No le apetecía
mucho el reencuentro con su padre. Sabía que le reñiría por no haber
aprovechado la mañana de huelga en repasar las materias más duras. Todo el día
andaba mirándole los blocs. Ahora ya no estaban tan cuidados como antes; además,
estaban llenos de correcciones en rojo. Eso no le pasaba con frecuencia cuando
estaba en el colegio, pero el instituto era diferente. No eran tan fáciles los
ejercicios. «Por eso debes trabajar más», le había insistido la noche anterior.
«¿Qué habrá hoy
de comer? Tengo un hambre atroz. Después de las lentejas de ayer cualquier cosa
será un manjar». Recordó que discutió con su madre cuando él le dijo que las
lentejas eran asquerosas. Le apetecían macarrones o paella; pero no... su madre
le había puesto: lentejas asquerosas.
«No son
asquerosas y además de tener mucho hierro, son baratas. Si quieres llevar
zapatillas y chandals de marca tendrás que acostumbrarte a comerlas, al igual
que otros platos de caliente. Si deseas caprichos para tus pies y para tu
cuerpo, deberás privar a tu paladar de ellos. Con lo que costaron tus patines
teníamos para el presupuesto de la cocina de toda la semana», le recriminó
ella.
Tras la
reprimenda se levantó de la mesa y se fue hasta el televisor. Se estaba
hartando de que le hablaran de dinero cada vez que no le gustaba la comida.
El timbre del
teléfono interrumpió la discusión. Miguel se sonrojó al escuchar la voz de
Sonia, una compañera de clase. Le pedía unos apuntes de Sociales y de paso
aprovechaba la ocasión para preguntarle si había visto a Carlos, otro
compañero.
Aquello le
molestó. No es que bebiera los mares por Sonia, pero que ésta le utilizara a él
para conseguir información sobre el otro chico le fastidiaba. Carlos sólo estaba
por el fútbol, las clases y las pizzas. Y eso era lo más normal. ¡Cómo iba
Carlos o algún otro del grupo a perder el tiempo con las chicas! Sin embargo,
ellas siempre andaban alrededor. Aparecían en los entrenamientos, en los bancos
de la plaza mientras ellos daban unas patadas al balón o se reunían a contar
chistes, en el Instituto, a la hora del almuerzo, y ahora hasta por teléfono.
En una ocasión
Sonia le había pedido por favor que se enterara de quién le gustaba a Carlos.
Aprovechaba la relación de amiga de la infancia con Miguel para que éste la
tuviera puntualmente informada de todos los movimientos del amigo.
«¡Por qué se
empeñarán en tener novio con quince años!» A Miguel no le entraba en la cabeza
que su compañera y vecina, al igual que el resto de las chicas de clase
estuvieran tan pendientes de ellos. ¿No se daban cuenta de que les perturbaba
tenerlas cerca? Eran de la misma edad pero ellas ya no jugaban. ¿O sí? Quizás
en eso consistían sus juegos; en ponerse medias y minifaldas los sábados por la
tarde, botas con suelas de plataformas, cortarse el pelo de la misma manera y
dibujarse aquella fina línea negra en el borde de los párpados.
Reflexionó acerca
de cómo se habían distanciado tanto los chicos y las chicas. Iban juntos al
colegio desde su etapa de preescolar y siempre fueron como una familia hasta
que, más o menos en séptimo, ellas empezaron a formar curvas y prominencias en
sus pechos. A partir de ahí todo cambió. Abandonaron sus barbies y empezaron a reunirse en pequeños grupos para hablar de
los chicos de las series televisivas, en las que todos los jóvenes eran
asquerosamente atractivos y pijos.
Reflexionando
sobre la evolución sufrida por las chicas, tan diferente a las de ellos, se
encontró muy cerca de su casa.
Se sentía muy
extraño. Por alguna razón se hallaba invadido por una sensación de ligereza, de
vacío...
Se sorprendió al
observar que el jardín que solía contemplar desde su habitación, había dado
paso bruscamente a una pequeña parcela bordeada de altos cipreses. Su
desconcierto fue dando paso, poco a poco, a una total desorientación.
«¡Cómo he podido
perderme...!» pensó sobresaltado. Se volvió hacia atrás y divisó a lo lejos la
plaza y a los ancianos todavía sentados frente a la fuente. Retomó aturdido el
camino de regreso. Atravesó nuevamente la plaza y muy pronto se encontró en la
avenida, dirigiéndose otra vez a los recreativos. Para su sorpresa, éstos se
hallaban cerrados a pesar de no haber transcurrido ni quince minutos desde que
los abandonó,
«Debo de estar
sufriendo una alucinación. No he desayunado bien y ayer tampoco comí mucho.
¡Cómo voy a olvidar el camino a casa. Estaría loco!»
Se dirigió de
nuevo hacia allí. El tráfico era fluido; la gente volvía a sus casas para comer
tras una pausa en el trabajo, y los ancianos se despedían ajenos a la mirada
del chaval que los observaba confuso. El guarda ya no estaba, y Miguel
aprovechó para introducirse en el césped pisoteándolo sonriente, aunque todavía
con la incertidumbre de no saber qué le había pasado un poco antes. Más
tranquilo, salió corriendo hacia su casa para comprobar con estupefacción que
había desaparecido junto con toda la manzana, y que en su lugar se apiñaban
edificios sin balcones a ambos lado de la calle que había cambiado su jardín
por largas filas de cipreses verdes.
