, una de ellas mira fastidiada su reloj de pulsera. Se las ve nerviosas; con ganas de marcharse a casa y descansar. Si por lo menos los clientes se comprometieran con un buen viaje, habría valido la pena.

Todavía hay transeúntes. Algunos se dirigen a la cafetería pero otros se introducen en los portales de las fincas; los más, se pierden avenida arriba. Ya no los diviso, pero sí alcanzo sin embargo a ver las luces encendidas de las casas en los edificios colindantes. Siempre es agradable comprobar que tras los muros de lo que se asemejan colmenas humanas hay vida en continuo movimiento. Tras las cortinas translúcidas de las  ventanas se adivinan unas manos extendiendo el mantel sobre la mesa del comedor. Y al lado, en la ventana contigua, se apaga una luz que había permanecido encendida hasta entonces. Tal vez el chico o la chica terminó sus deberes y tras un último desperezo se dispone a cenar.

En la calle ya no llueve pero hace frío. El Focus de los vecinos del piso de arriba acaba de estacionar frente al local de la panadería. El hombre ayuda a su esposa que saca al bebé con el cuco del asiento trasero. Al verme me saludan con un gesto de sus cabezas y él se vuelve a meter en el coche. Tal vez lleva turno de noche y solo vino a traerla a ella y al niño. Tal vez es que se va y no piensa volver. Quizá ella le dijo anoche que ya no lo quería.

La gente ya no se quiere como antes. O se quiere de distinta forma; durante menos tiempo, pero con más calidad. En mi alcoba, una foto y un perfume me hablan desde el recuerdo: «Lo nuestro fue cantidad» parecen querer decirme, y yo, ignorando sus voces, me sumerjo en el debate sobre si estoy loco o cuerdo.

Con paso incierto me voy de nuevo al balcón. Escucho sirenas y, al instante, las luces de dos coches de policía se aventuran por la avenida; una ambulancia les sigue. Siento pena. Cada noche desfilan hacia el vial que conduce al hospital. Ayer fue una joven a manos de su novio; la pasada semana un niño, a la puerta del colegio; y hoy… quién sabe lo que habrá sido hoy.

Me vuelvo a la alcoba y decido acostarme vestido; por el frio. Me cuesta conciliar el sueño, y cuando lo consigo, pasos precipitados en el piso de arriba me despiertan. El bebé llora; la madre contesta por el telefonillo de la puerta a los policías que llaman al timbre.

Solo se escucha ya un sollozo ahogado y a lo lejos los truenos. Ya no duermo y el ruido en los cristales me indica que ha vuelto la lluvia.
 
De: Cuentos bajo la lluvia
Fotografía: Amparo Gil



sábado, 13 de octubre de 2012

Antonia Grimaldos "In memoriam"





Hace poco más de un mes, alguien me dio la noticia de la muerte de la señora Antonia Grimaldos. La señora Antonia no era un personaje popular, sino una de esas personas anónimas que nos encontramos en nuestro camino una sola vez en la vida, pero que, de alguna manera, nos dejan una huella firmemente incrustada y reconocible.

La conocí hace alrededor de dos años. Fue en su propia casa, rodeada de sus recuerdos y acompañada por su hija M. Carmen, con motivo de la entrevista que desde Amaranto Cultural queríamos  hacerle para nuestra revista. El encuentro me produjo, y aún hoy el recuerdo me sigue produciendo, una cálida sensación mientras estábamos las dos muy juntitas sentadas en el sofá de su casa, posando para la cámara del compañero de redacción. La expresividad de su mirada y el contacto de sus surcadas manos cobran, al recibir la noticia de su muerte, una gran fuerza en mi recuerdo, a la vez que me produce gran satisfacción el haber tenido la posibilidad, gracias a Amaranto Cultural, de haberla conocido.
 
 

ANTONIA GRIMALDOS
 
La mañana amanece bastante fresca a pesar de lo avanzado de la primavera, pero la cálida acogida con que nos recibe la señora Antonia nos hace olvidar la climatología al recibirnos en su casa de la calle San Pedro en vez de con un "buenos días" con un recitar de versos que, ya de entrada, nos deja cuanto menos, sorprendidos.

La señora que nos sonríe cariñosamente mientras nos ofrece el contacto de sus manos es menuda, de ojos vivaces, cabellos como la nieve y una dulce voz que escapa ávida bailando al ritmo del verso; dista mucho de esa otra que esperábamos encontrar con paso vacilante y mente desorientada. Tras el recital de la bienvenida, pasa a contarnos que, a sus noventa años, ha pasado muchas vicisitudes y muchos malos tragos. «Mi padre estaba en la Casa del Pueblo, ¿sabe usted? Era socialista y, por eso, en  la guerra vinieron a por mí. Figúrese… —me dice casi en un lamento— Si yo no había hecho nada, si sólo tenía dieciséis años, casi una chiquilla». «Pero usted supo ser fuerte y salió adelante» le digo intentando salir de un tema que amenaza con tomar tonalidades tristes. Ella recupera su sonrisa e inmediatamente se pone a buscar entre unos papeles, pero antes de dar con ellos, ya está de nuevo recitando un largo poema. Ni siquiera lo lee, lo que me lleva enseguida a pensar en aquellos de nosotros que somos incapaces de decir de memoria ni tan sólo una breve estrofa de nuestros propios trabajos. Mari Carmen, su hija, nos muestra lo que su madre andaba buscando antes del improvisado recital. Se trata de unos textos escritos por los niños del colegio Maestro Tarrazona que  dedicaron a la señora Antonia tras el paso de ésta por esa escuela mostrándoles a los chiquillos los poemas que atesora. «Cogía sus cosas ella sola y se iba a los colegios a leérselas a los chiquillos» nos dice con gesto un tanto divertido. Entonces, veo asentir a la anciana corroborando las palabras de la hija y, al  imaginarla entrando en el colegio con su carpeta llena de poesía,  la imagen que acude a mi mente es verdaderamente entrañable.
 
 
Ansiosa por hablarnos de sus cosas, nos cuenta que ella fue privilegiada porque pudo ir a la escuela, ya que la guerra comenzó cuando ya la había terminado, pero, además, fue tanto el entusiasmo con el que asistía a sus clases, que su profesora de la escuela de San Blas, de Elche de la Sierra, doña Presentación, le encargó ir a la aldea vecina para enseñar a los niños de allí todo lo que ella había aprendido.
 
 
Mientras nos habla de sus andares por el pueblo, nos muestra varias fotos familiares: su padre y sus dos hermanas junto a ella. Madre no había porque murió y entonces ella como era la mayor, tuvo que cuidar de las pequeñas; fotos de cuando era joven, y fotos de sus hijos y de su hija; y una muy especial de ese hijo que ya se fue y que le arranca el sollozo cada vez que pronuncia su nombre. «Pero nadie le quitará la satisfacción de haberle tenido con usted y haberle colmado de cariño, eso nunca se lo podrán quitar» acabo diciéndole consciente de lo absurdo de mi comentario. Le instamos a que nos diga cosas de sus escritos y nos dice que cuando empezó a escribir poesía más en serio fue cuando murió su marido. A partir de ahí se dedicó a escribir mucho. Poco después de morir él murió su hijo Jesús y ya, a partir de ese momento, la poesía ocupó su duelo y su tiempo. Se acostumbró a la escritura de tal manera, que asistía a todos los actos que hacían en los que los libros estaban de alguna manera presentes. «A mí me gustan mucho los libros. Mirad, tengo muchos. Leer es muy bueno...»

 
A estas alturas de la conversación nos encontramos ya con un montón de textos escritos por ella y andamos seleccionando entre ellos, aquellos que más nos gustan para nuestra revista. Nos hubiera gustado ponerlos todos, incluidos los que los niños de los colegios le han escrito a ella A la abuelita especial. Me inspira una tremenda ternura y le pregunto si le hubiera gustado nacer en esta época para poder dedicarse a las letras «¡Huy, ya lo creo! me hubiera gustado ser maestra pero no pudo ser. Entonces no se podía; como éramos socialistas y perdimos la guerra...»
Mientras Mari Carmen nos prepara unos libros y revistas en donde salen artículos sobre su madre, y nos proporciona una buena cantidad de folios con los poemas acumulados a lo largo de los años, yo me fijo en esa señora de mirada traviesa y vivaz que se ha levantado a las siete de la mañana toda ilusionada porque iban a venir de parte de una revista a hablar de poesía, de la suya, de la de ella, de la de la señora Antonia. Observo sus ojos y observo también el ambiente que la rodea: una casa levantada por su marido que era albañil, en la que ha criado a sus hijos y donde  nos ha recibido a sus noventa años, en el pequeño salón donde no falta una mesa camilla con su tapete, oculto en su totalidad por la cantidad de fotografías que soporta; un mueble librería abarrotado de libros y más fotografías; otra mesita con un tapetito bordado a punto de cruz de diversos colores sobre el que se apoya un jarroncito con flores. Y otra mesa con más fotos y más flores. «También me gusta mucho hacer gancho  —dice casi en un susurro como si fuera un secreto—y dibujar» Entonces me muestra unos folios con unos sencillos dibujos de los que se siente muy orgullosa.
 
 
Se acerca el momento de nuestra despedida y  me resisto a salir de allí sin que mi compañero me haga una fotografía junto a la anciana; para mi mayor regocijo, ésta arrima su cálido rostro al mío y sonríe a la cámara como si en realidad fuera una adolescente dejándose captar por el objetivo para una foto del instituto.
 
 
Me abraza y me besa en la despedida, y yo capto una cálida sensación en ese contacto que me acompañará durante bastante tiempo, y cuyo recuerdo me aporta una grata sonrisa.
 