Esta vez no se
limitó a sentirse extraño. Se sintió verdaderamente aterrado. Algo en su
estómago se revolvía produciéndole unos dolores terribles y una tremenda
angustia.
Deseaba con todas
sus fuerzas llegar hasta su portal, subir corriendo los tres pisos de
escaleras, hallar su puerta abierta y cerrarla con un fuerte portazo tras él;
ansiaba cruzarse con su perro por el pasillo y sentarse a comer a la mesa un
buen plato de asquerosas lentejas.
De repente
comprobó cuánto necesitaba a sus padres. A su madre atormentándole mientras lo
arropaba en su cama; a su padre centrándose en las libretas y comentando los
últimos resultados de la liga de fútbol.
Ahora estaba
seguro de que no estaba sufriendo una alucinación. Algo muy grave le sucedía...
A rastras llegó hasta una de las ventanas del primer edificio y llamó
fuertemente.
Una señora a la
que no reconoció como ninguna de las vecinas se asomó. Llevaba un extraño
pañuelo cubriéndole el cabello, y sus ojos parecían encerrar dentro un mar de
calma.
‒Necesito ayuda.
Estoy perdido y no encuentro mi casa. –le dijo a la mujer entre sollozos.
La señora le
dirigió una mirada de comprensión y le sonrió.
‒Enseguida estoy
contigo; no sufras.
Al momento se
encontraba junto a él acariciándole el rostro, y sólo entonces pudo observar
Miguel que, pese a ser una mañana con una temperatura muy agradable, ella
llevaba sobre sus hombros una especie de chal de encajes grises que le caía
hasta casi los pies.
‒Mira ‒le dijo‒;
¿ves a aquel anciano? También está desorientado.
Miguel miró hacia
el otro lado de la calle y vio que un anciano andaba con paso torpe volviendo
su canosa cabeza en una y otra dirección. Por el medio paseaban distraídas dos
chicas de unos veinte años.
‒Una de ellas se
ha perdido, como tú; la otra no. La otra vive aquí desde hace tiempo. Cuando te
tranquilices te llevaré hasta ellas.
‒No deseo
conocerlas. Solamente quiero llegar hasta mi casa y encontrarme con mis padres.
Me encuentro muy mal. Por favor ayúdeme...
Comenzó a vomitar
y, casi al mismo tiempo, el anciano llegó hasta ellos y tomó asiento al pie de
uno de los cipreses. Observó a Miguel y a la señora con una mirada de tristeza
resignada en sus ojos.
‒¿Usted también
desea encontrar su casa? —preguntó la mujer.
‒No; yo acabo de
encontrarla –respondió el viejo‒. Pero, el chico... ¿Sabe usted una cosa
señora? –el hombre miró a su alrededor como si intentara encontrar algo o a
alguien‒; si he de dar cuentas de los errores de mi vida estoy preparado, pero
en el caso del chico no es justo. El chico debe exigir cuentas y no darlas.
‒No se enfade
usted con Él –respondió la mujer‒. Yo misma acompañaré al muchacho a su casa.
Lo tomó de la
mano y le limpió la cara. Le arregló el cabello y lo condujo hasta la plaza.
Cruzó a la avenida y, al llegar al lugar de los recreativos, vieron que se
aglomeraba una multitud de personas, sonidos agudos y luces rojas y azules.
Entre las luces había una muy especial. Una luz que no se correspondía con
ninguna de las que él conocía. Al llegar hasta ella observó que iluminaba una
puerta parecida a la de su portal, pero no era la misma.
La mujer la
empujó y tras ella se abrió paso una amplia calle de edificios, en cuyos
balcones se veían plantas y alguna que otra jaula con periquitos verdes y
azules.
‒Ahí está tu casa
chico. Ve tú mismo a encontrarla.
Besó a Miguel en
la frente y volvió sobre sus pasos. Él se quedó mirándola mientras caminaba. Ella
no se giró en ningún momento. Parecía deslizarse sobre unos pies descalzos, y
su cuerpo era una fina silueta envuelto en su chal de encaje gris. Miguel se
dio cuenta de que jamás recordaría el color de su pelo oculto en su extraño
pañuelo. También se percató de que no se había fijado en el color de su piel,
ni en el tono de su voz...
‒Señora...
–llamó; pero la señora no lo oyó; seguramente debido al ruido de la gente y al
zumbido de aquellas luces que dificultaban el tráfico en la avenida.
Mientras la mujer
desaparecía, Miguel sintió una punzada de dolor en el pecho y escuchó la voz de
alguien muy cerca de él que decía haber recuperado algo. «Ya le tenemos señora.
Le hemos recuperado». A continuación escuchó también la voz de su madre. Una
voz angustiada y a la vez de una firmeza y una dureza que jamás había observado
en ella. «Que Dios en su insensibilidad les perdone, porque yo no voy a hacerlo».
Hora y media más
tarde, los diferentes medios de comunicación se hacían eco de la noticia: Un artefacto ha hecho explosión a las 12:45
horas en la Avenida Central, junto a las oficinas de Correos. Un funcionario ha
resultado muerto y varios viandantes heridos; uno de ellos de extrema gravedad.
Se trata de un chico de quince años que se dirigía hacia su casa desde los
recreativos próximos a las oficinas afectadas.
De: Cuentos del Puerto Miguel (final)
Ilustración: Marina R. Soler