OJOS, OJOS OJOS
Ojos de puente
que no habéis llorado,
habéis aguantado
Trenes cargados de    melancolía
de ira, de terror encerrado 
Habéis visitado
ese pueblo pequeño y honrado
y por fin ha llorado,
ojos de pueblo callado.

Antonia Grimaldos 2001, a los ojos del puente sobre el río Palancia, a su paso por la ciudad de Sagunto.

Artículo extraído de la sección "Conversaciones y entrevistas", del nº 4. Primavera 2011  de Amaranto Cultural
Fotografía: de Amaranto Cultural
 


 

lunes, 8 de octubre de 2012

El tiempo









El tiempo
se atropella incierto en el espacio
y en su caminar estrecho
nos abraza hasta el letargo
confundiendo al día
con las horas
y los años...




Del poemario: Espontáneos
Ilustración: Débora Tráchter

domingo, 7 de octubre de 2012

Con aromas de geranios


 

 
Hay aromas que nos llevan de viaje a través del tiempo
 hasta lugares desaparecidos de la escena cotidiana,
a disfrutar nuevamente de viejas
 y queridas compañías...
 

Los geranios y laureles de colores varios se disputan protagonismo en el balcón de la casa, un balcón que se prolonga a lo largo de la fachada. En una esquina protegida y acogedora, ocupo  mi espacio, en una sillita infantil, de madera y anea, pintada de azul y, a modo de pupitre, utilizo la tabla de lavar colocada del revés sobre mis rodillas. En la superficie porosa el lápiz se desliza con esmero sobre la  hoja de la libreta, intentando dibujar las vocales de la forma más perfecta. De vez en cuando, desde la barandilla se asoman curiosos los gorriones que, aburridos de observar mi actividad, emprenden de nuevo su vuelo. Aún no hace frío y la orientación de la casa permite apropiarse de los últimos rayos del sol de un verano que, perezoso, no termina de marcharse.

El aroma de los geranios se une a la danza del árbol que casi supera en altura al balcón, en la primera planta del edificio. Algunas ramas traviesas se acercan descaradamente hasta la colada que pende del hilo hacia el exterior incorporándose a la escena del jardín comunitario. Desde dentro de la casa un siseo y otro aroma avisan del quehacer en la cocina. Pronto el cocido se hará presente en la atmósfera mientras llega la hora del aviso de la fábrica, de la nuestra —porque la fábrica es de todo el pueblo—; suena una sirena, a distintas horas del día, y los hombres se ponen en movimiento. Son como hormiguitas, todos vestidos de azul marino, unos vienen y otros van. Se les ve desde el balcón donde huelen los geranios. Uno de los hombres mira hacia arriba y sonríe. Entonces no me doy cuenta pero, más tarde, seré consciente de esa mirada y esa sonrisa.

Atareada como estoy con mi libreta, no me percato de la presencia de los chicos que alborotan a mi lado disputándose unas canicas, de las bonitas, de esas de colores de cristal que tanto me gustan. Apenas me miran, ellos van a los suyo. Acaban de salir del colegio y ya se han despojado de sus carteras que permanecen tiradas, despreciadas, en el suelo, junto a mis pies. Solo cuando abandono mi lápiz que se ha quedado sin su mina y me apodero de la cartera escolar de uno de los chicos, este se dirige a mí con voz dominante de hermano mayor: «Ya te busco uno» me dice. Yo miro embelesada esa cartera vieja de piel marrón. Me gusta asomarme en su interior mientras la abre, porque allí, a oscuras, es donde guarda sus tesoros. Hay también libretas con trazos que no alcanzo a interpretar, y un solo libro, gordo, que en casa llaman El señor Álvarez y que parece ser un joven muy serio con la cara colorada.

«Toma este» dice mientras la cierra y me ofrece uno de sus lápices. Está muy gastado, apenas es como mi dedo meñique pero, aun así, es más largo que el que he desechado. Yo sigo mirando hacia la cartera que ya está cerrada y cierro los ojos, aspirando profundamente, intentando retener en mi interior el olor que se escapa de ella.

El siseo de la válvula de la olla exprés ya no se oye. La comida está lista para ser servida y yo guardo, paciente y cuidadosamente, mi libreta y mi lápiz nuevo en mi preciosa cartera de cartón con dibujos de ositos; recojo mi goma de borrar del interior de uno de los geranios donde la puse para que se empapara de su olor, y aprovecho los pétalos de la flor caída de uno de los laureles rojos para, con un poquito de saliva, humedecerlos y fijarlos fuertemente sobre mis uñas que ahora se observan rojas y muy bonitas.

De vuelta de mi viaje a través del aroma de los geranios, recién lavados por la lluvia de este nuevo otoño, me dirijo yo también a mi cocina y, evocando aquel perfume viejo, me doy cuenta de que nadie entonces me dijo que sería posible dibujar bellas palabras tan solo evocando una fragancia, y sin más música que el siseo de la válvula de una olla, constante, monótono y familiar.
 
De: Episodios cotidianos.
Ilustración: L. Estal